¿Que a qué me dedico? No resulta fácil de explicar. Hay profesiones imprecisas, profesiones que no son nada en concreto pero que pueden ser muchas cosas en concreto. A lo largo de esta narración irán haciéndose ustedes una idea de la índole de mi forma de ganarme la vida, si así puede llamarse a la actividad pintoresca en que cada cual va malgastando su vida: muñecos laboriosos que tallan un diamante o que construyen autopistas que parecen no tener fin, autómatas afanosos que trabajan para comprar un diamante o que conducen por autopistas neblinosas, antes de que amanezca, para construir otro tramo de autopista por el que puedan conducir de amanecida otros autómatas que vayan a su taller a tallar un diamante o que viajen a la capital para comprar un diamante que tenga el poder de comprar un corazón, mientras la conciencia, al fondo, día tras día, obsesiva y estática, exegeta de sí misma, forma una nube negra, y cae una lluvia negra, y te viene la gana de medio morirte, pues casi nada es casi nada, pero sigues ahí, convencido de que huyes a toda mecha de la Nada.
(Disculpen, por favor, la digresión: mi pensamiento es de talante traslaticio. Una línea recta tiene tendencia a convertirla en una voluta. Un triángulo lo transforma, en cuanto puede, en rocalla. Un silogismo lo vuelve cornucopia. Un punto y aparte puede ser para mi pensamiento un abismo. Unos puntos suspensivos tienden a ser una infinitud.) (Y a veces me duele mucho la cabeza.) (Pero no volverá a ocurrir.) (O eso espero.)
Ha llegado el momento de hablar de tía Corina, lo que significa que ha llegado el momento de hablar de muchísimas cosas.
En el año 50 del siglo pasado, mi padre viajó a Rumania, comisionado por un obispo irlandés católico envenenado de bibliofilia, para ponderar la compra de un manuscrito iluminado que el vendedor atribuía a la mano santa de Dyonisus Exiguus, de quien hasta entonces no se conocía manuscrito alguno. Al final, aquel manuscrito insólito resultó ser una falsificación bastante grotesca ejecutada por el hijo habilidoso de unos chamarileros de Bucarest que tramaban huir del país para instalarse en Nápoles y abrir allí una sala de fiestas al estilo norteamericano, pues todos los miembros de aquella familia eran músicos de formación clásica y de propensión vanguardista, pero el caso es que mi padre no hizo aquel viaje en balde, ya que, aparte de algunos lienzos de mérito y de algunas joyas de damas que habían pasado del champán a la lejía gracias a las artes mágicas del Frente Democrático Popular, se trajo algo de valor incalculable: Corina, una muchacha de quince años que habría de aliviar la viudez de mi progenitor con sus habilidades para llevar la casa, pues no sólo sabía desenvolverse con tino de hechicera entre los peroles, sino que incluso sacaba tiempo para bordarle pañuelos con una L florida o con una V de laderas barrocas, según el día.
Nunca he sabido cómo se las arregló mi padre para traerse a Corina de Rumania como si en vez de una niña fuese una muñeca, ya que no tuvo que padecer grandes epopeyas burocráticas ni allí ni aquí, y mucho me temo que no todo lo relacionado con aquella especie de adopción se ciñó al cauce de las leyes. «Yo aún soñaba con brujas desdentadas y no recuerdo bien cómo se resolvió todo aquello», se limita a decir tía Corina cuando intento escarbar en aquel lance brumoso.
Los padres de tía Corina eran unos campesinos meditabundos, añorantes del fugaz rey Miguel, que vivían con sus cinco hijos en una granja cercana a Bacau, al pie de los Cárpatos Orientales, procurando asimilar con una rebeldía silenciosa y con una pesadumbre evidente los principios fundamentales del credo agrícola del socialismo. Aquellos campesinos vieron el cielo abierto cuando llamó a su puerta, pidiendo por señas un poco de agua, un curioso caballero que, a lomos de un borriquillo del color de la ceniza, iba tocado con un sombrero en el que cimbreaba una pluma de faisán tornasolada y que fumaba en cachimba de espuma de mar, azuzando su cabalgadura con el tacón de sus botas de caña alta de cordobán de lustre ambarino, pues jamás le tuvo miedo mi padre al exotismo indumentario, lo que le valió no pocas burlas, que es la maldición que padece todo dandy.
