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24

Al final, mi padre y yo acudimos con el dinero y pudo ir al sanatorio. Pero no era por el dinero perdido por lo que lloraba… Las lágrimas no eran frecuentes en nuestra familia y la afirmación también es válida, hasta cierto punto, para toda Rusia:

– Guarda las lágrimas para ocasiones más importantes -solía decirme ella cuando yo era pequeño.

Y me temo que he sabido hacerlo más de lo que ella habría deseado.

Me imagino que mi madre tampoco aprobaría que yo escriba esas cosas y, por supuesto, tampoco mi padre. Era un hombre orgulloso. Siempre que se cernía sobre él algo reprobable o temible, su rostro adoptaba una expresión desabrida, pero al mismo tiempo retadora. Como si, ante el umbral de algo que sabía más fuerte que él, dijera:

– ¡Inténtalo!

En ocasiones así, solía hacer una observación, observación que iba acompañada de su sometimiento:

– ¿Qué se puede esperar de esta gentuza?

No se trataba de ningún tipo de estoicismo: no había sitio para ninguna postura filosófica, por minimalista que fuera, en la realidad de aquel tiempo, que comprometiera cualquier convicción o escrúpulo exigiendo sumisión total a la suma de sus contrarios. (Sólo los que no volvieron de los campos podían alegar intransigencia; los que volvieron eran en todo tan dúctiles como los demás.) Y en cambio, no era cinismo, sí simplemente un intento de mantener alta la cabeza en una situación de total deshonor, de mantener abiertos los ojos. He aquí por qué las lágrimas estaban fuera de lugar.

25

Los hombres de aquella generación eran los hombres del o esto/o aquello. A ojos de sus hijos, mucho más versados que ellos en transacciones con la propia conciencia (muy provechosas en ocasiones), aquellos hombres parecían bobalicones. Como he dicho, no tenían mucha conciencia de su propia persona.

Nosotros, sus hijos, fuimos educados -o, mejor, nos educamos a nosotros mismos- en la creencia de la complejidad del mundo, en la importancia del matiz, de las sugestiones, de las zonas grises, de los aspectos psicológicos de las cosas. Ahora, llegados a la edad que nos hace iguales a ellos, adquirida la misma masa física y con vestidos de la misma talla que ellos llevaban, vemos que todo se reduce precisamente al o esto/o aquello, al principio del sí/no. Nos llevó casi una vida entera entender lo que ellos, al parecer, habían sabido desde el principio: que el mundo es un lugar sumamente desapacible y que no merece nada mejor. Aquel «sí» y «no» abarca muy bien, sin dejar nada fuera, toda aquella complejidad que nosotros descubríamos y estructurábamos con tanta fruición y que casi nos costó nuestra voluntad.

26

De haber buscado un lema para su existencia, habrían podido adoptar unos versos de una de las Elegías del norte, de Ajmatova:

Como un río, fui desviada por mi poderosa era

Cambiaron mi vida: seguí adelante por un valle distinto, a través de otros paisajes.

Y no conozco mis orillas ni sé dónde están.

Nunca me hablaron mucho de su infancia, ni de sus familias, ni de sus padres, ni de sus abuelos. Lo único que sé es que uno de mis abuelos (por parte de mi madre) era viajante de comercio de la casa Singer de máquinas de coser y que se dedicaba a introducirlas en las provincias bálticas del imperio (Lituama, Letonia, Polonia) y que el otro (el de la familia de mi padre) era propietario de una imprenta en San Petersburgo. Aquella reticencia tenía menos que ver con la amnesia que con la necesidad de ocultar sus orígenes de clase durante aquella poderosa era, con el solo objeto de sobrevivir. El verbo cautivador de mi padre se veía rápidamente interrumpido en sus recuerdos acerca de los esforzados tiempos de sus estudios secundarios por la amonestadora mirada de los ojos grises de mi madre. Y ella, a su vez, no parpadeaba siquiera al escuchar por la calle o de boca de mis amigos una expresión francesa ocasional, pese a que un día la encontré con una edición francesa de mis obras. Nos miramos, volvió a dejar en silencio el libro en el estante y salió de mi Lebensraum.

