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Tía Corina compartía habitación con una anciana instalada en quién sabe qué limbo, con la boca siempre abierta, respirando a compases de agonía, como si quisiera tragarse la vida. «Ahí tienes la representación más clara de la prueba de san Anselmo para demostrar la existencia de Dios», dijo, señalando a su vecina de purgatorio. «Hay que ser el emperador cósmico para concebir esta canallada, porque a una persona vulgar no se le ocurriría una cosa parecida», y me estremecí, y me acordé de paso de aquella coplilla de los tiempos del barroco que decía que bien está que tengamos que morirnos, pero envejecer, ¿por qué?

Charlamos durante un rato sobre nada en concreto, que es de lo que hablan las personas alegres que temen la disipación de su alegría, y me fui a casa, donde me aguardaba una sorpresa.

«Ha llegado esto para usted», me dijo Elías, el portero del edificio, que es un hombre curioso: hace más de veinte años que no se mueve del cubículo de la portería, pero si tienes la imprudencia de seguirle la conversación, te cuenta sus viajes por los lugares más raros de la Tierra: «El año pasado, cuando estuve en la República de Kazajstán para visitar a mi hermano pequeño, que es allí cazador…». Cuando no anda resolviendo sus tareas, Elías se enfrasca en un atlas, que para él compendia la realidad: allí están todas las ciudades y todos los desiertos, todas las tormentas pasadas y venideras, la infinitud engañosa de los mares, toda la nieve, todas las historias posibles… A vista de pájaro, a vista de Dios. El mundo entero en miniatura, igual de manejable que un juguete, y, detrás de cada nombre, un tesoro escondido: el oro líquido de la fantasía.

«Lo trajo el cartero esta mañana», y Elías, el cosmopolita quimérico, me entregó una especie de palo envuelto en papel de estraza, con mi nombre, sin remite.

Era raro: casi nadie sabe dónde vivo. Todos los envíos me llegan a un apartado de correos. A casi nadie doy la dirección de mi casa ni mi número de teléfono, por un motivo fácil de imaginar: si alguna vez necesito un escondrijo, ya estaré en el escondrijo.

Rasgué el envoltorio mientras subía en el ascensor y al instante tuve entre las manos el báculo que aquel tipo del que ya les hablé intentó venderme a la puerta de mi hotel en El Cairo; aquel báculo que, según parece, contenía el alma inmortal del mago Tamiro o tal vez Temuro, quienquiera que fuese aquel fascinador.

Como pueden ustedes suponer, me quedé menos inquieto que asombrado, con la cabeza repleta de interrogantes huecos y, sobre todo, de signos de admiración, que es de las peores cosas que pueden pasarle a una cabeza humana.

Aquello era un mal síntoma de algo que ignoraba, ¿verdad? Y les confieso que se me hundió el ánimo: estoy un poco mayor para soportar con entereza los misterios que derivan en misterios, pues el entusiasmo ante lo misterioso suele ser privilegio de juventud. Además, a estas alturas de la vida, los misterios vienen a ser fracasos de la razón, porque ya está uno en edad de comprender que en nuestro mundo no hay misterios, sino que todo es un misterio inabarcable, una matemática fantasmagórica, un mecanismo incomprensible aunque perfecto: el álgebra del sin porqué. Los pequeños misterios que nos fascinan o que nos atormentan no son más que parodias del gran misterio básico: el misterio anonadante de vivir en un universo que procuramos interpretar con la ayuda de una mente que ni siquiera consigue interpretarse a sí misma.

Pasado el pico agudo de la sorpresa, advertí que había un trozo de papel enrollado en el báculo, sujeto con cinta adhesiva. RECUERDO DE EL CAIRO. La letra parecía de pendolista, entre arábiga y gótica, con cimeras y rabos.

Pero la caligrafía era lo de menos, ya que lo de más era mi cabeza, que no acertaba a encajar aquello en ninguna zona de la realidad, ni siquiera en las más suburbiales, digamos, como lo es por ejemplo la zona del absurdo, a la que van a parar tantísimas cosas.

