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No. Si la gente como Casares se suicidara, en tres meses el género humano sería una especie en vías de extinción y el Estado tendría que meter a los hedonistas en un zoológico, con un cartel explicativo colgado de los barrotes de la jaula.

No.

Volví a casa con el ánimo encogido, con la imagen del cadáver de Casares en el pensamiento: su brazo corto, la boca abierta, desbaratado y rígido, en una habitación de hotel repleta de bibelots.

Tía Corina no se levantaría hasta la noche, y en un estado de fragilidad que la mantendría ajena a cualquier cosa que no fuese la extrañeza ante sí misma: la sorpresa del no-ser, y al fondo el recuerdo impreciso de su trance de alcoholemia y ludomanía. Su ensayo general de muerte y de resurrección.

«Casares ha muerto», le dije en cuanto apareció por la biblioteca con cara de ciento veinticinco años. «¿Quién es Casares?»

Hay algo mágico en cualquier muerte, como lo hay en el número del prestidigitador que hace desaparecer ante nuestros ojos la paloma blanca que ha cubierto con un pañuelo dorado. En el preciso instante en que alguien muere, se produce un vacío infinitesimal en el universo, un vacío insignificante, pero un vacío al fin y al cabo: algo que faltará ya siempre, algo que se añade a la congregación ingrávida de las fantasmagorías.

Somos los frágiles y perecederos.

Somos la Historia Universal de Lo Visto y No Visto.

Pero, metafísicas melancólicas al margen, allí estaba aquella muerte en concreto, la de Casares. (Qué mala suerte, peregrino.) (Y sin tumba de oro.)

«La gente se muere, ¿qué quieres que te diga? No vayas a querer ver ahora conspiraciones donde sólo hay incidentes rutinarios. Un hotel de Málaga es un sitio tan bueno o tan malo como cualquier otro para oír la trompetería de los ángeles», comentó tía Corina, pero comprendí que sólo pretendía aliviar mis aprensiones, que eran también las suyas.

En los últimos días, llevaba yo dos muertos casuales: la turista de El Cairo y el turista argentino. Demasiadas muertes imprevistas. Demasiados turistas gafados. No suele ser el azar tan insistente, porque él está más por las volutas fantasiosas y por la renovación del repertorio, reacio a someterse a patrón alguno, y de ahí su condición de misterio insondable, aunque haya ocasiones en que nos lo veamos venir: basta con ponerse en lo peor.

A fuerza de no poder hacer nada, se trataba, en definitiva, de esperar acontecimientos, y el primer acontecimiento no se hizo esperar: aquella misma madrugada llamó Sam Benítez desde Bangkok.

«¿Qué pasó, mi cuate?» Intenté explicarle que lo mejor era que le encargase el trabajo a otro, pero me resultó imposible: Sam no paraba de hablar, con un ruido de fondo que le distorsionaba la voz, porque debía de llamarme desde una sala de juergas, por esa cosa tan suya de debatirse entre la ilusión del Prisma Teológico y las nostalgias babilónicas.

«El cliente me apura, compadre. Mira, tienes que llamar a Cristi Cuaresma.»

Según supe enseguida gracias a un informe rápido de Sam, Cristi Cuaresma era venezolana y vivía en Roma. Acababa de incorporarse a nuestra profesión después de haber sido durante más de diez años la novia de Federico Baluarte, el más cotizado y frío de los sicarios de Colombia hasta que murió a hierro, con arreglo a la maldición contenida en el refrán. «Esa es la hermana que necesitas.» (Hasta ahí la información que me dio, mientras de fondo sonaba un guirigay de karaoke.) Le dije -o al menos lo intenté- que prefería anular nuestro acuerdo en vista de las anomalías que estaban manifestándose incluso antes de empezar el trabajo. «Llama a la hermana Cristi y no me seas más puto baboso», y me dictó un número de teléfono.

