Los iconos se quedaron bajo tierra, en fin. Sus dueños murieron sin poder desenterrarlos, sin duda alguna porque ellos tampoco tardaron en estar bajo tierra. Ellos y, con toda seguridad, sus descendientes. Sea como sea, no quedó nadie que pudiera desenterrar los iconos. Murieron todos los que conocían el secreto, y con ellos murió el secreto de los iconos ocultos… Hasta que la divina Providencia se le manifestó al borrachín bajo la apariencia del cadáver de un caballo, porque esa Providencia da la impresión de tener domicilio en una tienda de disfraces y de artículos de broma.
Teo estuvo viviendo durante varios años a cuenta de aquel lote. Se compró una casa de campo en Mijas, se casó, se divorció, se arrojó a los brazos de las muchachas del champán y de la madrugada, se arruinó y volvió al trabajo. Tía Corina, mi padre y yo le hicimos un encargo de poca monta: chalet periférico, vacío en agosto, sistema de alarma rudimentario, dos grabados de Rembrandt. Salió mal. Casi dos años pasó Teo Friber en una cárcel catalana, soñando con su época áurea de disipaciones y dispendios. Durante ese periodo, le ingresábamos cada mes el dinero que él consideró que le correspondía, para pagarle de ese modo su fracaso, su ineptitud y el gasto que quisiera hacer en el economato de la prisión. Para pagarle -sobre todo- su silencio.
Por eso hay que calibrar muy bien a quién se le encarga un trabajo.
Y, aunque lo calibres muy bien, ahí estará siempre el azar, calibrando por su cuenta.
Pero sigamos con lo nuestro, que no es poco.
5
Carambolas.
Una llamada en vano.
Los jueves de juego.
Un cadáver imprevisto.
Y algunas confidencias.
Cuando necesito una dosis de realidad me acerco a los Billares Heredia, y eso fue lo que hice aquella noche, porque andaba saturado de leyendas y de quimererías.
Soy un jugador pasable y no demasiado entusiasta, un esforzado desentrañador de la llamada teoría de los diamantes, que viene a ser algo así como el fundamento geométrico y a la vez metafísico del billar.
Allí soy «el profesor», no porque me haya atribuido esa categoría laboral ante la clientela, sino porque los habituales me la otorgaron como apodo. (Alguien que sabe de cosas, alguien con poco pelo, que no prueba el alcohol ni fuma, alguien que lleva siempre chaqueta y corbata: un profesor.) (Bien está.)
Suelo jugar con Mani, policía municipal jubilado que sueña con viajar algún día por América, porque tiene metido en el pensamiento que todo es allí prodigioso y desmesurado, desde el tamaño de la fruta hasta el corazón de las mujeres, pasando por la bravura de los volcanes; con Margalef, panadero de madrugada y montador de maquetas navales cuando no está durmiendo ni jugando al billar; con Estaban Coe, que traspasó su joyería cuando empezó a ver nublado, porque se le difuminaban los contornos del oro, y con Mahmud, un tangerino que en su juventud quiso ser muecín y al que el fluir inopinado de las casualidades convirtió en taxidermista, dedicado a inmortalizar trofeos de caza.
Hablamos tanto como jugamos, y se nos van las horas entre carambolas y paliques, cada cual interpretando a su modo el universo.
Es un reducto curioso: entre las paredes de color gabardina de los Billares Heredia, los ganadores decentes no sonríen al ganar, porque quienes están obligados a sonreír son en cualquier caso quienes pierden. Ese es el código. Al contrario que en otros juegos (con excepción del ajedrez y del póquer, que también son de ánimo frío), en el billar no caben las efusiones triunfalistas, porque le tomarían a uno por trastornado. El perdedor, en cambio, tiene que comportarse como un ganador, así tenga el alma en los pies, y conservar la impavidez cuando lo humillan. Un sistema de apariencias morales bastante exótico, desde luego, aunque respetado por todos los cabales.
(Un chasquido amortiguado, la bola blanca en movimiento, su runrún al rodar por el tapete, y luego, si el cálculo ha sido perfecto, dos chasquidos como chispas, y aparentar que no ha pasado nada, y no mirar a nadie, y moverse alrededor de la mesa como un oteador. Me gusta eso.)
Los Billares Heredia son, según les decía, un reducto de realidad. Pero en casa me esperaban nuevas irrealidades.
Cuando llegué a casa, pasada la medianoche, tía Corina, que andaba rellenando páginas de su diario críptico, me ofreció un vaso de leche y una noticia: «No sé si es una noticia buena o mala», y, por instinto, me puse en lo peor.
El caso es que había estado revisando el listín telefónico de padre, por si encontraba en él el nombre de algún profesional adecuado para la operación de Colonia, ya que los que estaban registrados en el nuestro no acababan de convencernos, y se había topado allí, entre viejas glorias y glorias difuntas con el nombre de Abdel Bari. «Hay un número de teléfono, pero no creo que, después de tantos años, sirva de nada.» De todas formas, llamamos, porque no había mucho que perder. Un robot parlante informó a tía Corina de que se trataba de un número inexistente. Pero ella, que puede ser muy terca, llamó entonces a una operadora, que le brindó la actualización del prefijo, de modo que acabó hablando en un inglés arábigo con el dueño de una tienda de vestidos de bailarina que le juró no saber nada de ningún Abdel Bari. «Mala suerte.»
El hecho de que Abdel Bari hubiese tenido algún tipo de contacto con mi padre no era un detalle de relevancia, aunque, cuando me retiré a dormir, me aplazaron el reposo algunas desazones, que de inmediato enumero:
1) Abdel Bari no era, como había dado yo por supuesto, un mentiroso;
2) Abdel Bari era un mentiroso que a veces no mentía;
3) Abdel Bari era un mentiroso que decía la verdad mediante mentiras;
4) Abdel Bari, por tanto, me había dicho una verdad a través de una mentira;
5) estaba seguro de no haber visto a Abdel Bari antes de mi visita a su palomar, en contra de lo que él me aseguró;
6) porque nunca olvido una cara;
En torno al punto 25 me dormí. Y, como punto final, soñé -por segunda vez en mi vida- con Abdel Bari.
Me levanté muy tarde y con el ánimo confuso.
Reconozco que soy frágil de cabeza, porque tiende a llenárseme de brumas. Y se trata de brumas dolorosas.