Lamento comunicarles que el protagonista de la misa por el alma del joyero Esteban Coe no fue el alma de Esteban Coe, sino la viuda de Esteban Coe, que llegó enfundada en un vestido negro que realzaba sus formas rotundas, con medias negras, con zapatos negros, con sus ojos negros, cargada de cosas de oro. Algo así como la afirmación de la vida frente a la muerte: el esplendor de la viuda frente a la descomposición del difunto. El hic et nunc frente al sic transit, como quien dice.
Cuando la viuda fue a comulgar, muchos pecamos de pensamiento, porque Satanás no se achica en el templo de su antagonista. Cuando le dimos el pésame, volvimos a pecar. Y yo, que no soy de natural libidinoso, seguí pecando cuando llegué a casa y me quedé pensativo en un butacón, imaginando a la viuda en el momento de bajarse las medias negras en su alcoba de solitaria, a pesar de que Coe se me aparecía en la conciencia bajo la forma de un espectro desengañado de la amistad. (El deseo, de acuerdo, es una tontería, qué voy a contarles yo, pero es el deseo, y, aunque el tiempo vaya matándolo, nunca muere del todo, porque está hecho de la materia de las ilusiones, que es imperecedera a fuerza de ser una materia muy barata.) «¿En qué piensas?», me preguntó tía Corina. «En la muerte», le respondí, para no entrar en detalles.
Recibimos una llamada de Manel Macario, que estaba de paso por aquí, camino de Algeciras para saltar desde allí a Marruecos, país del que le gusta menos el paisaje que otros factores que sería imprudente referir ahora. Se empeñó en invitarnos a cenar, y con gusto correspondimos a su empeño, por sernos muy querida su persona desde siempre.
Manel Macario fue profesor de historia antigua y amigo de mi padre, con quien se distraía en jugar a las hipótesis arriesgadas en torno a hechos del pasado, pues ambos tenían ideas opuestas sobre muchas cosas, pero un grado idéntico de capacidad fantástica y sofística, y aquellos torneos divertían a ambos por igual, y más aún si se centraban en grandes acontecimientos sobre los que no pesa la documentación sino la conjetura, pues se les iban entonces las horas en disputas amables, cada cual tejiendo suposiciones descabelladas para intentar descolocar al adversario, que de ningún modo se mostraba dispuesto a dejarse descolocar: «Mire usted, Macario, los jardines colgantes de Babilonia no pudieron ser obra de Nabucodonosor, como quiere la leyenda, sino de la reina Semiramis, que estaba medio loca y que…». Y el otro replicaba, y así durante horas, y ambos felices, con sus juguetes verbales.
«A las nueve en el restaurante El Faro, ¿os parece?», y para allá nos fuimos.
A Manel Macario no lo veíamos desde la muerte de mi padre, cuando vino al entierro, y esos años le habían hecho bastante mella, a pesar de que mantenía su buen humor, su coquetería, su gusto por los anillos, su apego al júbilo y esa cualidad difusa -pero tan nítida- de estar de acuerdo consigo mismo, que se le apreciaba sobre todo en su manera de sonreír cada vez que tenía un golpe de ingenio, que él siempre ha derrochado: «Cada vez que como marisco, me siento como Neptuno, de quien sólo sabemos a ciencia cierta dos cosas: que tuvo amores con Salacia y Venilia y que tenía muy altos los niveles de ácido úrico». Y con esas bromas le divierte divertir a los demás, porque el viejo profesor Macario parece levantarse siempre con el pie bueno, y eso que gana para sí, y eso que ganamos sus amistades.
Manel Macario nunca ha tenido parte activa en nuestra profesión, aunque ha asesorado a muchos de los nuestros, pero el grado de confianza que mantenemos con él es grande y antiguo; además, se pasa media vida pegado a la radio, pues le divierten las noticias insólitas y la letra pequeña del mundo, lo que le tiene al tanto incluso de lo impensable, de manera que le referí la operación coloniense, a pesar de las protestas de tía Corina, que aseguraba que aquello iba a arruinarnos la velada, que hasta entonces discurría por el cauce de la frivolidad, tal vez la forma más civilizada de la alegría.
