De repente, en el aire se estamparon unas hebras de un rojo intenso (el revoloteo de un hada herida, desangrándose en el aire, o algo por el estilo), al tiempo que la luz de los apliques del restaurante se transformaba en estelas movedizas, en melenas ondulantes de rayos parsimoniosos. Todo parecía blando, y mutante, y…
Cristi Cuaresma sonreía. Su cara se había contagiado de la inconsistencia generaclass="underline" al mover la boca, daba la impresión de que la mandíbula se le descolgaba. No podía mirar yo cosa alguna sin que al instante tal cosa sufriese una alteración entre prodigiosa y pintoresca: las copas de la mesa formaban un laberinto infinito de cristal palpitante, por ejemplo, y la pieza de pan era una roca volcánica con un alma candente, de modo que prefiero callar lo que me parecían las manos del camarero que nos sirvió.
«Necesito un poco de aire fresco», y salí del restaurante con la sensación de escapar de un ámbito intolerable de irrealidad. Pero la irrealidad siguió brindándome su circo alucinado en plena calle, aunque les ahorraré la narración de mis delirios, por coincidir demasiado con los descoyuntamientos de las fantasías oníricas, que tan aburridas resultan siempre para el prójimo incluso si cobra por interpretarlas.
Me apoyé en un muro y cerré los ojos, pero aquella ceguera no logró remediar aquel disloque, pues seguía teniendo visiones difíciles, aunque me sentía indefiniblemente feliz, dueño y señor de cada una de las células de mi cuerpo. «¿Te sientes vivo, muerto en pie?» En medio de aquel desbarajuste, sentí el impulso de abrazarla, y lo hice, como es lógico. Me temo que incluso llegué a besarle el cuello. («Eh, tú, Jacob, procura controlar la situación», me susurró mi conciencia moribunda, segundos antes de morir.) Cristi entró en el restaurante y salió de allí con un camarero. «Dale tu tarjeta. Invitabas tú.» Al instante volvió el camarero y le firmé como pude el recibo. «Bonito garabato. Nos llamamos», dicho lo cual, Cristi Cuaresma se esfumó, dejándome en medio de la calle con mi aluvión de quimeras.
Eché a andar. Por los caprichos de mi memoria intoxicada, me acordé del canallesco emperador Cómodo, de la noche en que intentaron asesinarlo por culpa de las intrigas de su esposa Lucila, promiscua y ambiciosa, y yo era Cómodo, y yo era la conciencia sin conciencia de Lucila, y yo era la espada que brillaba en la noche, y yo era la noche.
No tardé en perder el rumbo. Cuando vi de lejos el Coliseo, un pie de mármol de proporciones gigantescas emergió de él y se elevó en el aire en todo el esplendor de su blancura, y aquella visión, por lo descabellada, me despertó la risa, al menos hasta que me di cuenta de que el pie tenía la intención de pisarme. Creo recordar que me senté en la acera, esperando sentir el peso ajusticiador de aquel pie fabuloso, y que acurrucado me quedé durante un rato, hasta que abrí los ojos y comprobé que el pie titánico se había disuelto en la noche, que a esas alturas era de color verde esmeralda.
Y así sucesivamente.
Mucho me temo que estuve deambulando hasta casi el amanecer, regido por la brújula del desvarío, perdido de mí por completo, caminante peligroso por el laberinto de una Roma fantaseada. Recuerdo, eso sí, que, a lo largo de aquella caminata surreal, iba contándome a mí mismo la historia del oscuro e implacable Tiberio, la del furioso Calígula, la del débil Claudio, la del disoluto y cruel Nerón, la del bestial Vitelio y la del timorato e inhumano Domiciano. (Los epítetos que utilizo, por cierto, se los tomo prestados al laborioso caballero Edward Gibbon, forense de toda aquella descomposición.) Mucho me temo también que busqué un equivalente romano del Club Pink 2, aunque me conforta la certeza de que no lo encontré, porque tenía intacta la cartera a la mañana siguiente.
