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«Es que todo esto no es más que…», y cogió con dos dedos las piernas del escriba las miró al derecho y al revés como quien mira una rana muerta y no terminó la frase.

Mucho me temo que Casares había calculado que iba a ofrecerle algo muy parecido a la máscara funeraria de Tutankamón, colega suyo en la prosperidad, de modo que todo aquello que estaba extendido sobre la mesa no podía considerarlo él sino escombros. De todas formas, se veía que el hombre estaba por agradar y me pidió precio por el lote. Cuando se lo di, se echó las manos a la cabeza, bufó, sonrió con amargura y me dijo que por la mitad de ese dinero podría comprar como esclavo al presidente electo de Argentina, y que aún le sobraría para ponerle una argolla de oro de medio kilo en la nariz.

Fui envolviendo las piezas, contrariado no tanto por el hecho de no haber culminado el negocio como por no haber adivinado que aquel iba a ser un negocio fallido, pero se ve que nadie hila con finura cuando le apremia la necesidad de dinero, esa materia mágica que huye cuando se la persigue, al igual que el amor, los pájaros y el mercurio.

Casares insistía en que me tomase algo. «¿Un whisky? ¿Un vermut?… ¿No?» Creo que faltó muy poco para que me regalase un par de billetes, porque se le notaba apurado por el mal rumbo que había tomado la transacción y compadecido de aquel buhonero que había intentado venderle cosas rotas.

Me dijo que no podía negarme a comer con él. Y, bueno, comer había que comer, y eso al menos que me ahorraba. Asumida la secuencia desgraciada de los acontecimientos, daba ya igual, así que a comer nos fuimos.

Delante de unos platos suculentos, aunque para mi gusto muy especiados, Casares me habló de su vida, a la que el mucho dinero no había logrado sacudir de tenebrismo: los problemas de conciencia con respecto a sus padres, el secuestro y asesinato de su socio, su fracaso matrimonial, el desengaño cíclico que le proporcionaban sus novias oportunistas, la conducta irresponsable de sus dos hijos… El repertorio.

De repente, y dado que el ánimo tiene un instinto pasmoso de supervivencia, me alegré de no haberle vendido nada, porque dos castigados se deben respeto mutuo. Era un pobre hombre ahogado en plata y en whisky, pero con el corazón en sombra. Mejor que se gastase el dinero comprando bibelots y baratijas por ciudades lejanas. Mejor que no nos hubiésemos cruzado nunca por un azar disfrazado de overbooking.

A los postres, mientras observaba a Casares trocear una cuña de melón con el movimiento asimétrico de sus brazos, analicé mi papeleta: «Estoy en Córdoba, con un maletín lleno de chatarra egipcia, sentado frente a un millonario argentino al que no volveré a ver y que me ha invitado a almorzar por el simple hecho de que no he conseguido estafarlo», y sentí pena, en definitiva, de mí mismo, esa modalidad amable de la pena a la que solemos recurrir para recuperar un poco de orgullo en casos extremos de indignidad, o al menos para cambiar una indignidad por otra.

Casares bebió mucho vino durante la comida, y luego se animó con el whisky, lo que acabó poniéndole la lengua espesa, el ánimo turbio y la memoria en carne viva: «¿Conoces mi mayor desgracia?». Y yo no sabía adónde mirar, porque, ante las confidencias íntimas de los desconocidos, te sientes como si acabaran de volcarte un bote de pintura roja en la cabeza.

En cuanto pude, me despedí de Casares y de su epopeya de pesadumbre con un apretón de manos. Me dio su tarjeta. Se empeñó en regalarme un mechero y yo me empeñé en convencerle de que no fumo, aunque al final me vi obligado a aceptarlo: SUMINISTROS CASARES. Por último, me animó a que fuese a Rosario cuando quisiera, que su casa era mi casa, que las mujeres de allí eran hermosas y alegres, que él era allí el emperador.

