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La mala impresión que aquellas transformaciones habían producido en mi padre y mi madre mejoró un tanto cuando empezaron a oír el ruido de la máquina de escribir que llegaba hasta ellos a través del parapeto. La abundancia de cortinajes lo amortiguaba bastante, pero no totalmente. La máquina de escribir, provista de tipos rusos, también formaba parte del lote que mi padre había traído de China, aunque poco podía esperar que sería su hijo quien sacaría partido de ella. La tenía sobre mi mesa, encajada en el rincón formado por la antigua puerta, tapada con ladrillos, que antes conectaba nuestra habitación y media con el resto del edificio. ¡Y aquí es dónde las cosas salieron a le medida de mis deseos! Como mis vecinos tenían un piano colocado al otro lado de esa puerta, fortifiqué contra las escalas de su hijita la parte que correspondía a mi habitación con una pared de estanterías para libros, que descansaban sobre mi escritorio y se amoldaban perfectamente al hueco.

Dos armarios con sus espejos y un paso entre ellos, a un lado; el alto ventanal con su cortina y el alféizar situado medio metro por encima de mi espaciosa cama turca, color marrón oscuro y sin cojines, al otro; el arco, rellenado hasta sus bordes moriscos con las estanterías, detrás; la librería que ocupaba el hueco de la puerta y mi escritorio con la Royal Underwood encima, delante de mis narices: esto era mi Lebensraum. Mi madre se encargaba de limpiarla, mi padre la atravesaba durante sus idas y venidas a la cámara oscura; y de vez en cuando él o ella acudían a refugiarse en mi sillón gastado, pero cómodo, después de uno de sus altercados. Aparte de esto, aquellos diez metros cuadrados eran míos y fueron los mejores diez metros cuadrados que he conocido en mi vida. Si el espacio tiene mente propia y genera su distribución, existe la posibilidad de que esos metros cuadrados también me recuerden con cariño. Especialmente ahora, bajo diferentes pies.

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Estimo que a los rusos nos es más difícil aceptar la ruptura de vínculos que a nadie en el mundo. Después de todo, somos un pueblo muy afincado en nuestra tierra, más incluso que otros habitantes del continente -alemanes, franceses-, que se mueven de aquí para allá mucho más que nosotros, aunque sólo sea por el hecho de que tienen coches y carecen de fronteras propiamente dichas. Para nosotros, un piso es para toda la vida, una ciudad es para toda la vida, un país es para toda la vida. Por consiguiente, los conceptos de permanencia son más fuertes, como también la sensación de pérdida. Con todo, si una nación ha perdido en medio siglo casi sesenta millones de almas por culpa de su carnívoro estado (cifra que incluye los veinte millones que sucumbieron en la guerra) quiere decir que es capaz de superar su sentido de la estabilidad, aunque sólo sea porque esas pérdidas se produjeron debido al statu quo.

Así es que, si uno se demora en estas cosas, no lo hace necesariamente para obrar de acuerdo con la constitución psicológica de su tierra nativa. A lo mejor el responsable de esta efusión es exactamente lo contrario: la incompatibilidad del presente con el material de los recuerdos. Supongo que la memoria refleja la calidad de la propia realidad en no menor grado que el pensamiento utópico. La realidad que afronto no tiene ninguna relación ni correspondencia con la habitación y media ni con sus habitantes, todo ello ubicado al otro lado del océano y, en la actualidad, inexistente. En lo tocante a alternativas, no se me ocurre nada más diametralmente opuesto que lo que ahora tengo. La diferencia es la que existe entre dos hemisferios, entre el día y la noche, entre un paisaje urbano y una panorámica campestre, entre la muerte y la vida. Los únicos puntos en común son mi cuerpo y una máquina de escribir, aunque ésta de diferente factura y con tipos diferentes.

Supongo que, si hubiera vivido cerca de mis padres durante los últimos doce años de su vida, si hubiera estado a su lado en el momento de su muerte, el contraste entre el día y la noche o entre una calle de una ciudad rusa y un callejón de un pueblo americano no sería tan marcado; la acometida de la memoria cedería el paso a la del pensamiento utópico. El paulatino desgaste habría ido adormeciendo los sentidos y me habría hecho ver la tragedia como un hecho natural y que la dejara detrás de mí como un incidente lógico. Pero pocas cosas hay más fútiles que sopesar las opciones que uno ha tenido de manera retrospectiva; lo bueno de una tragedia artificial es que hace que uno preste atención al artificio. Los pobres suelen utilizarlo todo: yo utilizo mi complejo de culpabilidad.

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Se trata de un sentimiento fácilmente dominable. Después de todo, todos los hijos se sienten culpables en relación con sus padres, aunque sólo sea porque saben que morirán antes que ellos. En consecuencia, lo único que se necesita para aliviar esta sensación de culpabilidad es que mueran por causas naturales: de una enfermedad, de viejos o de ambas cosas. Pero, ¿puede uno hacer extensiva esta ausencia de compromiso a la muerte de un esclavo? ¿De alguien que nació libre, pero cuya situación de libertad se ha visto alterada?

Restrinjo la definición de esclavo no por razones académicas ni por falta de generosidad, y estoy dispuesto a aceptar que un ser humano nacido en situación de esclavitud sabe de la libertad por razones genéticas o por razones intelectuales, por lecturas o de oídas, pero debo añadir que su ansia genética de libertad es, como todas las ansias, incoherente hasta cierto punto, puesto que no se trata de recuerdo real de su mente ni de sus miembros. De ahí la crueldad y la ciega violencia de tantas revueltas, de ahí también sus derrotas, o sea, sus tiranías. La muerte, para un esclavo de esa condición o para sus parientes próximos, tiene que ser como una liberación (la famosa frase de Martin Luther King Jr.: «¡Libre! ¡Libre! ¡Por fin, libre!»).

¿Qué habría que decir, sin embargo, del que ha nacido libre, pero muere como esclavo? Dejando al margen los conceptos eclesiásticos, ¿pensará también en la muerte como en un alivio? Pues, es posible, pero es más probable que la vea como el insulto final, como el último e irreversible robo de su libertad. Y así es como lo ven sus parientes o como lo ve su hijo, puesto que esto es lo que es: el robo final.

Me acuerdo de que una vez mi madre fue a la estación para comprar un billete en dirección al sur: iba al Sanatorio de Aguas Minerales. Después de dos años de trabajo en la oficina municipal de desarrollo, iba a disfrutar de veintiún días de vacaciones y había proyectado ir al sanatorio para someter a una cura su hígado enfermo (nunca llegó a saber que padecía cáncer). Cuando estaba haciendo la larga cola necesaria para sacar el billete, después de tres horas de espera descubrió que le habían robado el dinero que reservaba para el billete: cuatrocientos rublos. Estaba desconsolada. Volvió a casa y, de pie en la cocina comunitaria, se puso a llorar y a llorar sin parar. Yo la llevé a nuestra habitación y media, se tumbó en la cama y siguió llorando. El motivo de que recuerde este hecho es que ella no lloraba nunca, salvo en los entierros.