Выбрать главу

Tuvimos, como es lógico, unos meses de fascinación: la fumarola púrpura del mago. Pero hubo también casi dos años de angustia desde el instante en que ambos caímos en la cuenta de que nos habíamos equivocado de espejismo, que es una equivocación demoledora, porque te deja en situación de irrealidad ante una realidad contundente.

Cumplido el trámite inicial de salidas diarias y de regalos fortuitos, de viajes improvisados y de cama a deshoras, Natalia se pasaba el día en su mundo de partituras apesadumbradas y, por una parte, me sosegaba el hecho de que su pensamiento, que resultó ser de esencia muy turbia, estuviese entretenido escalando o despeñándose por el pentagrama, o sacándose de la garganta un despampanante si bemol séptima o lo que fuese. Pero, por otra parte, oírla cantar acabó dándome miedo. Y me daba miedo porque me la figuraba -qué le vamos a hacer- como un pájaro monstruoso en cuyo nido tendría yo que dormir esa noche. Me daba miedo porque, al oír sus melodías desoladas y perfectas, cerraba los ojos y me la imaginaba como una elegante arpía autista que posaba las garras en el teclado de su negro Schimmel esmaltado como un ataúd: su árbol funerario lleno de música.

(Las alucinaciones del corazón, en fin, resultan complicadas, ya sea para bien o para mal, o más generalmente para ambas cosas a la vez.)

El sueño de Natalia consistía en grabar un disco con temas propios, dejar al gentío con el alma en un equilibrio difícil entre la enajenación y el pasmo y, en consecuencia, que los grandes teatros de Europa le abriesen sus portones gloriosos, y a partir de ahí todo lo demás. Esperaba ella al hada de la varilla de centellas titilantes. Pero el hada no llegaba nunca, el hada esquiva de las grandes utopías, y aquella esperanza contrariada iba agriándola, de modo que, para echar fuera el veneno, se dedicaba a despreciar al mundo, incluido yo, como era de esperar, por privilegio de cercanía.

A tía Corina sé que nunca le gustó Natalia, y viceversa. Pero, al contrario que Natalia, tía Corina jamás tuvo un mal gesto hacia ella ni dijo media palabra en su contra. Ni cuando vino ni cuando se fue. Mi padre, en cambio, congeniaba con Natalia, y ella con él si no andaba demasiado envenenada de imposibles, y se reían, y cantaban a dúo coplas de cabaret, y mi padre jugaba a galantearla, y ella jugaba a hacerse la perrilla con el pobre viejo, que se resistía a dar carpetazo a los rituales de fascinación, así fuese con su nuera.

Tengo para mí, no sé, que el amor depende de una fórmula mágica casuaclass="underline" dices o escuchas la fórmula adecuada y el amor se produce, en ti o en el otro, o en ambos a la vez si la suerte está de cara. Un puro sahumerio verbal. La feliz logomaquia. Pero también está lo contrario: unas cuantas palabras equivocadas pueden hacer la función de antídoto.

Una noche, después de cenar, a tía Corina le dio por hablarnos de la astrología fantasiosa de los caldeos, que llegaron a predecir hechos futuros a clientes como Alejandro Magno, Antígono y Seleuco Nicátor, si hemos de creer al historiador Diodoro Siculo, que no siempre es de fiar, dada su inclinación a dar por verídico lo que de ningún modo podía serlo. «Los caldeos creían conocer muy bien la mecánica celeste, pero estaban convencidos de que la Tierra tenía forma escafoide y era cóncava. Ese es el problema de pasarse la vida mirando para arriba, que es lo que hacen los ciegos», bromeó tía Corina, y mi padre y yo nos reímos, pero Natalia no sólo no se rió, sino que apretó los labios para dejar muy claro que lo último que veríamos en ellos en ese instante sería una sonrisa.