Por la tarde fui al hospital. Tía Corina tenía muy mal aspecto, aunque intentaba bromear a toda costa, que es un método como cualquier otro de expresar el pánico. «¿Sabes? Cada vez que me traen la comida, me acuerdo de tu padre, que decía que los menús de hospital tienen sabor a cadáver. Te ponen pollo y no te sabe a pollo, sino a cadáver de pollo. Te ponen sopa y no te sabe a sopa, sino a bilis de muerto. Hasta la fruta huele a morgue.»

No le comenté lo del báculo, como es natural, porque demasiado tenía ella con lo suyo. Y allí estuve hasta la noche, hablando de intrascendencias, leyéndole fragmentos del libro de Geoffrey Parrinder sobre la brujería, que me había pedido que le llevara («Así practicamos un poco de inglés y, si se tercia, un poco de brujería»),y admirándonos de que en la década de los treinta del siglo pasado hubiese todavía en África perseguidores de brujas: los llamados bamucapi, que obligaban a las sospechosas a beber una pócima que garantizaba casi al cien por cien la anulación de su vicio diabólico; en caso de que alguna se animara a reincidir en las prácticas hechiceras después de haber bebido la pócima, se le hincharía el cuerpo hasta extremos impensables, y pesaría tanto que resultaría imposible trasladarlo a una tumba cuando muriese, de modo que quedaría insepulto, para festín de fieras. «Pues así me veo yo como no me den pronto el alta. Esta inmovilidad está matándome de aburrimiento. Ahí viene ya la ayudanta del bamucapi.» Y entró una enfermera con una bandeja de pastillas.

Le di compañía durante un rato más y me fui a casa, con mucho desasosiego.

7

En Roma.

Peculiaridades de Cristi Cuaresma.

Las espirales de la alucinación.

Historia del Falso Príncipe.

«¿Dónde chingados te metiste?» Sam Benítez había prolongado su estancia tailandesa, sin duda porque se encontraba allí a sus anchas, crapuleando y trascendentalizando a su antojo, por esa cosa anómala y bipolar que tiene él dentro de la cabeza, aunque no descuidaba nuestro asunto. «Oye, cuate, hay que arreglar eso enseguida.» Le comenté lo del báculo, pero no quiso darle importancia. «Eso son pendejadas», y de ahí no logré moverlo.

Tía Corina estaba mucho mejor, aunque seguía hospitalizada. Le referí los apremios de Sam. «Vete a Roma. Ya me encuentro bien. Vas, resuelves lo que tengas que resolver y en cuanto vuelvas nos ponemos a la tarea… Y no te olvides de sacrificar allí una paloma para que Apolo nos lleve por el buen camino, que falta nos hará.»

Fui a la agencia de viajes y le encargué a Nati un billete para Roma, con la fecha de regreso abierta, en previsión de imponderables. (La diligente, la amable Nati: casi cuarenta años detrás de una mesa, ante la miniatura de un avión, mandando a miles de noveleros y de comerciantes a trotar por las siete partidas del mundo, y ella sin moverse de allí por culpa de su pánico a volar: esos dragones frágiles que pueden morir en pleno vuelo…)

Llegué a Roma a la caída de la tarde. Hacía mucho calor, y a mí el calor me pone endeble y melancólico -de modo que prefiero no imaginar lo que me espera como la leyenda escenográfica del infierno resulte ser literal.

Decía mi padre que Roma es algo así como una gran dama que se tira un pedo en público y sigue siendo una gran dama. Ya saben: el mármol y la mugre, la ruina prestigiosa y la chatarra, el capitel caído y la lagartija, las musas parnasianas y las monjas, los dioses olímpicos y los curas, la huella arquitectónica de Bernini y la de Mussolini… Y todo formando un todo, inseparable. Una constelación en cuatro letras.