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Aparte de eso, tía Corina sigue hablándome de algún que otro caballero que ha conocido en el Casino Novelty, en sus jueves de azares, y en la voz se le nota la ilusión crepuscular de un imposible.

– Oye, por cierto, ha llamado esa tal Cristi Cuaresma, que tiene nombre de monja travestí, en el caso de que tal cosa sea imaginable tanto para las monjas como para los travestís.

– ¿Qué te ha dicho?

– Nada en particular. Que la llames.

Al oír la voz de Cristi Cuaresma, oía la voz de ese espectro de espinas que aún me hace sangrar un poco, y algo se estremecía dentro de mi conciencia con un crujido de hojarasca pisoteada, pero esquivé aquella especie de trampa acústica y concerté con Cristi una cita en Roma, a pesar de que intenté convencerla de que aquella cita era innecesaria y sólo reportaría gastos, ya que podíamos vernos en Colonia unos días antes de llevar a cabo la operación y precisar allí mismo los detalles. Pero se ve que hay gente con principios muy sólidos, por lo general a costa de los principios ajenos. «El domingo a las nueve en el restaurante Da Luigi, en Piazza Sforza Cesarini. Tú invitas», y le dije a todo que sí. Como un recluta.

Tía Corina volvió muy de madrugada de su peregrinaje semanal en pos de la fortuna fortuita, de perseguir las pompas de jabón de los números venturosos con un cazamariposas agujereado, siempre a la espera de que la suerte le brinde su enorme sonrisa de gato de Cheshire (ya saben: aquel gato de aspecto diabólico -cualquier felino sonriente tiene por fuerza ese aspecto- con el que se topó la niña Alicia en el complicado País de las Maravillas). Por si acaso tenía que bajar a pagarle al taxista, la había esperado viendo uno de esos debates televisivos que giran en torno a los fangales de la mundanidad, con sus celebridades fugitivas y vociferantes, al que siguió un documental en el que se especulaba con la localización del monte Sinaí.

Llegó derrotada por fuera, pero por dentro victoriosa, con la euforia estampada en unos ojos que se le cegaban de agotamiento. «He ganado durante toda la noche, como si fuese la dueña del talismán infalible que Ruperto de Cavendish le vendió al falso sultán de Witu, ¿te acuerdas?»

Los viernes, como he dicho, tía Corina se los pasa en cama destilando venenos y sólo se levanta un rato a mediodía para que Lola le arregle la habitación y hacia la medianoche para tomar algo, medio sonámbula, hasta que el sábado por la mañana vuelve a la vida con buen son, dentro de lo que cabe. Pero aquella noche no se levantó y me inquieté mucho, de modo que llamé a la puerta de su alcoba y, al no tener respuesta, entré con más pánico que sigilo, temeroso de que la muerte, disfrazada de sueño, se la hubiese llevado.

Parecía no respirar. De todas formas, comprobé que tenía una fiebre altísima, lo que, a pesar de ser una señal muy mala, era una señal buena. Estaba empapada en sudor. La zarandeé, pero no reaccionaba. Pronuncié su nombre no sé cuántas veces, a modo de conjuro nervioso. Y así hasta que soltó un gemido que pareció salir del centro mismo de la agonía, y luego tuvo una convulsión, y pronunció una palabra rota en pedazos: «Agua».

Llamé a un médico que tardó cinco o seis eternidades en venir. «Coma diabético», diagnosticó. Al rato, dos enfermeros entraron por la puerta y nos fuimos en una ambulancia.

Como era de temer, la dejaron ingresada en la UCI, a cara o cruz.

Salí del hospital a media mañana, cansado de cuerpo y de incertidumbres, de estar sentado en una silla de plástico, de presagios adversos, con la luz de los tubos fluorescentes metida en los ojos como una alucinación de blancura.

