Nos sorprendió el amanecer en esas faenas, amasando humo, y nos retiramos a dormir con la imaginación acelerada, que es mala cosa para el sueño.
Pero el sueño, aunque tarde, siempre llega y creo recordar que soñé que estaba muy sediento, que tenía un vaso de agua delante y que me resultaba imposible llevármelo a los labios. (Algo así, no sé, como la metáfora onírica de un desierto.) (O bien lo que un freudiano disponga, claro está.)
Cuando me levanté, más allá del mediodía, tía Corina había reemprendido la investigación, y allí estaba ella, tonificada por la ginebra y por la curiosidad, otra vez entre libros, con las gafas en la punta de la nariz. «Se nos ha pasado por alto algo fundamental.» Hice una interrogación con los hombros. «Todo el mundo sabe que el noventa y ocho por ciento de las reliquias que circulan por el mundo son falsas, de acuerdo. Pero ¿para qué puede querer alguien unos huesos que vete a saber de quiénes son? Si está claro que los Reyes Magos no existieron, ¿cómo pueden existir los huesos de los Reyes Magos y cómo puede existir alguien interesado en poseer los huesos de los Reyes Magos?»
Era una pregunta doble que me había hecho a mí mismo en el preciso instante en que Sam Benítez me planteó la oferta de trabajo, pero aún no tenía respuesta. Ni siquiera Sam la tendría, porque él no era más que un intermediario, ajeno a la esencia de los caprichos de la clientela, que a menudo resultan insondables. Pero el sentido común nos advierte de que el mundo es un raro lugar habitado por gente más rara que el mundo mismo, circunstancia que vuelve posible cualquier cosa improbable y que vuelve probable cualquier cosa imposible, y de ahí tal vez la condición circense de la vida. «¿Quizá una organización de delincuentes infantiles? Dime tú, por favor», bromeó tía Corina mientras pasaba el dedo por el párrafo del libro II de la Historia natural de Plinio, en el que da fe de que sus contemporáneos de Roma adivinaron a un dios en una estrella que tenía forma humana.
Una de las pocas personas que vienen a casa es Lolo Letaud, asceta cincuentón que fue profesor de griego y de latín en un instituto hasta que, hará cosa de un lustro, se desengañó de la pedagogía al advertir un factor básico de incompatibilidad entre el ablativo absoluto y los abalorios de plata que adornaban las orejas, las narices, el ombligo y los labios de su alumnado, al que Hélade le parecía un nombre de discoteca y al que los poemas de Virgilio le sonaban a jerga de tribu antropofágica, por no hacer mención siquiera de lo que sacaban en claro aquellos pupilos de una explicación relativa a los misterios de Eleusis, por ejemplo, porque Lolo se resistía a limitarse a la enseñanza de la lengua y procuraba ganarse a su clientela adolescente con esoterismos y mitologías, aunque ni por esas.
Tía Corina conoció por casualidad a Lolo Letaud hace un par de años en la librería La Atlántida, ante la pequeña sección de clásicos grecolatinos. Entablaron conversación, y hasta hoy.
Como nadie vive del aire, aunque él lo intenta a brazo partido, Lolo Letaud anda empeñado desde que abandonó la enseñanza en escribir una novela de éxito popular, acogida al patrón moderno de los quimerismos históricos, y se dedica a manosear los temas que alimentan esa industria: la herejía catara, el Grial, los enredos templarios, las intrigas vaticanas o los manuscritos del mar Muerto, entre otros, todos ellos mezclados con exotismos científicos y con piruetas criptológicas. Pero el problema de Lolo Letaud es que siempre hay algún autor que se anticipa a las intrigas que él concibe, quemándole así sus invenciones, y se ve obligado a abandonar el proyecto en el cénit de la inspiración y el entusiasmo. «Yo tengo mala suerte Jacob. Y no deja de ser una cosa misteriosa la mala suerte, ¿verdad? Una especie de voluntad averiada», y le digo que sí, por no saber qué otra cosa decirle.
Las novelas inconclusas de Lolo Letaud forman una pila marchita de tramas descabelladas y trepidantes en las que se funde la historia con el delirio, el ocultismo con el espionaje y la solemnidad, en fin, con la subliteratura. Aunque me duele decirlo, su prosa tiene una cualidad grumosa, porque se le enredan las palabras a la hora de ponerlas en orden, así las tuviese muy claras en el pensamiento, que es una patología muy frecuente entre los aspirantes a la gloria literaria, de modo que, tras leer varios párrafos suyos, acabas siempre descolocado, ya que sus grumos sintácticos te trastornan un poco la cabeza, y no sabes bien en qué lío verbal estás metiéndote, que es algo que la mayoría de la gente sólo les tolera a los filósofos y a los redactores de los manuales de instrucciones de los electrodomésticos, que tienen en común la obligación de divulgar lo incomprensible.
