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Vista así la cosa, la propuesta -la exigencia más bien- de Cristi Cuaresma pudiera parecer razonable, al haber reliquias por medio, pero lo que de ninguna manera resultaba razonable era que alguien mostrase empeño en trabajar con el Penumbra, que, como he dicho, es algo que siempre ha supuesto un engorro compasivo por fidelidad al recuerdo de Honza, que tan rumboso fue con las amistades, así lo fuesen del momento, y que dilapidaba en una noche lo que le costaba meses ganar, por esa cosa suya de repartir alegría allá por donde fuese, a la manera de un ilusionista del júbilo. Por Honza, en fin, y por su viuda Loretta, que sigue estando a la cuarta pregunta y con lo puesto allá en las grisuras brumosas de la costa irlandesa, mirando el rompeolas y rogando a todas las madonas de su tierra napolitana que se la lleven pronto y sin dolor, ya que nada le queda en este mundo sino el peso del mundo mismo.

«Lo del Penumbra es decisión mía», le dije. «No creo. O él entra en el juego o salgo yo. Y si salgo yo, sale Sam. Y si sale Sam, no hay juego. Y si no hay juego, sales tú», me replicó.

A falta de argumentos, y a falta de ganas de buscarlos, quedé con Cristi Cuaresma en que nos llamaríamos a la mañana siguiente («Dame tu número de móvil… ¿Cómo que no tienes móvil? ¿Seguro que no estás muerto?») y me fui paseando al hotel.

Era tarde para llamar a tía Corina, así que me tomé una pastilla y me dormí. En mi sueño, Cristi Cuaresma siguió avasallándome, pero creo recordar que la desnudé. O dicho de manera científica: creo recordar que mi subconsciente la desnudó. Aunque luego soñé con una china. Y luego con una jirafa. Porque va a ser verdad lo que dijo el correoso Schopenhauer: todos somos un auténtico Shakespeare mientras soñamos.

A la mañana siguiente llamé a tía Corina. Me dijo que se encontraba mucho mejor, aunque no logró tranquilizarme, porque sabía yo de sobra que, así estuviera atravesada de costado a costado por la lanza de san Jorge, me hubiese dicho lo mismo. «Además, estoy intentando convencerme de que existe un Paraíso para los justos, por si acaso. A mi edad conviene evitar las sorpresas póstumas», y la broma me entristeció.

«Mañana espero estar de vuelta.» Pero insistió en que no me preocupara, ya que lo importante era resolver el asunto de una vez.

Después de hablar con tía Corina llamé a Cristi Cuaresma. Me salió el contestador. «Buenos días. Soy Jacob. Llámeme al hotel cuando usted pueda. Gracias», y mucho me temo que lo dije con tono de mayordomo inoportuno, que era lo que menos pretendía.

Avisé en recepción de que iba a estar en la cafetería para que me pasasen allí cualquier llamada. Y en la cafetería estuve durante un par de horas, ojeando periódicos y leyendo una novela de intrigas templarías que había comprado en el aeropuerto y en la que el autor, en un momento de inspiración especialmente álgido, había transformado a Jacques de Molay, el último maestre de la Orden, en el jefe de una banda de muertos vivientes que deambulaba de noche por las calles de Nicosia, a lomos de caballos espectrales, para decapitar a los descendientes chipriotas de una familia francesa que en su día profanó la tumba de san Bernardo de Claraval. («Cuando la oscuridad se hizo densa y compacta, los fantasmales caballeros, urgidos por su centenario afán vengativo…»)

Llamé de nuevo a Cristi Cuaresma, y de nuevo me salió el contestador. Es decir, toda la mañana perdida, excepción hecha de mi compadecimiento por el martirio del maestre, que murió en la hoguera maldiciendo a sus verdugos, el rey Felipe IV de Francia y el papa Clemente V, y prediciendo la pronta muerte tanto de su alteza como de su santidad, como así fue, circunstancia que el autor de aquella novela de fantasía libre aprovechaba para atribuir al jerarca templario el don profético y para poner en su boca media docena de predicciones referidas al siglo XX, entre ellas los bombardeos atómicos sobre Japón y el atentado contra el Papa polaco.

