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Como la mayoría de los hombres, me parezco más a mi padre que a mi madre. Pero cuando era niño pasaba más tiempo con ella, en parte a causa de la guerra y en parte por la vida nómada que mi padre tuvo que llevar después. Ella me enseñó a leer cuando yo tenía cuatro años y presumo que la mayoría de mis gestos, entonaciones de voz y poses son de ella. Y también algunas de sus costumbres, entre ellas la de fumar.

Para la media rusa, era bastante alta, un metro sesenta, rubia y más bien regordeta. Tenía el cabello de una tonalidad rubia oscura y toda su vida lo llevó corto, y sus ojos eran grises. Se sentía especialmente orgullosa de que yo hubiera heredado su nariz recta, casi romana, en lugar del espléndido pico curvado que mi padre tenía por nariz, que la tenía fascinada.

– ¡Ah, ese pico! -decía puntuando con pausas las palabras-. Esos picos… -pausa- se venden en el cielo… -pausa- a seis rublos la pieza.

Pese a su semejanza con uno de los perfiles de los Sforza, pintado por Piero della Francesca, el pico era evidentemente judío, por lo que ella tenía motivos sobrados para estar contenta de que yo no lo tuviera.

Pese a su nombre de soltera (que conservó después de casada), el «párrafo quinto» desempeñó en relación con ella un papel menos importante que de costumbre, y ello debido a su apariencia. Era una mujer positivamente atractiva, del estilo imperante en el norte de Europa, y aún diría mejor, báltico. En cierto sentido, fue una ventaja: no tuvo problemas para encontrar trabajo, por esto tuvo que trabajar toda su vida. Seguramente que, al no haber conseguido disfrazar sus orígenes pequeño-burgueses, tuvo que renunciar a sus esperanzas de cursar estudios superiores, lo que la obligó a pasarse la vida desempeñando distintos oficios, desde secretaria a contable. Pero la guerra trajo consigo un cambio: pudo trabajar como intérprete en un campo de prisioneros de guerra alemanes y obtuvo la graduación de alférez dentro de las fuerzas del Ministerio del Interior. Cuando Alemania firmó la rendición, se le ofreció la posibilidad de promocionarse y de hacer carrera en el ministerio. Pero como no se sentía con deseos de afiliarse al Partido, declinó el ofrecimiento y decidió volver a sus gráficos y a su ábaco.

– En primer lugar, no me apetece tener que saludar militarmente a mi marido -había dicho a su superior-, y no quiero convertir mi armario ropero en un arsenal.

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La llamábamos «Marusia», «Mania», «Maneczka», que eran los diminutivos que le daban mi padre y sus hermanas, y «Masia» o «Kisa», que eran invenciones mías. Con el paso de los años, fueron imponiéndose estos últimos, e incluso mi padre se dirigía a ella con esos nombres. A excepción de «Kisa», los demás apodos eran diminutivos de su nombre de pila, María. «Kisa» es un nombre ligeramente cariñoso que suele aplicarse a las gatas y, durante un cierto tiempo, mi madre se resistió a que le diéramos aquel nombre.

– ¡No te atrevas a llamarme así! -gritaba, indignada-. Y deja de una vez de usar todos esos nombres de felinos o acabarás teniendo cerebro de gato.

Esto era un reflejo de mi afición a pronunciar, de niño, ciertas palabras con las vocales adecuadas para ese tratamiento, de la manera que lo haría un gato. «Carne» era una de ellas. Cuando yo tenía quince años, en mi casa los maullidos eran abundantes. Mi padre demostró una susceptibilidad positiva ante esta afición mía y así fue cómo empezamos a interpelarnos mutuamente o a hacer mutua referencia a nuestras respectivas personas con el apelativo de «gato grande» y «gato pequeño». Nuestro espectro emocional quedaba sustancialmente cubierto con maullidos, miaus y mayidos: aprobación, duda, indiferencia, resignación, confianza. Gradualmente también mi madre también empezó a servirse de ellos, si bien lo hacía principalmente para demostrar desinterés.