Nada más llegar a casa, me acosté, pero el sueño me huía, supongo que por culpa de esa ley universal que hace difícil la consecución de cuanto se desea, por insignificante que sea lo que se desee. (Dormir un par de horas, por ejemplo.) Me levantaba. Me acostaba. De nuevo me levantaba. No quería tomarme un ansiolítico por si acaso avisaban del hospital y me pillaban deambulando como un bobo por una arcadia química, como quien dice, y también porque en ese instante estaba convencido -no me pregunten por qué- de que aquel dolor me pertenecía y no debía abandonarlo.

El presentimiento de que tía Corina iba a morirse me desgarraba, por esa cosa que tienen los presentimientos de querer apoderarse de más realidad que los acontecimientos mismos. Lloraba por ella y lloraba por mí. Lloraba por nuestro mundo en miniatura, nuestro pequeño mundo de saberes inútiles y de negocios anómalos. Lloraba por el pasado, por el presente y por el futuro, ese futuro que suele ser para la mayoría de la gente -yo incluido- la categoría más devaluada del tiempo. Lloraba porque me veía llorando en el espejo y porque el llanto llama al llanto. Lloraba de lástima por ese individuo que lloraba ante mí con mi cara, con mis ojos, con mi corazón atenazado por el presagio de un vacío irreparable. (Mi ectoplasma en pena, mi sosias borroso, mi desdibujo.)

«Jacob? ¿Cómo va eso, cabrón?» Sam Benítez seguía sembrando el terror hedonista en Tailandia. Le pinté el panorama y le dije que tendría que aplazar mi cita con Cristi Cuaresma. «¡Qué chinga nos pusieron!» (Sí.)

Quedó en llamarme al día siguiente para ver qué rumbo tomaba la cosa, aunque las expectativas eran pesimistas: tía Corina podía morirse o bien seguir moribunda, según el médico.

Como en casa sólo conseguía desasosegarme, me tomé un café y volví al hospital.

«Va bien», me dijo una enfermera con aspecto de bailarina. «Está fuera de peligro, pero habrá que esperar la evolución», me dijo un médico con aspecto de niño que juega a las resurrecciones con los polvos sobrenaturales de su estuche infantil de mago.

Me permitieron entrar a verla durante un momento, a través de una cristalera. Tía Corina era un bulto blanco y dormido entre paredes blancas, entre utensilios sin color, entre figuras blancas: la escenografía de la nada misma. «Tiene que salir», me indicó la enfermera con aspecto de bailarina, y volví a sentarme en el pasillo, a pensar en lo que menos quería pensar.

Tras aquella sucesión de puertas prohibidas para mí, en la cámara hermética de las grandes dudas, tía Corina estaría sumida en esa clase de pensamientos que sólo pueden compartirse con uno mismo, y a veces ni siquiera eso.

Y mi reloj era lento como una vida.

Llamé a Cristi Cuaresma para postergar nuestra cita, circunstancia que advertí que le fastidiaba bastante, sin duda porque estaba deseosa de entrar en danza, que es lo que nos ocurre a todos cuando somos nuevos en esto: nos impacienta el placer de comprobar lo fácil que resulta alterar el orden del universo en cuestión de minutos y ganar además un poco de dinero a costa de esa alteración.

En el contestador tenía varios mensajes de Sam Benítez, todos ellos frenéticos y confusos, de manera que decidí desconectar el teléfono.

Al tercer día, a tía Corina la bajaron a planta. «A partir de ahora, seré una filósofa profesional», me dijo nada más verme. Por un instante, temí que se le hubiese ido la cabeza, que es lo que les ocurre a muchos enfermos después de haber puesto un pie en el Más Allá, trastornados por ese viaje a medias y por los efectos imprevistos de las compotas de fármacos. «¿Recuerdas lo que decía Platón, aquello de que la filosofía es una meditación en torno a la muerte? Pues bien, yo he estado un buen montón de horas meditando sólo y exclusivamente en la muerte. Sólo en eso. Un curso intensivo. De modo que creo que merezco al menos un diploma.» Y nos reímos. Y la vida pareció restablecerse. Y ella estaba mal pero feliz. Y yo estaba aterrado pero feliz.