Más allá de la una de la tarde, el botones me anunció una llamada. «Jacob, oye, mira, acabo de levantarme, ¿sabes?, y…» Noche larga, en definitiva. Cristi tenía la voz más ronca de lo que debían de tenerla los secuaces trasmundanos de Jacques de Molay. Quedamos en vernos para almorzar. «Donde usted me diga», y me rogó que no le hablase de usted, aunque les confieso que prefiero dispensar ese tratamiento a la gente de la que no me fío ni un pelo.

Me citó en un restaurante del Trastévere, y para allá me fui dando un paseo a pesar del calor, que era mucho y muy húmedo.

¿Existe algo más ridículo que una persona que espera a otra persona en un restaurante? ¿Una persona que alinea una docena de veces los cubiertos, que se aprende de memoria la cenefa del plato, que pasa el dedo por las copas para componer una música ululante, que mordisquea un poco de pan, que juega con las migajas de pan caídas sobre el mantel como si fuesen las cuentas de un ábaco? ¿Una persona que mira sin parar hacia la puerta y a la que el camarero trata con piedad y a la vez con desprecio: el chucho abandonado en la autopista?

Eran más de las tres de la tarde y Cristi Cuaresma seguía sin aparecer. La llamé varias veces, pero me salía siempre el contestador. A la quinta vez que el camarero me preguntó si iba a tomar algo le dije que sí, porque era casi la hora de cerrar.

Hice el camino de vuelta al hotel con el ánimo muy rebelde, maldiciendo a Cristi Cuaresma y a su madre, a los difuntos de Cristi Cuaresma y al calor romano, que a esas horas era de octavo círculo dantesco (ya saben: aquel en el que encontramos al astuto Ulises y al sacrílego Diomedes -que hirió a Afrodita en la mano con su espada vanagloriosa- convertidos en una bola de fuego parlanchina).

En la recepción del hotel no tenía ninguna nota, de modo que le dije a mi espíritu: «Abrúmate», y mi espíritu acató la orden al instante.

Llamé a tía Corina, pero le oculté mis desazones. Me dijo que seguía mejor y, para demostrarlo, me contó la leyenda de la isla llamada Dondun: cuando alguno de sus moradores moría, se congregaban sus familiares y amigos, troceaban el cadáver y se lo comían entre todos, para de ese modo evitarle el sufrimiento de ser devorado por los gusanos. Los familiares y amigos que no participaban en ese convite caían en desgracia, por haber deshonrado al fiambre. «La muerte es siempre una cosa complicadísima», concluyó, y quedé en llamarla en cuanto supiera mi fecha de regreso, que se postergaba de manera innecesaria, y más teniendo yo el ánima inquieta por el estado de fragilidad de tía Corina, que no paraba de hablar de asuntos fúnebres.

La esfumación de Cristi Cuaresma dejó de ser tal a las cinco y poco de la tarde, hora en que recibí una llamada suya que me sacó de un sobresalto de la siesta. «Mira, Jacob, perdona, pero es que los relojes se han confabulado contra mí. ¿Quedamos a cenar?» Y les cuento enseguida el desarrollo de aquella cena, que acabó siendo la más rara de mi vida.

Cristi Cuaresma llevaba el mismo vestido que la noche anterior, o al menos uno idéntico. Tenía ojeras y fumaba un cigarrillo tras otro, aspirando el humo con el rictus de un tragador de sables. «Antes de dar un solo paso, tenemos que localizar al Penumbra.» Intenté disuadirla de aquella majadería, pero en el intento me quedé. «Cuando des con él, me llamas y empezamos a trabajar… Háblame un poco de tu vida, si es que la tienes…»

A mitad de la cena comencé a notar una calidez extraña en el estómago, una especie de ignición densa y leve a la vez, como si un duende en llamas corretease por mis vísceras. A aquella rara calidez siguió una rara euforia, y a ésta una rara diligencia. Ustedes van a perdonarme la ordinariez y la jactancia, pero les confieso que, en aquel preciso instante, me sentía capaz de tumbar a Cristi Cuaresma sobre la mesa y de dejarla embarazada de las tres moiras, diosas del destino, hijas de Zeus y de Temis. Y no es tanto que me sintiera capaz de aquello como que aquello me parecía lo más sensato que podía hacer, de manera que pueden figurarse mi grado de trastorno, pues no suelen ir por ahí mis ilusiones.