Perdí el sentido del tiempo. Perdí la orientación. (Perdido Jacob.) Y, guiado de la mano de no sé qué ángel lazareto, me desperté a las tantas en mi habitación del hotel Locarno, con la mejilla derecha arañada (a saber) y con la sensación de ser el rey del mundo, de un mundo vaporoso que no tardó ni cinco segundos en estallar en varios miles de pedazos dentro de mi cabeza, así que arrojé la corona al water y recuperé mi fardo natural de pesadumbre.
Me duché y llamé a Cristi, dispuesto a pedirle explicaciones por haberme proporcionado sin aviso aquella embriaguez que, a pesar de mi aversión a los encantamientos químicos, no dudaría en calificar de maravillosa, pues lo cierto es que no recuerdo haberme sentido tan dichoso y tan pleno en toda mi vida, tan libre de pasado y de pesares, aun teniendo en consideración la adversidad de algunas de las visiones que me asaltaron, porque se ve que las irrealidades son tan imperfectas como la realidad. Saltó el contestador y no le dejé mensaje.
Llamé luego a la compañía aérea y reservé plaza para un vuelo de vuelta, de modo que rehíce el equipaje a toda prisa y me fui al aeropuerto con el cuerpo muy perjudicado por el molimiento de la noche anterior, pero a la vez con un recuerdo de gratitud hacia aquella aventura desquiciada. (Una aventura, por cierto, con antecedentes ilustres: en la Odisea se nos cuenta que Helena vertió en la copa de Telémaco y de Pisístrato Nestórida una droga egipcia que hacía olvidar todos los males, hasta el punto de que quien la ingería no derramaba una sola lágrima a lo largo de una jornada completa, así viese morir a sus padres o degollar a su hermano.) (Y yo llegué a olvidarme, ay, de tía Corina y de sus males…)
Antes de embarcar, llamé a Cristi Cuaresma cuatro o cinco veces desde una cabina, pero me salía siempre el contestador, su alter ego.
Y al rato ya estaba yo volando, peregrino entre nubes, después de haber sido el peregrino psicodélico de la noche romana. Yo, que de joven salí huyendo en cuanto pude de esos paraísos de impostura, verme, a mis años, colocado como un ratón de laboratorio, errabundo por las calles, vagabundo de mí, incorpóreo y tan pleno, y con la suerte además de que el pie colosal no me aplastara…
A tía Corina le dieron el alta el día siguiente al de mi regreso, de modo que la vida volvía a su cauce, dentro de lo que cabe.
«Te lo avisé: una persona que se hace llamar Cristi Cuaresma no puede ser más que una corista o una chiflada, o ambas cosas a la vez», y le di la razón. «Vamos a tener que recurrir al Falso Príncipe», y ahí no pude darle la razón, aunque tampoco se la quise quitar.
Por si les interesa, la historia del Falso Príncipe es, a grandes trazos, la siguiente: su nombre es Simone Sera y en su juventud fue camarero en Palermo, en el café Mazzara, que era donde el achacoso príncipe de Lampedusa iba con frecuencia a escribir, a despachar la correspondencia y a echar el rato, por no sentirse a gusto en su casa palaciega, o eso dicen. Simone solía atenderle, y lo hacía al parecer con maneras muy reverenciosas, aunque con los demás camareros se mostraba nuestro Simone altivo, contagiado de aristocracia, como consecuencia de lo cual se ganó el apodo por el que hoy le conocemos y que él asumió por un prurito juvenil de mundanidad y vanagloria, hasta el punto de confeccionarse, con un manual de heráldica sobre la mesa, un escudo de armas con lambrequín, trechor, cuarteles repletos de bestias rampantes y pasantes y barbeladas, bucleadas y brochantes, e incluso con alguna flor de lis como ornamento de su genealogía fantasiosa, que más parecía aquello un bazar que un escudo.