En el tren de vuelta, vi cómo se caía el sol con su tramoya barroca allá en el teatro barroco del horizonte, y con esas prestidigitaciones celestes me distraje, para no pensar.

4

La investigación de tía Corina.

Resultados de esa investigación.

La casta de los cobardes.

El baúl de los iconos.

Cuando llegué a casa, tía Corina estaba fortificada entre libros. «¿Qué tal ha ido todo? ¿Mal o muy mal?» Le di el informe melancólico que podía darle y me aseguró que todavía no había nacido el turista argentino al que lograra colocar nada de aquello. «Mejor que hubieras intentado venderle un traje de torero del siglo XII. Cada cliente es igual que una cerradura y hay que llevar la llave que la abre, no la que la cierra.» Y tenía razón, como siempre.

«¿Qué lees?» Tía Corina estaba documentándose sobre los Reyes Magos, porque su curiosidad es la cosa más viva que conozco. Me sumé a su tarea, y en aquellos rastreos y pesquisas se nos fue la noche, entretenidos en los meandros de la trama legendaria.

Por si acaso fuese del interés de ustedes, me tomo la libertad de resumirles la información que logramos reunir, a veces de fuentes poco fiables por inexactas o por fantasiosas, pues lo mismo consultábamos libros de lumbreras que de embaucadores, de sabios que de sabelotodos:

a) aquellos magos no existieron (algo que los niños descubren en torno a los ocho años: dejan de oír esas babuchas sigilosas que se arrastran por el pasillo durante la madrugada del 6 de enero, dejan de oír el frufrú rígido de las capas polvorientas);

b) en la Biblia sólo se les menciona, muy de pasada, en el evangelio de san Mateo (2, 1-12), donde son presentados como «sabios de Oriente», sin especificar su número, aunque algunos comentaristas se apresuran a deducir que son tres por ser tres las ofrendas: mirra, incienso y oro, cuya simbología, por cierto, da pie a complicadas interpretaciones que no vienen al caso;

c) si hemos de creer al pie de la letra -que es una mala forma de creer- lo que se nos cuenta en ese evangelio, aquellos sabios se fueron un poco de la lengua al informar al asustadizo Herodes de que en Belén acababa de nacer el rey de los judíos, puesto que su imprudencia los convirtió en causantes involuntarios de la llamada «matanza de los inocentes», que algunos cifran, mediante un cálculo del todo descabellado, en ciento cuarenta y cuatro mil recién nacidos degollados por mandato de Herodes;

d) en el protoevangelio de Santiago (XXI, 1-4) se nos ofrece una versión casi idéntica del relato que encontramos en el evangelio de san Mateo, mientras que en el evangelio del pseudo Mateo (XVI, 1-2) se nos asegura que aquellos magos orientales llegaron a Jerusalén dos años después del nacimiento de Jesús, de modo que, con arreglo a esto, Herodes debió de ordenar la matanza de niños de más o menos dos años de edad, ya que hubiera sido un derramamiento inútil de sangre el hecho de pasar a cuchillo a los recién nacidos, al no poder hallarse entre ellos el futuro rey de los judíos que la profecía de Balaam relacionaba con el advenimiento de una estrella;

e) según parece, ninguno de los llamados padres de la Iglesia asegura que aquellos tres nómadas fuesen reyes (aunque Tertuliano, azote de herejes, los supone de estirpe real, en lo que coincide con el obispo san Cesario de Arles, defensor de la flagelación como método disciplinar para las monjas traviesas), y hay quien sospecha que la palabra «sabios», en los textos originales, deriva del griego màgoi y del latín magi, palabras que a su vez derivarían de la palabra persa magù (que a su vez derivaría de la palabra avéstica mogu, relacionada con la palabra sánscrita mahat), nombre que se daba a los sacerdotes del culto a Zoroastro, aunque no falta quien supone que fueron sacerdotes de Mitra, el dios solar (a saber);