El profesor frunció el ceño para activar su memoria y nos contó que, durante los bombardeos aliados sobre Colonia, tanto las reliquias como el relicario de los Reyes Magos fueron desalojados de la catedral, con tan mala suerte que, apenas recorrer diez kilómetros, quienes se encargaron del traslado -entre ellos un archidiácono y un capellán mayor- murieron al pisar una mina la furgoneta en que debían dirigirse a la ciudad de Kassel, en cuyo palacio de Wilhelmshöshe, convertido en museo, tendría que ser ocultada aquella mercancía venerable, según las instrucciones que recibieron del arzobispo coloniense, que era natural de aquella urbe y que había acordado el plan con el regidor del museo, pariente suyo.
El relicario medieval quedó maltrecho a causa de la explosión, pero no acabaron ahí sus desventuras. Unos campesinos que corrieron hacia el lugar de la desgracia no tardaron en percatarse de dos extremos, a saber: que los ocupantes de la furgoneta estaban muertos y que su carga era muy valiosa. Los campesinos, tras una breve deliberación, llegaron al acuerdo de que los difuntos eran unos saqueadores y de que aquella enorme maravilla que transportaban, sin parangón para sus ojos aldeanos, era fruto del pillaje, frecuente en aquellas fechas de anarquía. Quizá con arreglo a esa máxima de moral dudosa según la cual el que roba a un ladrón tiene un siglo de perdón, los campesinos decidieron trocear el relicario para repartírselo, y así lo hicieron, con herramientas toscas y con tosca codicia, pues tal vez no haya cosa que ciegue más a los humanos que la refulgencia del oro, y por oro dieron aquella plata dorada.
Cada campesino se fue a su casa con su fragmento de relicario y con una vaga sensación de haber cometido un sacrilegio, porque a la conciencia sólo se la puede engañar hasta cierto punto.
El propietario del granero en que se llevó a cabo el despiece del relicario se encontró con un botín extra: tres rulos de brocado, con ataduras de cordón de seda, que, una vez desenvueltos, dejaron ver un rebujo de huesos y tres cráneos, lo que agradó poco a la sensibilidad del campesino en cuestión, tendente por cultura y naturaleza a los pánicos supersticiosos relacionados con los difuntos. De modo que el campesino, a falta de mejor arbitrio, decidió inhumar aquellos restos en un prado apartado de su granja, con lo que se le quedó más serenado el pensamiento.
Pero quiso la fatalidad, tan caprichosa, que justo en el lugar de aquel enterramiento se atrincherasen unos soldados alemanes, y quiso poco después que estallase allí mismo un obús de mortero lanzado por el enemigo. La explosión dejó semidescubiertas las reliquias, aunque milagrosamente íntegras, pues no pudo la artillería con ellas, privilegio que la suerte negó a los soldados que allí intentaban resguardarse de la mano larga de la muerte.
Cuando la infantería aliada pasó por aquel prado en misión de rastreo, un soldado norteamericano, de nombre James Laughton, entrevió los rulos de ricas telas, ajadas por el paso de los siglos, y, advertido instintivamente de su valía y antigüedad, decidió cargar con ellas como recuerdo, por ese síndrome de souvenirismo que afecta a la soldadesca, quizá para ilustrar con fetiches los cuentos que habrán de componer en la vejez. A la hora del descanso y de las confidencias, James Laughton mostró el hallazgo a dos amigos suyos, de nombre John Berry y Peter Connolly.
Se dio el caso de que el soldado James Laughton resultó ser de temperamento fantaseador, proclive a los enredos mistagógicos, e improvisó para sus amigos una leyenda según la cual el contenido de aquellas mortajas correspondía a tres héroes nibelungos muertos en batalla, y sus custodios estarían a salvo de peligros, ya que las reliquias tenían rango de talismán, al actuar aquellos desventurados de ayer como protectores de los guerreros de hoy, para así librarlos de la suerte que corrieron ellos entre las brumas ensangrentadas de la Edad Media, pues se ve que no tenía miedo el soldado Laughton a las distancias históricas.