En un plano menos simbólico, no me importa confesarles que soy cliente ocasional de una pantomima: Club Pink 2. (Su nube medio chernóbil de perfumes entremezclados. Sus bebidas a precio de elixir de la inmortalidad. Sus sacerdotisas sinuosas de corazón solitario y sibilino. Mis lumias lunares.) Una vez al trimestre, más o menos, entro allí con un ansia borrosa y salgo con una melancolía difusa, como quien accede a un palacio refulgente por el portón de los reyes y sale por la puerta de servicio al callejón meado por los gatos. Es mi dosis de sexo teatral, digamos; mi tributo amargo al instinto: «Veneno sin dolor de falso amor», según cantó un barroco. («Pobre hombre», pensarán tal vez ustedes. Pero no, no se crean: coloquen su subconsciente delante de un espejo y luego me cuentan lo que han visto.) La mayoría de las veces llego allí, me tomo un refresco mientras charloteo con alguna de las muchachas, le dejo una propina y me voy, porque se me muere de repente el deseo, que nunca ha sido dueño de mi voluntad, ni siquiera de joven, y eso supongo que gano, pues cualquier esclavitud es cosa de temer, así se disfrace de maravilla para los sentidos: siempre tiene trampa, y en casi todas las trampas caemos.
Sé, por algunos clientes habituales, que las chicas se refieren a mí como El San José, por lo del carpintero apacible. Un apodo hiriente, como suelen serlo, pero no me importa: ¿quién no pasa por ser un fantoche ante los demás fantoches? Las muchachas cambian de destino cada cierto tiempo, pero se ve que el apodo se transmite de una tanda a otra, y los apodos de los demás habituales también sobreviven a esas migraciones: El Gitano Merengue, El Delicado, y así, con arreglo a la inspiración satírica de su autora.
A veces -lo reconozco-, pienso en el amor verdadero como quien piensa en el mito de Eldorado o en la leyenda del unicornio: un algo envuelto en bruma, una fantasía cálida de la razón. Y algo inconcretable se reanima entonces dentro de mí por un instante, un sueño rápido que hace sonreír al durmiente. Pero me hago cargo de que ya no es momento de nada: si tienes casi sesenta años y estás descontento con tu vida, no tiene mucho sentido el plantearte un cambio de vida. El planteamiento es ya otro, más sencillo: ¿merece la pena seguir viviendo o no? (Y lo curioso es que viene a dar lo mismo una opción que otra.)
…Se me olvidaba comentarles que Natalia murió hace poco más de tres años en París, donde se dedicaba a cantarle a un médico jubilado, según mis noticias.
Pero dejemos a un lado las escabrosidades colaterales y sigamos con el asunto que nos ocupa.
6
El suicida esfumado.
El juego de las adivinanzas eruditas.
Cita en Roma.
La mano fría de la enfermedad.
Un envío incomprensible.
En cuanto me levanté, bajé a comprar el periódico para enterarme de los detalles de la muerte de Casares, pero no venía nada, porque los periódicos importantes se rebajan a informarnos de las tragedias pequeñas, de los crímenes provincianos, de los horrores intrascendentes y municipales del día anterior, así hayan ocurrido en una aldea de media docena de habitantes, pero al día siguiente todo ese remolino de sangre baladí deja de interesarles por completo, porque la realidad ha renovado el catálogo de tragedias, de crímenes y de horrores triviales y no hay sitio para tanto, de modo que las hemerotecas están llenas de novelas inacabadas que comienzan con el descubrimiento de un cadáver. De todas formas, me acerqué a ese kiosco enorme que está en la Avenida del Almirantazgo y que viene a ser algo así como el gran bazar de las realidades volanderas, con la esperanza de que algún periódico malagueño ampliase la información sobre el suceso.
No hubo suerte.
Al día siguiente, compré ese mismo periódico, pero tampoco había ninguna noticia referida a la muerte de Casares. Al día siguiente tampoco, y ya desistí.
Di por hecho que Casares, que no conocía a Abdel Bari, había muerto envenenado por Abdel Bari, que jamás conoció a Casares ni tenía motivo alguno para envenenarlo. Por eso llevan buena parte de razón quienes aseguran que la vida se basa en carambolas accidentales, en concordancias al tuntún.
