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Que quisieran verme de nuevo antes de morir no tiene nada que ver con un deseo o un intento de eludir aquella explosión. Ellos no querían emigrar, no querían vivir los últimos días de su vida en América. Se sentían demasiado viejos para cambiar, y América, a lo sumo, era simplemente el nombre de aquel lugar donde podían ver a su hijo, un lugar que sólo cobraba realidad en la duda acerca de si serían capaces de hacer el viaje en caso de que se les permitiera hacerlo. Y sin embargo, ¡cuántas tretas estaban dispuestos a hacer con toda la chusma encargada de concederles el permiso aquellos dos pobres y frágiles viejos! Mi madre solicitaría un visado para ella sola, al objeto de indicar que no pretendía huir a los Estados Unidos, que su marido se quedaba como rehén, como garantía de su regreso. Más tarde cambiarían los papeles: estarían algún tiempo sin solicitar permiso, haciendo como que habían perdido interés o pretendiendo demostrar a las autoridades que comprendían cuan difícil debía resultarles tomar una decisión cualquiera dadas las relaciones entonces existentes entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Después solicitarían simplemente una estancia de una semana en los Estados Unidos o un permiso para trasladarse a Finlandia o a Polonia. Después irían a la capital para tener una entrevista con lo que en aquel país se tenía por presidente y llamarían a todas las puertas de los ministerios interiores y exteriores. Pero todo sería en vano: el sistema, desde la cabeza hasta los pies, no cometía nunca una sola falta. En lo que a sistemas se refiere, puede estar orgulloso de sí mismo. La falta de humanidad siempre es más fácil de estructurar que cualquier otra cosa. Rusia no ha tenido que importar nunca las directrices necesarias para imponer esa actitud. De hecho, el único camino que tiene ese país para hacerse rico es exportarla.

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Y esto es lo que hace, en un volumen que crece de día en día. Con todo, a uno le queda el consuelo, o la esperanza, de que, si no la última carcajada, por lo menos la última palabra, corresponde al código genético de cada cual. Por esto estoy agradecido a mi madre y a mi padre, no sólo por haberme dado la vida, sino también por no haber educado a su hijo como un esclavo. Procuraron lo mejor que supieron -aunque sólo fuera para preservarme contra la realidad social en la que había nacido- hacer de mí una persona fiel y obediente al estado. Que no supieran hacerlo, que tuvieran que pagar con el hecho de que la mano anónima del estado, no la de su hijo, les cerrara los ojos, no da testimonio de su negligencia sino de la calidad de sus genes, cuya fusión engendró a un ser que el sistema encontró suficientemente extraño para expulsarlo. Y ahora que lo pienso, ¿qué otra cosa podía esperarse de su respectiva capacidad de aguante?

Si esto suena a fanfarronada, dejémoslo así. La mezcla de sus genes es digna de cualquier fanfarronada, aunque sólo sea por haber demostrado ser capaz de resistir al estado. Y no un estado cualquiera, sino el Primer Estado Socialista de la Historia de la Humanidad, como gusta de etiquetarse: el estado específicamente versado en la combinación de genes. Esta es la razón de que sus manos estén siempre mojadas en sangre, debido a sus experimentos en el campo de aislar y paralizar la célula responsable de la fuerza de voluntad del ser humano. Así pues, dado el volumen de exportación del estado, si uno quiere hoy formar una familia, debe pedir algo más que el grupo sanguíneo o las arras a su posible cónyuge: debe pedirle su adn. Y quizá ésa sea la razón que explique por qué ciertos pueblos miran de reojo los matrimonios mixtos.

Conservo dos fotografías de mis padres tomadas en su juventud, en los años veinte. El está en la cubierta de un buque de vapor: un rostro sonriente, despreocupado, con una chimenea al fondo; ella, en el estribo de un vagón, agitando modestamente su mano enguantada, con los botones del revisor del tren detrás de ella. Ninguno de los dos es consciente de la existencia del otro; ninguno de los dos, por supuesto, soy yo. Por otra parte, es imposible percibir a nadie con una existencia objetiva o física fuera de la propia piel de uno, como parte de ti mismo. Como dice Auden, «… pero mamá y papá / no eran dos personas más». Y aunque no pueda volver a vivir su pasado, ni siquiera la más mínima parte posible de ninguno de los dos, ¿qué puede impedirme, ahora que no existen objetivamente fuera de mi piel, verme como la suma de los dos, como su futuro? Así, por lo menos, son tan libres como cuando nacieron.