Y es que, una vez esquivado el fraude de los chamarileros melómanos, mi padre decidió recorrer el país como un aventurero decimonónico, al albur del camino, sin guía ni rumbo, animado en parte por una primavera que había entrado muy templada, en parte por curiosidad turística y en parte principal por su anhelo de búsqueda de objetos valiosos que pudieran venderse por encima de su valor o bien de objetos sin valor que pudieran venderse como si fueran valiosos, ya que el ancho mundo fue siempre para él una especie de supermercado de cachivaches y, por aquel entonces, Rumania era Jauja en ese aspecto, por esa facultad que tienen las revoluciones de mover las cosas de sitio.
Aquellos monárquicos rurales, en fin, no sé cómo ni cómo no, porque el idioma de señas tiene sus limitaciones, suplicaron al turista que se llevase consigo a la mayor de sus hijas -a la que adivinaban dotes excepcionales no sólo para los asuntos prácticos, sino también para descender a las simas de la meditación, pues andaba siempre cavilosa-, para que de ese modo pudiese crecer en un mundo menos incierto y hosco que el que se le brindaba en los Cárpatos, donde estaba condenada a palidecer y a marchitarse como una desdichada a la que hubiese mordido el conde Drácula en una noche sedienta.
Y así fue.
Aparte de sus labores domésticas, tía Corina se inclinó pronto por la lectura, pues tardó en aprender nuestro idioma lo que tarda en resolverse un crucigrama, y sisaba horas al sueño para implicarse en los enredos geométricos de las ficciones, para adentrarse en las cavernas herméticas de los filósofos y para quedarse con la boca abierta ante las hazañas sobrehumanas de los héroes homéricos.
Ni que decir tiene que mi padre no podía dejar de admirarse ante aquella muchacha que no sólo le solucionaba los trámites del día a día, incluido el de ejercer de madre conmigo, sino que además podía tener pesadillas en las que un cíclope hundía de un manotazo la galera de unos comerciantes fenicios que iban a vender a Robinson Crusoe la máscara de oro de Agamenón, después de haber hecho una visita de cortesía a la Dama de las Camelias, pongamos por caso, porque ya saben ustedes las trenzas que pueden formarse en los sueños y la gente tan inesperada que se cuela por allí, al ser el subconsciente muy hospitalario con cualquiera.
Percatado de aquellas inclinaciones y aptitudes, mi padre fue liberando a la joven Corina de algunos menesteres domésticos para iniciarla, con método y disciplina, en los arcanos múltiples del saber, y él mismo le impartía lecciones, le imponía deberes y le administraba calificaciones mensuales. Corina jamás pisó un centro de enseñanza, incidente que no creo que se debiera a que su situación legal en España no era todo lo legal que suelen ser las situaciones legales -ya que mi padre siempre fue el ilusionista de la documentación apócrifa, y nuestro país no se distinguía entonces por sus remilgos burocráticos relativos a la infancia-, sino más bien a ese nomadismo al que mi progenitor estuvo abocado a causa de su profesión arborescente, digamos, pues no sólo era esa profesión de naturaleza versátil, sino también ramificada: lo mismo estaba una mañana en Calatayud, negociando con un párroco cerril la compra de un lote de platería dieciochesca, que estaba a la tarde siguiente en El Cairo asesorando a los expertos del Museo Nacional en las labores de catalogación de unos hallazgos arqueológicos, antes de partir en un vuelo nocturno para quién sabe dónde, a trajinar quién sabe qué. Y, entre ausencia y ausencia, alguien tenía que hacerse cargo de mí, y de la casa, y de las llamadas, y del pequeño universo desamparado, en definitiva, que toda persona deja tras de sí cuando sale por la puerta con una maleta, y allí estaba tía Corina, niña proteica y vivaz, dándome de comer, planchando camisas, espantando el polvo, barriendo suelos y sumergida, en cuanto tenía un momento de calma, en la lectura de la biografía de los filósofos cínicos, por ejemplo, o de alguna de esas novelas sentimentales en que las heroínas acostumbran expresarse con el envaramiento de un texto notarial, pues era la joven Corina una lectora voraz y desordenada: un papel virgen en el que iba imprimiéndose, por la técnica del palimpsesto y por la vía del asombro, el testimonio plural de los sabios y embaucadores de medio mundo.