Aunque a veces -y a veces por fortuna- las cosas no son tan sencillas ni tan terribles como parecen a primera vista.
Cuando llegué a casa, tía Corina estaba leyendo. La diabetes va robándole visión, y estoy seguro de que si se ve privada algún día del don de la lectura, morirá del mal de Eratóstenes, aquel bibliotecario de Alejandría que, al comprobar que la debilidad de sus ojos le impedía leer, se dejó morir, desencantado y desdeñoso de todos los demás estímulos terrenales, pues los libros no eran para él cosas del mundo, sino cifra del mundo y arquetipos de la casi infinidad de cosas visibles e invisibles que lo componen.
«Escucha esto», y me leyó en inglés lo siguiente: «Mi cerebro es un palimpsesto y también lo es el tuyo, oh lector. Estratos infinitos de ideas, de imágenes y de sentimientos han ido superponiéndose, leves como la luz, sobre tu cerebro». Me miró por encima de sus gafas. «¿De quién es?» Amagué escarbar en mi memoria, para así seguirle el juego, ya que de un juego se trata: el juego favorito que tenía establecido con mi padre. Uno leía un fragmento, o una mera aporía, o un aforismo contundente, y el otro debía adivinar el autor, sin darse pista alguna. Cada acierto puntuaba, y tía Corina casi siempre estuvo por delante de mi padre a lo largo de los más de veinte años en que se divirtieron con esos rebuscados acertijos.
«Es fácil. ¿Seguro que no lo sabes?» (No, porque reconozco que no tengo buena memoria textuaclass="underline" los libros que he leído forman en mi memoria una bola húmeda de papel, y apenas recuerdo un centenar de frases más o menos célebres.) «¿Sterne?» No. «¿Samuel Johnson?» Tampoco. Y me rendí. «Thomas de Quincey. ¿Adivinas al menos de qué libro?» Le dije, por decir, que de El asesinato considerado como una de las bellas artes, que es lo único que he leído de ese desahogado. «No, lo siento. Es de Suspiria de profundis.» Y de pronto se quedó meditabunda, caminando con pasos indecisos sobre los algodones gordos del pasado, pensando sin duda en mi padre -que en buena medida también lo fue suyo-, ya que los difuntos pueden ser muy obstinados: nuestros muertos más íntimos no acaban de morirse nunca, precisamente porque se nos están muriendo a cada instante. «Tu padre detestaba a De Quincey. Decía que, de tanto fumar opio, acabó teniendo pinta de anciana vietnamita.»
Por cierto, no sé -y lo digo de verdad- si entre ellos hubo alguna vez una relación propia de amantes. Quizás al principio, cuando la niña Corina se transformó en una muchacha de formas rotundas y de mirada honda y transparente. Y el viudo… Es posible, ya digo, porque la vida es muy corta, y las noches muy largas, y el deseo muy terco. Pero si hubo algo, desde luego no prosperó, pues, desde que tuve conocimiento de las espirales invisibles de la realidad -si me permiten ustedes la expresión-, tía Corina y mi padre se trataban a veces como si fuesen dos hombres y otras veces como si fuesen dos mujeres, y no sé si me explico. Por otra parte, mi padre jamás trajo a ninguna mujer a casa, a pesar de ser él de naturaleza galante y de no tener miedo alguno a las melancolías derivadas de la fugacidad de los dones terrenales, y sospecho que de tarde en tarde se aliviaba las ansias a golpe de cartera para no complicarse el corazón con las marañas de otro corazón, conforme a la tradición atribulada que mantengo.
A tía Corina sólo le he conocido un pretendiente estable: Louis Campbell, aventurero múltiple de Louisiana, que estuvo durante un tiempo en la profesión hasta que, aburrido de incertidumbres y de clandestinidades, decidió montar un restaurante en Kalámata, allá en el Peloponeso. A principios de la década de los ochenta del siglo pasado, aquella relación cogió fuerza. Tía Corina hizo varios viajes largos con él, e incluso pasó un verano en aquella costa, y Louis paraba en casa cuando venía por aquí, siempre con sus chaquetas de aire náutico y su pelo blanco y sedoso de Romeo invencible, pero se ve que la pasión, según suele, acabó en humo, aunque todavía humea, porque se llaman en fechas señaladas y Louis no deja de invitarla formalmente cada año a que lo visite en su isla.