¿Debo cobrar ánimo entonces y pensar que estoy abrazando a mi madre y a mi padre? ¿Debo atenerme al contenido de mi cerebro para saber qué ha quedado de ellos en la tierra? Posiblemente. Posiblemente soy capaz de esta proeza solipsista. Y supongo que es posible que no resista la reducción de su alma a las dimensiones de la mía, más pequeña que la suya. Tal vez podría hacerlo. ¿Debería lanzar un maullido para mis adentros después de pronunciar el nombre de «Kisa»? ¿En cuál de las tres habitaciones que actualmente ocupo debería meterme para que ese maullido fuera convincente?

Yo soy ellos, qué duda cabe. Yo soy ahora nuestra familia. Sin embargo, ya que nadie conoce el futuro, dudo que hace cuarenta años, una noche de septiembre de 1939, cruzara su mente la idea de que estaban concibiendo su libertad. Seguramente que, a lo sumo, pensaban en tener un hijo, en fundar una familia. Eran jóvenes, y por añadidura libres, y no sabían que en el país donde habían nacido habría un estado que decidiría qué familia constituirá uno o incluso si iba a constituirla. Cuando se dieron cuenta de cuál era la situación, ya era demasiado tarde para hacer nada y no quedaba otra cosa que la esperanza. No hicieron otra cosa hasta que murieron: esperar. Puesto que eran personas orientadas hacia la familia, no podían hacer otra cosa más que esperar, planificar, intentar…

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Por su propio bien, me gustaría pensar que no dejaron que sus esperanzas rayaran a demasiada altura. Tal vez mi madre cayera en esto pero, si fue así, esta postura tuvo que ver con su propia dulzura, pese a que mi padre no debía perder ocasión para señalárselo. («No hay nada que compense menos, Marusia -solía replicarle-, que hacer proyectos.») En cuanto a él, recuerdo que una tarde soleada fuimos juntos al Jardín de Verano cuando yo tenía ya veinte o quizá diecinueve años. Nos paramos ante la glorieta de madera donde la Banda de la Marina estaba interpretando viejos valses, puesto que él quería sacar unas cuantas fotografías de la banda. Aquí y allá había estatuas de mármol blanco, sobre las que se proyectaban sombras de dibujos que las situaban entre la cebra y el leopardo, mientras la gente paseaba lentamente sobre la grava que cubría el suelo, los niños gritaban junto al estanque y nosotros hablábamos de la guerra y de los alemanes. Contemplando la banda, me encontré sin saber cómo preguntándole qué campos de concentración eran peores en su opinión, si los nazis o los nuestros.

– En lo que a mí respecta -fue su respuesta-, preferiría ser quemado ahora mismo en la hoguera que morir de una muerte lenta y descubrir un sentido al procedimiento empleado.

Y continuó sacando fotografías.

(1985)

EPILOGO

JOSEPH BRODSKY, EL POETA Y LA ROSA

Por Antoni Munné

Cuando el 22 de octubre de 1987, el tercer jueves, la Academia sueca anunciaba la concesión del Premio Nobel de Literatura al poeta norteamericano de origen ruso Joseph Brodsky «por una producción literaria de excepcional envergadura, provista de valor intelectual e intensidad poética», no sólo premiaba la obra de uno de los más jóvenes galardonados de todos los tiempos (cuarenta y siete años), sino también la de un escritor que lleva inscrita en su biografía una convergencia de dos de las tradiciones culturales más importantes: la rusa y la anglosajona. Porque, si bien es cierto que, como señalaba el comunicado de la Academia Sueca, Brodsky es un escritor «perteneciente a la tradición clásica rusa, cuyos predecesores son Pushkin y Boris Pasternak», no es menos cierto que las peculiares vicisitudes que han conformado su trayectoria vital tenían que redundar beneficiosamente en una ampliación de los registros de su discurso intelectual, al pasar a formar parte de las influencias que se han dejado sentir en su obra las obras de poetas occidentales como Kavafis o Móntale, y sobre todo la riquísima herencia de la lírica anglosajona, entre cuyos máximos mentores deberíamos señalar a Robert Frost y, a un nivel mucho mayor, W. H. Auden.