Pero «Kisa» le quedó adjudicado de manera definitiva, sobre todo cuando se hizo muy vieja. Rotunda, arropada con un par de chales de tonalidad marrón, con aquella expresión de su rostro tan amable y dulce, parecía entonces muy mimosa y, al mismo tiempo, como encerrada en sí misma. Daba la impresión de que, de un momento a otro, se pondría a ronronear, pero en vez de hacerlo, preguntaba a mi padre:

– Sasha, ¿has pagado la electricidad este mes?

O decía, sin dirigirse a nadie en particular:

– La semana que viene nos toca limpiar el apartamento.

Esto quería decir que había que fregar y restregar los suelos de los corredores y de la cocina, así como limpiar el cuarto de baño y el retrete. Si no se dirigía a nadie en particular era porque sabía que le tocaría hacerlo a ella.

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Cómo se las arreglaron para llevar a cabo todas aquellas obligaciones, y sobre todo estas limpiezas, durante los doce años en los que no viví con ellos es cosa de la que no tengo la menor idea. Mi salida de casa significaba, naturalmente, una boca menos que alimentar, aparte de que de vez en cuando hubieran podido también pagar a una persona para que hiciera ese tipo de trabajos. Sin embargo, sabiendo cuál era su presupuesto (dos pensiones exiguas) y conociendo el carácter de mi madre, dudo que lo hicieran. Por otra parte, esta práctica es rara en los apartamentos comunitarios: después de todo, el sadismo natural de los vecinos necesita una cierta satisfacción. Un pariente sería tolerado, no una persona alquilada.

Pese a que con mi salario de la universidad me convertí en un Creso, no querían oír hablar siquiera de cambiar dólares americanos por rublos. Por un lado consideraban un robo el cambio oficial y, por otro, eran un tanto melindrosos o tenían miedo de entablar relaciones con el mercado negro. Tal vez esa última razón fuera la de más peso: se acordaban de que sus pensiones habían sido canceladas en 1964, cuando fue dictada contra mí una sentencia de cinco años, y de que entonces tuvieron que volver a buscar trabajo. Así es que opté por enviarles primordialmente ropas y libros de arte, porque sabía que éstos alcanzaban precios muy elevados entre los bibliófilos.

Las ropas les encantaban, especialmente a mi padre, que fue siempre una persona a la que le gustaba vestir bien y, en cuanto a los libros de arte, se los quedaban para ellos: para contemplarlos a sus setenta y cinco años, después de restregar los suelos comunitarios.

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Sus gustos en materia de lectura eran muy conservadores y las preferencias de mi madre se inclinaban por los clásicos rusos. Ni ella ni mi padre tenían opiniones definidas sobre literatura, música ni arte, pese a que en su juventud habían conocido personalmente a un gran número de escritores, compositores y pintores de Leningrado (Zoschenko, Zabolotski, Shostakovich, Petrov-Vodkin). Eran simplemente lectores -lectores nocturnos, para ser más preciso- y tenían un gran interés en renovar sus carnets de socios de la biblioteca. Al volver del trabajo, mi madre llevaba siempre en su bolsa de red, llena de patatas o de coles, un libro tomado en préstamo en la biblioteca, envuelto en papel de periódico para evitar que se ensuciase.

Fue ella la que me sugirió, cuando yo tenía dieciséis años y trabajaba en la fábrica, que me inscribiera en la biblioteca pública, y no creo que lo único que tuviera entonces en la cabeza fuera impedir que vagabundeara de noche por las calles. Por otra parte, tengo entendido que a ella le hubiera gustado que yo fuera pintor. Sea lo que fuere, las salas y corredores de aquel antiguo hospital, enclavado en la orilla derecha del río Fontanka, fueron el principio de mi vocación. Todavía recuerdo cuál fue el primer libro que, por consejo de mi madre, solicité de la biblioteca: Gulistan (El jardín de las rosas), del poeta persa Saadi. Descubrí entonces que mi madre era muy aficionada a la poesía persa. El libro siguiente que pedí, éste por cuenta propia, fue La maison Tellier, de Maupassant.