Tras consultar el asunto con tía Corina, llamé a la tal Cristi Cuaresma, porque, aparte de haber cobrado el cheque el día anterior, la verdad es que no encontrábamos a nadie que nos infundiera confianza para la operación del relicario: los mejores andaban ocupados en otra cosa, o huidos, o retirados, o encarcelados, o trabajando por su cuenta, o vigilados muy de cerca no sólo por la Interpol, sino incluso por los guardias municipales de su barrio. Además, puestos en lo mejor posible de lo peor posible, nos pareció bien el hecho de dar trabajo a la gente nueva que se anima a meterse en esto, porque nosotros también fuimos jóvenes y mantuvimos la quimera preceptiva de querer comernos el mundo, aunque luego el único comensal resulte ser el mundo mismo.

Llamé, ya digo, a Cristi Cuaresma. Oí su voz en el contestador. Y resultó tener una voz de acero y seda que me recordó de inmediato, como traída del Más Allá, la voz de Natalia Aldunate.

«¿Quién es Natalia Aldunate?» No quería hablar de ella en esta crónica profesional, pero creo que ya va a resultar ineludible: surge un nombre y surge una historia.

Cuando la conocí, en 1986, Natalia pasaba una temporada con su padre, que era el agregado militar de la embajada chilena en Budapest, ciudad a la que había viajado yo con tía Corina y con mi padre para hacer una labor de corretaje en una venta masiva de muebles art déco que habrían de encontrar nuevo destino en los almacenes del difunto Giorgio Santini, anticuario milanés que, gracias a un ingenio insólito para marear a la clientela, logró vender tres santos griales auténticos y no sé cuántos cachivaches y despojos de celebridades, de héroes y de santos de todos los tiempos y países: unas sandalias de Julio César, una peluca de Giorgio Vassari, unas botas colegiales de Rimbaud, un anillo de la Laura petrarquista… Y todo lo que ustedes sean capaces de imaginar en sus delirios más floridos, porque Santini tenía el don de poder venderle al Vaticano una paloma disecada como si se tratase del Paráclito, y de aquel don vivió con mucha holgura.

En eso, nos invitaron a una cena fría en casa de Mikulas Szalay, aquel magiar intrépido y clarividente que, entre otras muchas iniciativas, puso los cimientos de la hoy boyante industria pornográfica húngara con rudas grabaciones caseras que luego vendía a una empresa británica dedicada a la distribución internacional de ese tipo de ficciones, pues para todo hay público bajo la luna.

Natalia estaba allí, de negro y rígida, con una copa en la mano, ausente y pálida, removiendo su cóctel con un dedo, distante y gótica, hasta que se sentó al piano y empezó a tocar algo creo que de Satie, algo leve y sombrío en cualquier caso. El enorme salón de Mikulas pareció llenarse de mariposas negras de papel. Luego, a petición del anfitrión, interpretó varios Heder con voz gélida y segura, como si estuviera dándole órdenes a su propia alma.

No me pidan, por favor, que les explique cómo ni por qué (les confieso que para mí también constituye hoy un misterio, un misterio… sobrevenido) acabé casándome con Natalia Aldunate, cuatro años mayor que yo, escapada de un matrimonio lleno de espinas y de varias relaciones espinosas: un corazón, en suma, escarmentado. (Lo más curioso de todo es que siempre he estado de acuerdo con aquellos herejes del siglo III que recibieron la denominación de «organistas impuros» y que predicaban que el matrimonio es una invención abominable, al atar las pasiones y desatar en cambio la procreación, pero se ve que nuestras convicciones dejan de resultarnos convincentes en beneficio de la provisionalidad de las circunstancias, que a veces entran en la vida como los maremotos y que se van como ellos, dejando atrás lo que suelen.)

Natalia se vino a vivir a España, a casa, con su piano, conmigo, con nosotros, y aquí celebramos la boda, más porque era necesario regularizar su situación que por frenesí, que también lo hubo de todas formas, por mucho que me cueste reconstruir al día de hoy ese sentimiento desmedido.