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Con esas brumas por dentro, me preparé un café, que a veces las disipa, aunque otras veces las adensa. («No tomes café. Sabes que te sienta mal.» Pero no, no lo sé, o no del todo.)

Les ruego, en fin, que me perdonen la insistencia, pero resultaba evidente que en el asunto del relicario de los magos ambulantes había un factor velado, cuya esencia, como era lógico y natural, se nos escapaba, porque ni tía Corina ni yo somos adivinos.

¿De dónde le vino el encargo a Sam Benítez? Pues a través de otro intermediario, ya que esta profesión nuestra funciona como una secuencia de subcontratas, por así decirlo, de modo y manera que si procuras saber cuál es el origen de algo, sólo consigues enterarte -y aun eso con mucha suerte- de un interludio al que precede otro interludio, y a este otro, y así. Somos eslabones que sólo tienen contacto con otros dos eslabones: la persona que te contrata y la persona a la que contratas. Eso es todo. Nadie conoce la longitud de la cadena ni su origen, salvo quien la origina, como es natural. Pero, en este caso, habían surgido al menos tres eslabones impertinentes: el cuentista Alif (y quien le mandara), Abdel Bari (y quien estuviese detrás de él) y el vendedor del báculo prodigioso (y quien le encomendara representar la pantomima). Sobre todo Abdel Bari, ¿verdad?, porque convengamos -no tengo inconveniente- en que lo de Alif y lo del vendedor callejero del báculo pudieran ser meras casualidades, magnificadas luego por mi suspicacia. De acuerdo. (Aunque lamento comunicarles, en sacrificio de la intriga, que no fueron casualidades, como más adelante se verá.) Ahora bien, lo de Abdel Bari se alejaba del ámbito de la casualidad: sabía. Y me amenazó para que no hiciese lo que, a esas alturas, yo había decidido hacer pasase lo que pasase, y aun sabiendo que no podía pasar nada demasiado bueno. Pero, al fin y al cabo, si algo pasa es que tenía que pasar, como supongo que diría un maestro zen inclinado al fatalismo cósmico, con el carácter atemperado por un continuo y-a-mí-qué, que es un sistema filosófico tan respetable como cualquier otro, aunque es posible que menos edificante que todos los demás. Pero sigamos…

Los jueves por la tarde, tía Corina se pinta, se empolva, se pone un buen vestido y se va con sus amigas al Casino Novelty a retar a los crupieres y a las confabulaciones astrales. Una costumbre mítica: sus jueves míticos. Su duelo semanal con la contingencia, a vida o muerte, o casi.

Ese día duplica su dosis habitual de estimulantes, de modo que todos los viernes se los pasa en la cama moribunda, en coloquios trascendentales con el Ser y con la Nada, abatida por lo que ella denomina su «fatiguita miserere».

Viernes: catalepsia.

Para tía Corina, el Casino Novelty significa más o menos lo mismo que significan para mí los Billares Heredia: una visita de cortesía a la realidad. (Aunque ella vuelve de esas visitas en una alfombra mágica, haciendo eses por un firmamento de estrellas multicolores, por expresarlo de algún modo, y ese detalle -por desgracia- nos diferencia.)

El billar es un juego de destreza que sale muy barato si no te implicas en apuestas imprudentes, pero esa rara ludomanía que le entra los jueves a tía Corina, jugadora de lo que se tercie, admite más complicaciones, entre ellas la de quedarse sin dinero para pagar el taxi de vuelta, que entra en la categoría de las complicaciones frecuentes: «Por favor, baja y págale al taxista», y evita mirarme entonces a los ojos, porque sabe que trae los suyos descompuestos de tanto sondear el espectro criptomatemático de la suerte en los naipes urgentes del blackjack, en la bola nerviosa que gira en la ruleta, en el cartón de números aleatorios del bingo. De eso y del alcohol, desde luego; y de las cápsulas azules de su merlín de Andorra, y del Tiempo, que es el veneno más fuerte de todos, y sin más antídoto que la inexistencia.

Bajo y le pago al taxista. Subo y oigo vomitar a tía Corina en el baño. Y entonces lloro de un modo impasible, con lágrimas que resbalan hacia dentro y desembocan en ese lago artificial que se forma en la conciencia con todas las lágrimas que no hemos sido capaces de derramar a lo largo de nuestra vida.

