«Me han encargado el trabajo, cuate, pero ahorita no puedo y pensé en ti.» A pesar del aliciente de la cifra, mi ánimo se achicó de repente, porque se me vino encima mi edad, con todo su fardo de irresolución y de pereza. «Tía Corina y yo no estamos ya para eso. Además, no lo veo claro. Es como si me pides que ponga derecha la torre de Pisa.» Pero Sam estaba optimista con respecto al optimismo: «No te creas. El sistema de seguridad es sólido, güey, pero sólo a niveles eclesiásticos, ¿me entiendes? No es más difícil que atracar una joyería de barriada», lo que entraba en contradicción con la dificultad que me había anunciado apenas un minuto antes, pero achacarle a Sam sus contradicciones viene a ser como afearle a un cangrejo sus andares. Me explicó que la plancha frontal del relicario, de forma trapezoidal, se abría de un modo muy simple: bastaba con girar la corona de la estatuilla del rey que preside el lateral inferior derecho, según me señaló en la foto. «Se abre, se meten las reliquias en una bolsa y se sale de allí tranquilamente, admirando las vidrieras y los demás esplendores, que son la santísima rehostia.» Le pregunté qué nivel exacto de protección tenía el relicario. Se quedó meditando. Meditando un embuste, como es lógico, porque ese es el gran defecto de Sam: moverse por la realidad como quien se mueve por un cuento de hadas en el papel de duende travieso que vive bajo una seta alucinógena. «Escaso, güey.» No pude evitar hacerle una pregunta cuya respuesta yo intuía de sobra: «¿Has estado alguna vez allí?». Me miró sorprendido. «¿Y eso qué más da, pinche güey? ¿Has estado tú alguna vez en Sri Jayewardenepura?»
En Sri Jayewardenepura no, pero estuve en Colonia a principios de los ochenta del siglo pasado, aunque no visité la catedral, porque las catedrales no me llaman demasiado la atención. De todas formas, no tenía yo una panorámica tan sencilla del asunto como la tenía Sam: si las catedrales pudiesen saquearse como puede saquearse un huerto de membrillos, los altos jerarcas eclesiásticos tendrían que vender los inmuebles sagrados para aparcamientos o para discotecas, pues no quedaría santo alguno ni retablo ni custodia ni silla de coro en cuestión de semanas, y adiós al decorado intimidatorio de Dios en la Tierra, y vuelta al paganismo. «Hazme caso, compadre. Será como patinar artísticamente en la nieve.» Patinar, sí. En la nieve. En el caso de que haya nieve y de que uno sepa patinar, entre otras cuestiones.
Pero me temo que, antes de proseguir, se impone un poco de información…
La leyenda que circula en torno a esas reliquias coge vuelo en el siglo XII, y se ha ramificado desde entonces en versiones derivativas, ya que el paso del tiempo favorece las mixtificaciones.
Si nos remontamos a los orígenes, tenemos que, allá en el siglo IV de nuestra era, santa Elena, esposa repudiada de Constancio Cloro y madre del emperador Constantino, demostró tener aficiones arqueológicas y además muy buena suerte, pues desenterró en el Gólgota la Vera Cruz, según se cuenta. Alentada por su devoción y por su ansia de coleccionismo, a aquella santa se le metió entre ceja y ceja que las reliquias de los tres astrólogos errantes que siguieron una estrella maga y que llegaron a Belén de Judea para postrarse ante el pequeño Mesías fuesen veneradas en la ciudad a la que dio nombre su hijo: Constantinopla. A pesar de que los restos mortales de los tres magos -o reyes, o astrólogos, o lo que fuesen, en fin, si es que algo fueron- se hallaban dispersos por varias regiones de Oriente (una variante legendaria manda a santa Elena nada menos que a la India en busca de los restos de sus majestades), la santa satisfizo al final su deseo de reunirlos y los trasladó a Constantinopla, a la iglesia de Santa Sofía, donde fueron depositados en un sarcófago de granito que los cronistas de la época califican de fabuloso.
