El servicio en el ejército soviético dura de tres a cuatro años y nunca me he encontrado a nadie cuya psique no hubiera quedado mutilada como resultado de la camisa de fuerza mental impuesta por la obediencia, a excepción, quizá, de los músicos que tocan en las bandas militares y de dos conocidos lejanos que se pegaron un tiro en 1956, en Hungría, donde desempeñaban la función de jefes de tanque. Es el ejército el que acaba haciendo de ti un ciudadano; sin él todavía te queda la posibilidad, por remota que sea, de seguir siendo un ser humano. Si hay razones para que me enorgullezca de mi pasado se basan en que me convertí en presidiario, no en soldado. Si me perdí la jerga militar -que era lo que más me preocupaba-, fui generosamente reembolsado con el argot criminal.
Con todo, los barcos de guerra y los aviones eran bellos y cada año su número iba en aumento. En 1945, las calles se llenaron de camiones y jeeps «Studebekker» con una estrella blanca en las puertas y en el capó: material americano que habíamos obtenido en préstamo y arriendo. En 1972 vendíamos urbi et orbi este tipo de cosas. Si durante este período el nivel de vida aumentó de un 15 a un 20 por ciento, el aumento en la producción de armas podría expresarse en decenas de millares por ciento, aumento que seguirá creciendo, puesto que es la única cosa real que tenemos en ese país, el único campo tangible para avanzar, y también porque la extorsión militar, es decir, el aumento constante en la producción de armamento, perfectamente tolerable dentro del marco totalitario, puede debilitar la economía de cualquier adversario democrático que trate de mantener un equilibrio. La acumulación militar no es ninguna locura, sino que es la mejor arma de que uno dispone para condicionar la economía del adversario, cosa de la que se han dado perfecta cuenta en el Kremlin. Cualquiera que tuviera como objetivo el dominio del mundo haría lo mismo. Las alternativas son impracticables (competición de tipo económico) o demasiado alarmantes (el uso real de dispositivos militares).
Por otra parte, el ejército corresponde a la idea que un campesino se hace del orden. No hay nada tan tranquilizador para un hombre medio como la imagen de los soldados desfilando ante los miembros del Politburó, de pie en lo alto del Mausoleo. Supongo que nunca le ha pasado por la cabeza a nadie que hay un cierto matiz de blasfemia en eso de permanecer de pie sobre la tumba de una reliquia sagrada. La idea, supongo, es la de un continuum, y lo triste de esas figuras que están en lo alto del Mausoleo es que realmente se unen a la momia en el desafío del tiempo. O se las ve en vivo por televisión o en fotografías de mala calidad, reproducidas por millones, en los periódicos oficiales. Como los antiguos romanos, que se relacionaban con el centro del Imperio haciendo que la vía principal de sus colonias discurriera siempre de norte a sur, los rusos mantienen la estabilidad y el carácter previsible de su existencia a través de estas fotografías.
Cuando trabajaba en la fábrica, almorzábamos en el patio; unos se sentaban y desenvolvían los bocadillos, otros fumaban o jugaban a voleibol. Había allí un pequeño parterre de flores, rodeado por una valla de madera de tipo corriente: una hilera de palos de medio metro de altura, separados por espacios de cinco centímetros y unidos por un listón del mismo material, todo pintado de verde. La valla estaba cubierta de polvo y hollín, al igual que las flores encogidas y marchitas del parterre cuadrado. Dondequiera que uno fuera dentro de aquel imperio, encontraría siempre aquella misma valla. Está prefabricada, pero, aun en el caso de que la gente tuviera que construirla con sus manos, también seguiría el modelo prescrito. Cierta vez fui al Asia Central, a Samarcanda, donde me sentí enardecido por las cúpulas turquesa y los enigmáticos ornamentos de las madrasas y los minaretes. Todo estaba allí, pero de pronto vi aquella valla, con su ritmo idiota, y sentí que mi corazón se encogía y que el Oriente se desvanecía. La reiteración a pequeña escala, como si de un peine se tratara, de aquellos finos palitos aniquiló inmediatamente el espacio -al igual que el tiempo- existente entre el patio de la fábrica y la antigua sede de Kubilai Jan.
No hay nada más alejado de esos palos que la naturaleza, cuyo verdor imitan estúpidamente con su pintura. Esos palitos, el hierro gubernamental de las barandillas, el caqui inevitable de los uniformes militares en todas las multitudes que pasan por todas las calles de todas las ciudades, las eternas fotografías de las fundiciones de acero en todos los periódicos de la mañana y el eterno Chaikovski por la radio son cosas que enloquecerían a cualquiera si no aprendiera los mecanismos de desconexión. En la televisión soviética no hay publicidad, hay fotografías de Lenin o las llamadas foto-estudio de la «primavera», el «otoño», etc., en los intervalos entre programas, aparte del burbujeo de una música «ligera» que no tiene compositor y que es producto del propio amplificador.
En aquel tiempo no sabía todavía que todo esto era fruto de la edad de la razón y del progreso, de la era de la producción masiva, y lo atribuía al estado y en parte a la propia nación, tenidos por algo que no exige imaginación. De todos modos, creo que no estaba del todo equivocado. ¿No debería ser más fácil ejercer y distribuir la cultura en un estado centralizado? Teóricamente, un gobernante tiene más acceso a la perfección (que en cualquier caso reclama) que un diputado. Rousseau defendía ese punto de vista. ¡Lástima que no hubiera trabajado en Rusia! Ese país, con su lengua magníficamente declinada, capaz de expresar los matices más sutiles de la psique humana, con una increíble sensibilidad ética (fruto positivo de su historia, por otra parte trágica), tenía todos los ingredientes de un paraíso cultural y espiritual, un auténtico receptáculo de civilización. En lugar de ello, se ha convertido en un infierno de monotonía, con un dogma materialista y ruin y de patéticos aspirantes a consumidores.
Sin embargo, mi generación se libró en cierto modo de ese tipo de cosas. Nosotros salimos de debajo de los escombros de la posguerra cuando el estado estaba demasiado atareado, poniéndose parches en la piel, para ocuparse de nosotros. Ingresamos en la escuela y, por muy excelsa que quisiera ser la basura que allí se nos enseñaba, el sufrimiento y la pobreza eran visibles a nuestro alrededor. No se puede tapar la ruina con una página de Pravda. Las ventanas vacías nos miraban, atónitas, como órbitas de cráneos y, pese a ser unos niños, palpábamos la tragedia. Ciertamente que no podíamos establecer una relación entre nosotros y las ruinas, pero no era necesario: eran lo bastante evidentes como para cortarnos la risa. Después reanudaríamos las risas, de manera absolutamente estúpida…, y todavía habría otra reanudación. En aquellos años de posguerra sentíamos una extraña intensidad en el aire, algo inmaterial, casi fantasmal. Éramos jóvenes, éramos niños. Disponíamos de muy pocas cosas, pero como no habíamos conocido nada más, no nos importaba. Las bicicletas eran viejas, databan de antes de la guerra, y si alguno tenía una pelota de fútbol era considerado un burgués. Las chaquetas y la ropa interior que llevábamos habían sido confeccionadas por nuestras madres con los uniformes y los calzoncillos remendados de nuestros padres: mutis de Sigmund Freud. Debido a esto, no conocíamos el sentido de la posesión. Y las cosas que poseímos después estaban mal hechas y eran feas. En cierto modo, preferíamos las ideas de las cosas a las cosas mismas, pese a que no nos gustaba lo que veíamos en el espejo cuando nos mirábamos en él.