Cuando nos retiramos a nuestro dormitorio, mientras se desvestía, Natalia pronunció, en fin, una combinación de palabras equivocadas: «A vosotros os divierten mucho las estupideces, ¿no?». Aquella frase no sólo me ofendía, aunque eso era lo de menos a esas alturas, sino que ofendía a mi mundo: te pasas la vida construyendo un castillo de arena y, de pronto, llega alguien, lo desbarata de una patada negligente y te dice: «He desbaratado tu castillo asqueroso, ¿pasa algo?». Y por supuesto que pasa. A partir de ese instante, todo quedó claro: se trataba de destruirnos el uno al otro en el menor tiempo posible y sin dejar torre en pie, y les aseguro que los dos nos empleamos a fondo en la tarea, porque nadie sale de un matrimonio como quien sale del cine (es decir, con el ánimo agradecido por el regalo fugaz de una ficción), sino como quien sale de una barraca de espejos deformantes (es decir, con una visión grotesca de sí mismo: monstruo mezquino de las piernas cortas, de la barriga de tonel, de la cabeza oval, de los brazos que arrastran por el suelo, gritándole a otro monstruo parecido).

Lo demás ya pueden imaginarlo: cuando en una relación amorosa se instala el rencor, a ver quién es capaz de espantar a esa corneja que ha sido desollada viva, que tirita en carne viva. A ver quién echa de su madriguera a ese animal al que le duele incluso el aire.

Cuando Natalia salió por la puerta para no volver, me pasé tres días en la cama con el ánimo de un fakir cansado de ser fakir, y ya me entienden.

Durante esos tres días purgativos, tía Corina no se apartó del lado de mi cama. Al dormirme, estaba allí, sentada en un butacón, leyendo. Me despertaba y allí seguía, y me ofrecía algo de comer, que yo rechazaba o probaba apenas, y me pasaba una toalla húmeda por la frente, porque había momentos en que se transformaba en el duendecillo de la fiebre mi agitación de espíritu. Incluso de madrugada, al escapar yo de alguna pesadilla por la escalera de incendios, allí estaba ella, dormida, con un libro caído en el regazo, o despierta y silenciosa en la oscuridad, vigilando a los dragones.

Cuando me levanté, le dije a mi conciencia que no había pasado nada, y mi conciencia me creyó en la medida de lo posible.

El espacio que había ocupado el piano quiso parecerme el hueco de un árbol talado, un tocón de silencio.

«No vas a encontrar a otra mujer igual», me reprochó mi padre, y recé para que fuese así.

Ya les he hablado, en definitiva, de Natalia Aldunate, y no pienso volver a hacerlo en mi vida, aunque les rogaría que me tolerasen una breve digresión, a saber: el amor es algo tan valioso, que nos resulta imposible intuir siquiera su precio. Se puede pedir por él lo que se quiera, al margen de la oferta del cliente. Y hay que pagarlo en oro, desde luego, porque ni siquiera acepta la plata: ofrécele a alguien en una bandeja de plata tu corazón macizado en plata y le escupirá.

Mi matrimonio fue, en resumidas cuentas, algo más que un fracaso concreto: fue, sobre todo, una decepción abstracta. Una decepción, para empezar, de mí mismo: en las arenas movedizas de mi corazón se caían a plomo las quimeras que intentaba levantar. (El corazón, fuente principal de la penitencia humana, según el ya mencionado Jakob Boehme.) Además de eso, no sólo supe que ninguna otra sirena iba a conseguir arrastrarme con la seducción de su cántico a una isla de alucinación y sufrimiento, sino que también comprendí que ninguna iba a tomarse la molestia de cantarme, porque las sirenas sólo montan su vodevil para los hombres sosegados y felices y no pierden el tiempo en cantar para los inquietos y dolientes, para los que huelen desde lejos a ruina, a insomnio, a diazepam y a psicoanálisis casero. De todas formas, alguna que otra hubo luego que, más que cantar, me susurró al oído su conjuro de destrucción camuflado de ensalmo (la leve Luisa, asustada del mundo; la astuta Lucía, devoradora del mundo), pero el problema era que yo había dejado de ser navegante para convertirme en náufrago de mí mismo, como si dijésemos, duro de oído ya para esas melodías, y solitario me quedé para los restos, pues solitario sigo al día de hoy, y creo que ya sin enmienda, porque se me ha pasado la edad de las rectificaciones. Perdí el valor, en definitiva, para arriesgarme en las apuestas del sentimiento, supongo que por la misma razón por la que alguien que sobrevive a una caída desde diez metros de altura no se queda con ganas de exponerse a otra caída, aunque sea desde tres metros. («Vente conmigo al país de las hadas», y contestas: «Gracias, pero de momento estoy estupendamente en mi país de gente que habla sola».)