Los viernes, mientras tía Corina deambula por los ámbitos de sus pesadillas morales o por sus duermevelas -las complicadas duermevelas, en las que somos y no somos quienes complicadamente somos-, viene Lola a limpiar y a poner en orden lógico las cosas de la casa, lo que significa que tengo que pasarme la tarde restituyéndolas a su desorden lógico: la yegua hindú de terracota (siglo XIV) en su ángulo preciso, el pisapapeles en forma de dragón bicéfalo (Hungría, siglo XIX) en su ángulo preciso, la mano de mármol de Zeus (imitación), con su rayo de mando, en su postura precisa… Y no por nada en especiaclass="underline" sólo, tal vez, por la misma razón por la que los actores que llevan ya varios centenares de funciones de una obra necesitan que toda la utilería esté en su sitio exacto, en el exactísimo sitio en que estaba cada cosa en el día del estreno, porque cualquier alteración distorsionaría el equilibrio de ese ámbito de ficciones, y una casa es también un ámbito de ficción: la mazmorra del ectoplasma en zapatillas, en coloquios consigo.

Lola lleva más de veinte años limpiándonos la casa, pero en todo ese tiempo apenas le habré oído pronunciar unas dos mil frases, y todas ellas sobre asuntos muy concretos. («Necesito bayetas», «Está mojado».) Nos tiene la casa, eso sí, llena de amuletos que ella misma elabora con mejor no saber qué y que esconde en sitios impensables para ahuyentar espíritus intrusos, para espantar estantiguas malévolas, para atraer la suerte… Y le dejamos hacer, porque no hay más remedio que interpretarlo como una majadería afectuosa, aunque a veces nos llevamos un sobresalto al abrir un cajón o una caja de zapatos.

Aquel viernes, mientras tía Corina destilaba en la cama sus excesos y Lola trastornaba nuestras cosas, bajé a comprar el periódico, como tengo por costumbre. Fui luego a La Rosa de California y allí, frente a una tarta de chocolate con raspaduras de mandarina que me resultó un poco dulzona, me zambullí en ese mar de papel que cifra un simple día del mundo, con su oleada de noticias casi nunca buenas, con su clima de naufragio general, porque los periódicos son el megáfono del tremendismo: varios muertos en accidentes de tráfico, decenas de miles de víctimas a causa de un maremoto, enfermedades nuevas, alguien pierde un brazo en la fábrica, alguien ha decidido asesinar… «Esto podría haberme pasado a mí», piensa uno. «Y es posible que me pase mañana.» Y así se nos fuga la vida, que es más supervivencia que otra cosa, por muy trascendentes que nos pongamos con respecto a nuestro papel en este cuento: siempre seremos víctimas potenciales del Lobo.

En aquello estaba yo, en aquel clima de espanto y moribundia, cuando leí el siguiente titular: EMPRESARIO ARGENTINO HALLADO MUERTO EN UN HOTEL MALAGUEÑO. Casares. Sé que no van a creerme, porque nadie cree -ni yo mismo- en las carambolas perfectas de la casualidad, pero el caso es que el empresario argentino «hallado muerto» era Casares, el magnate solitario, el incondicional de Tutankamón, el desengañado de las pirámides.

Casares. «Hallado muerto.»

Según el periódico, no se descartaba la posibilidad del suicidio. ¿Suicidio? No, por Dios. Los hombres como Casares no se matan: ellos colaboran a construir la realidad, a hacer que la rueda dentada gire, con su chirrido de eje mohoso, así el eje mohoso les triture el corazón. No. La gente como Casares no se mata. Ellos esperan, resignados o temblorosos, o ambas cosas a la vez, a que caiga el telón a su debido tiempo, porque quieren conocer a toda costa el desenlace de la tragicomedia, a pesar de ser un desenlace invariable: un poco de sufrimiento, un poco de estupor y, de pronto, la grandeza hueca de la Nada. (Y el olvido inmenso.) No. Ellos no tienen vida alguna que tirar por la borda, porque ni siquiera la muerte se da prisa en reclamarlos: son los longevos, los que llenan los asilos, los que saturan los hospitales, los que acaban perdiendo la memoria y la razón sin que la muerte se dé prisa ninguna en barrerlos con su escoba. Los que van de aquí para allá para crear una ilusión colectiva de realismo. Los que lampan por el dinero o lo derrochan o se vuelven avaros. Los hacendosos. Los atentos al reloj. Los que compran souvenirs. Los que yo qué sé.