Un río desviado que corría hacia un estuario ajeno, artificial. ¿Podría alguien atribuir su desaparición a causas naturales? Y en caso afirmativo, ¿qué decir de su curso? ¿Cómo hay que ver el potencial humano, reducido y dirigido erróneamente desde el exterior? ¿Quién podría explicar de dónde ha sido desviado? ¿Hay alguien que pueda? Y mientras hago estas preguntas no pierdo de vista el hecho de que esta vida limitada y mal dirigida puede producir a lo largo de su curso otra vida, la mía por ejemplo, que, a no ser precisamente por esta reducción de opciones, no habría tenido lugar, para empezar, y no se habrían hecho estas preguntas. No, soy consciente de la ley de la probabilidad. No es que desee que mis padres no se hubieran conocido. Hago estas preguntas precisamente porque soy tributario de un río dirigido, desviado. En definitiva, supongo que estoy hablando conmigo mismo.

¿Así que cuándo y dónde, me pregunto, la transición de la libertad a la esclavitud adquiere la condición de inevitabilidad? ¿Cuándo se hace aceptable, sobre todo para un espectador inocente? ¿A qué edad es más perjudicial la intervención en la libertad de una persona? ¿A qué edad deja menos rastro en el recuerdo? ¿A los veinte años? ¿A los quince? ¿A los diez? ¿A los cinco? ¿En el seno materno? Preguntas retóricas éstas, ¿no es verdad? No del todo. Un revolucionario o un conquistador, por lo menos, conocería la respuesta adecuada. Gengis Jan por ejemplo, la sabía: eliminó a todo aquél cuya cabeza sobrepasase el eje de la rueda de su carro. Cinco, entonces. Pero el 25 de octubre de 1917 mi padre ya tenía catorce años y mi madre doce. Ella sabía algo de francés; él conocía el latín. Y ésta es la razón de que me haga estas preguntas. Es la razón de que hable conmigo mismo.

27

Las tardes de verano teníamos abiertos nuestros tres ventanales y la brisa que venía del río intentaba adquirir la categoría de objeto en las cortinas de tul. El río no estaba lejos, apenas un paseo de diez minutos desde nuestra casa. Nada estaba muy lejos: el Jardín de Verano, el Ermitage, el Campo de Marte. Mis padres rara vez salían a dar un paseo, ni juntos ni separados, ni siquiera cuando eran más jóvenes. Después de pasarse el día entero de pie, a mi padre lo que menos le apetecía era patearse las calles. En cuanto a mi madre, después de pasarse ocho horas en una oficina y del tiempo que pasaba de pie en las colas, estaba con las mismas ganas que él, aparte de que en casa tenía que hacer un montón de cosas. Si me aventuraba a salir, era sobre todo para asistir a alguna reunión familiar (un cumpleaños, un aniversario de boda) o para ir al cine, rara vez al teatro.

Después de pasar casi toda mi vida a su lado, había perdido la conciencia de su edad. Ahora que mi memoria se mueve como una lanzadera entre diferentes décadas, veo a mi madre asomada al balcón contemplando la figura pesada de su esposo y murmurando como para sus adentros:

– Un verdadero vejestorio, eso es lo que eres: un vejestorio.

Y oigo a mi padre que dice:

– Estás decidida a llevarme a la tumba… -frase con la que se terminaban sus peleas en los años sesenta, en lugar del portazo y del ruido de pasos que se alejaban, típicos de diez años antes.

Cuando me afeito, veo en mi barbilla los pelos entre grises y plateados de la suya.

Si mis pensamientos gravitan ahora en torno a sus imágenes en la vejez, posiblemente el hecho tenga que ver con aquella treta de la memoria que hace que se conserven mejor las últimas impresiones. (Añádase a esto nuestra afición a la lógica lineal, al principio de la evolución, y la invención de la fotografía resulta inevitable.) Pero me parece que mi camino hasta aquí, hasta la vejez, desempeña también una función: es raro que uno sueñe con su infancia, en los tiempos en que, por ejemplo, tenía doce años. Si tengo alguna noción del futuro, es a través de su apariencia que la obtengo, porque ellos son para mí el «Kilroy estuvo aquí» de mi mañana, por lo menos desde el aspecto visual.