Tiempo después (no se sabe con exactitud cuánto, porque nos movemos por calendarios incoherentes), visitó Constantinopla san Eustorgio, a la sazón obispo de Milán, y el emperador Constantino le regaló los cadáveres -o lo que quedaba de ellos- de los tres monarcas, o lo que fuesen. El obispo compró dos bueyes y un carro, cargó en él aquel fardo ilustre y tomó rumbo a la lejana Milán, guiado, al parecer, por la misma estrella anómala que guió a los tres magos en su peregrinar por los desiertos.
Pero, cuando cruzaba aquel santo las hoscas y escarpadas montañas de los Balcanes, un lobo atacó a uno de los bueyes que tiraban del carro y lo dejó moribundo, porque matar del todo a un buey lleva su tiempo. San Eustorgio se puso hecho una fiera con la fiera: la amonestó, la domeñó y, por último, la unció al yugo vacante del buey malherido, que quedó para los buitres. Con su carro tirado por aquella yunta estrafalaria, entró el santo en Milán, vitoreado por los fieles.
Los milaneses se sentían muy orgullosos de ser poseedores y custodios de aquellas reliquias, hasta que Federico Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y enemigo jurado del sultán Saladino, decidió saquear Milán, reliquias incluidas.
A partir de este punto, la leyenda se bifurca: una versión asegura que el arzobispo de Colonia se llevó a su diócesis, sin más explicaciones ni peripecias, las reliquias de los magos; otra versión, más ajustada a los cánones del folletín, entretiene el enredo de que unos milaneses piadosos enterraron las reliquias bajo la torre del campanario de la iglesia de San Giorgio al Palazzo para preservarlas del afán de rapiña del prelado alemán. Pero debía de ser persona terca aquel prelado, de nombre Rainald von Dassel, arzobispo y canciller del emperador, pues, a pesar de la estratagema, encontró los restos codiciados y con ellos en las alforjas regresó a su patria.
Este entramado mitad legendario y mitad histórico consiente otros detalles dignos de reseña: se supone que cada rey mantenía en el cráneo su corona, se supone también que los tres sarcófagos estaban aureolados por una especie de oro volátil, como aviso de que no debían ser separados jamás; una vieja crónica llega incluso a asegurar que un anciano abad cisterciense de Castilla oyó ante la tumba de los tres magos el relincho nervioso de unos caballos y el sonido de una flauta. (¿?) Y así podríamos estar hasta el fin de los días del mundo, porque no existe cosa más extensible que una leyenda, hermana al fin y al cabo del rumor.
«¿Cuento entonces contigo?», me apremió Sam. A pesar de todas mis dudas, le contesté que sí, reconozco que cegado por la cifra, aunque no le oculté mis reservas ante el éxito de la operación ni la posibilidad de ejercer mi derecho a retracto. Pero Sam, ya digo, estaba muy optimista aquel día y quedó en llamarme para concretar detalles. «Sólo te impongo una condición, cuate: tienes que trabajar con quien yo te diga.» Le repliqué que mis colaboradores los escogería yo, que es lo tradicional y lo sensato. «Lo hablaremos, ¿va?» Me extendió un cheque en concepto de anticipo, me anotó el número de su teléfono móvil y nos despedimos con otro abrazo de empatía.
En la puerta del Riche me esperaba Abdalah, que discutía no sé por qué ni sobre qué con dos paisanos suyos. Le dije que se tomara el resto del día libre, por ver si de ese modo se le aplacaba un poco la acedía, que va a costarle la salud, y me fui a callejear por el zoco, donde tuvieron lugar los curiosos incidentes que paso a relatar.
Hay historias que no deben contarse (en principio porque nadie va a creerlas), pero siempre habrá quien las cuente, ya que esas historias son como grandes pájaros que revolotean sobre nuestra imaginación (dominio de lo incorpóreo y lo imposible) y sobre nuestra conciencia (dominio de lo indeciso y lo secreto), y llega el día en que esas enormes aves hechas de palabras proyectan su sombra solemne sobre el mundo, y sus siluetas corrompen la claridad del cielo: el dueño de la historia la propaga. Y el que la ha escuchado se ve impelido a propagarla. Y se crea una cadena de propagación estremecedora. Y la historia que no debía ser contada pasa a formar parte de la historia de todos. Y es ya un secreto a voces.