Lolo Letaud viene a casa de vez en cuando por tres motivos: para ponernos al tanto de un nuevo proyecto, para leernos algún capítulo de una novela en marcha o para lamentarse de que le han pisado la idea.
Consulta Lolo con tía Corina los pormenores eruditos de sus ficciones, así como el radio imaginativo de tales ficciones, que jamás es radio corto. Por ejemplo: «¿Qué te parece si empariento a María Magdalena con Mahoma? De ese modo, dando por hecho que María Magdalena tuvo descendencia con Jesús, quedarían unidos los dos grandes linajes del islam y del cristianismo… Sería mi aportación a la Alianza de Civilizaciones». Y tía Corina enarca entonces una ceja, atónita ante aquellos desparpajos, y le dice que le parece una ocurrencia inmejorable, sin duda porque sabe que nunca la llevará a término, por esa desventura que persigue a Lolo Letaud de que siempre haya algún novelista que se anticipe a los vuelos de su musa dislocada.
«¿No se te ha ocurrido nunca escribir una novela sobre los Reyes Magos?», le preguntó tía Corina, porque ella anda preocupada por el día a día de Lolo, que vive de lo que le da el Estado por estar deprimido y de la pensión de su madre, que se pasó media vida limpiando un cine y una caja de ahorros para que su hijo pudiera colgar de la pared un título de licenciado en unas materias que ella no alcanza todavía ni a entender lo que son. «¿Los Reyes Magos?» Lolo Letaud se quedó meditabundo, hasta que se le iluminó la cara. «Es una idea aprovechable.» Tía Corina le advirtió de la existencia de una novela de Michel Tournier sobre el asunto, pero que eso no suponía un obstáculo, y era cierto, porque la obra del francés consiste en una mera reconstrucción legendaria, y la corriente intelectual de nuestros días prefiere las novelas que se sitúan en un marco contemporáneo para indagar en arcanos pretéritos, con el apoyo de todos los avances científicos y tecnológicos de los que pueda uno echar mano. «Además, la novela del pobre Tournier arranca de la peor manera posible: "Soy negro, pero soy rey", de lo que se deduce que no habla un rey negro del siglo I, sino un francés del siglo XX, así que tanto el punto de vista histórico como el hechizo de la ficción quedan desbaratados, ¿no os parece?» Y Lolo y yo le dimos la razón. «Un error tremendo de perspectiva histórica, psicológica y narrativa», apuntilló Lolo, y tía Corina y yo le dimos la razón.
«En realidad, con una Biblia en una mano y con un manual de física y química en la otra se puede escribir un best seller impresionante», le animó tía Corina, y Lolo en efecto se animó, convencido como anda de que, al margen de las veleidades de la suerte, el éxito es una cuestión de voluntad, una voluntad de dominio, concepto en el que coincide con Nietzsche, que acabó como acabó.
«Anímate a escribir una novela sobre el robo de las reliquias de los Reyes Magos. Lo único que tienes que idear es un motivo pintoresco para el robo, añadirle un poco de acción, arriesgar una suposición histórica sorprendente, introducir algún factor alquímico y arreglártelas para que, al final, el protagonista masculino acabe en la cama con la protagonista femenina, que incluso puede ser descendiente directa de Krishna, de Cristo o de Odín, según te lo pida el argumento», le sugirió tía Corina, jugueteando con nuestro problema. A Lolo Letaud le pareció todo aquello razonable, e incluso se mostró dispuesto a aplazar el proyecto que tenía entre manos: una novela sobre la vejez de Judas, que, con las treinta monedas que cobró por traicionar a Cristo, se había comprado un terreno en las afueras de Jerusalén, en un pago llamado Hakeldama (que en hebreo significa «el campo de la sangre», como ustedes saben), donde vivía sin problema alguno de conciencia, mientras que sus antiguos socios de apostolado, cegados por la ambición del poder espiritual, propagaban la doctrina del Maestro y se dedicaban a infamar a Judas, de quien hicieron correr la leyenda de que se había ahorcado, presa del remordimiento y la atrición. (Lolo nos confesó que la idea se la había brindado la lectura de la Vida de Jesús, de Ernst Renan, que tía Corina le prestó y que al día de hoy no nos ha devuelto, como tantos otros libros.) «Me pongo a la tarea enseguida», nos comunicó con mucha euforia, seguro de que aquella iba a ser la tecla buena, y sé que tía Corina pensó en ese instante lo mismo que yo: que dentro de un par de semanas aparecería una novela sobre el robo de las reliquias de los Reyes Magos, porque Lolo Letaud tiene la suerte de espaldas y, cuando la suerte adopta esa postura, no hay cosa en el mundo que consiga darle la vuelta.