(Dicho sea lo anterior a modo de prólogo, porque voy a contarles una historia un poco difícil de creer.)
Tras despedirme de Sam Benítez, según iba diciéndoles, me fui a dar una vuelta por el zoco, que en El Cairo constituye una ciudad dentro de la ciudad, ya que esa es la estructura esencial de la megalópolis egipcia: un derrumbadero de ciudades.
Merodeaba yo por aquel laberinto de mercadurías, despreocupado y ocioso, cuando se me acercó Alif, el pedigüeño tullido que alimenta el ensueño de haber sido en su juventud un soldado sin miedo y un amante sin corazón, aparte de marinero en Córcega y capataz de una explotación de bauxita en la Guinea francesa. Mi padre era benefactor de este Alif, que desde hace décadas, aparte de ejercer de trujimán y de comisionista de tenderos, se dedica a vender por el zoco leyendas orales, algunas tomadas en préstamo del repertorio tradicional y otras inventadas por él, inspiradas por lo general en historias verídicas, según le marque el día a día del barrio: robos, intrigas de alcoba o sucesos inexplicables. Entretenían mucho a mi padre los relatos de Alif, con su mixtura de paranormalidad y costumbrismo, y a veces incluso anotaba su argumento, sin duda como reverberación de sus aficiones literarias, abandonadas tiempo atrás por la vorágine cotidiana de los negocios.
«Te vendo la más grandiosa y oscura de las historias por cien libras», me susurró Alif al oído en un francés aterrador, legado -supongo- de su etapa guineana, pues a casi todo el mundo susurra él ofertas de esencia misteriosa para estimular de ese modo el humano afán por conocer las materias incógnitas que, en número infinito, conforman el entramado profundo del universo. «¿Cien libras?», y mi sorpresa era sincera, pues por cinco es capaz Alif de contarte las mil y una noches, con sus mañanas y tardes. Aquello, por lo insólito, me despertó una vaga intriga, que al instante por suerte dormí.
Me insistió en que fuésemos a una cafetería a tomar algo, y teatralizó su propuesta abanicándose con una mano y secándose el sudor de la frente con la otra. Como el caso es que yo también estaba sediento, y por respeto a la costumbre tenía mi padre de invitarlo, le dije que bien, aunque con el aviso de que reservase su historia para un oyente más ávido de curiosidades, al tiempo que le daba un par de billetes pequeños para abonarle sus servicios narrativos, que yo para nada quería. «Esto es para que estés callado.» Pero Alif sabe manejar los recursos de encantamiento propios de los mercaderes a fuerza de tanto comerciar con materias verbales: «Mira, yo te la cuento y si la historia te gusta, me das las cien libras; si no, quedamos en paz».
Me mantuve en mi negativa, porque no deseaba que nada ni nadie enturbiara la limpieza que lustraba ese día mi ánimo, inclinado de suyo a lo sombrío. Pero, contra su costumbre, que consistía en narrar los cuentos de memoria, Alif se sacó un papel mecanografiado del bolsillo y empezó a leer en plena calle: «Escucha, amigo Jacob, la historia más triste de cuantas se recuerdan en Egipto… En el siglo IV de los cristianos, bajaron flotando por el Nilo tres sarcófagos de piedra. Surcaban las aguas con lentitud, alineados, y sobre ellos brillaba un aura de oro que tenía la forma de una nube redonda. Un pescador consiguió agarrar uno de ellos y se quemó las manos, y quedó inválido para siempre de ellas, pues un fuego invisible le dejó a la vista los huesos, y jamás tocó ya más cosa ni mujer. Un pez gigantesco se tragó uno de aquellos sarcófagos, y al instante aquel monstruo marino se redujo a ceniza. Unos niños que nadaban intentaron subirse a ellos, y todos quedaron ciegos para el resto de sus días en este gran espectáculo de apariencias, dedicados a contar la leyenda magnífica de su desgracia por las calles para obtener limosna…».
No hay cosa que me intranquilice más en este mundo, se lo confieso a ustedes, que las simetrías del azar. Aparte de intranquilizarme, desconfío de ellas, porque el azar no suele tener talante geométrico: es un magma, y como tal se comporta, y si se comporta de otro modo es que ya no es azar.
Nos sentamos en la terraza de una cafetería a la que se empeñó en llevarme, aunque a mí, si me viene a mano, me gusta ir -¿qué le vamos a hacer?- al turístico Fishawi, porque la realidad se observa desde sus veladores como una especie de diorama exótico. Pedí un botellín de agua, y un refresco de uva y un narguile pidió Alif, a cuenta mía.
«¿De dónde has sacado esa historia, Alif?» Y se puso a hacer visajes que pretendían sugerir que aquello era materia reservada. «¿La termino?», me preguntó, y le dije que adelante, porque las historias inconclusas acaban siendo perjudiciales para el sosiego de la imaginación. «Así que quien se acerque a esos sarcófagos conocerá en toda su plenitud la desventura, y morirá entre grandes padecimientos, y arderá durante toda la eternidad en el fuego del reconcomio.»
Dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo. «¿Eso es todo?» Alif asintió y me reclamó las cien libras. Saqué de mi cartera unos cuantos billetes de cincuenta piastras y se los di. Los contó con dedos ágiles de avaro. «Dije cien libras. Tú me das miseria. Por una gran historia. Tu padre siempre era un caballero conmigo.» Con dolor de corazón, porque admito que no me gusta regalar el dinero, así se trate de calderilla, le ofrecí a Alif doscientas libras si me decía quién le había pagado para que me contase aquella historia. «Nadie. Yo vendo historias. Nadie compra a Alif. Alif vende.» Como ustedes saben, no resulta fácil bregar con un comerciante egipcio, así lo sea de historias. «Doscientas libras, Alif.» Pero Alif se levantó, negando con la cabeza, negando con todo el cuerpo, sin querer mirarme. «Doscientas», insistí. Miró en derredor con ojos de intriga y se pasó el dedo por el cuello como si el dedo fuese una daga. «Ni por todo el oro de la tumba de un faraón», y volvió a simular que se rebanaba el cuello. «Trescientas», le oferté, lo que para Alif era ya una pequeña fortuna y para mí un tonto despilfarro, pero apuró su vaso de refresco, dio un par de caladas al narguile y se fue a la carrera como quien huye del presidente de la tentación, dando cojetadas habilidosas entre el gentío, hasta confundirse y borrarse en aquel hormiguero.
Pensé que el universo debía de estar boca abajo para que Alif renunciara a un fajo de billetes, al ser él codicioso por condición y por necesidad. Y en barajar hipótesis en torno a aquel fenómeno casi parapsicológico empleé un buen rato, aunque sin resultados dignos de mención.
Noté entonces que uno de los camareros me observaba más de lo preciso, circunstancia que tal vez no sea relevante en una ciudad en la que resulta habitual la impertinencia, tanto por parte de los nativos como de los turistas, ya que unos y otros se analizan mutuamente con estupor antropológico. Pero el camarero aquel me analizaba con demasiada insistencia, pendiente del más insignificante de mis gestos. Descartado, por ilógico, el móvil sexual, sólo me quedaba la opción de aferrarme a mis aprensiones paranoicas, que fue lo que hice.
En una mesa contigua a la que ocupaba yo, una turista sonrosada y sonriente, rubia de fantasía cosmética, de unos cincuenta años de edad, con aspecto de hacer estupendas tartas de arándano o de cosas similares cuando el prozac conseguía tumbarle los demonios íntimos, cayó de pronto al suelo, para divertimento de un par de camareros del negocio, que procuraban incorporarla entre un carrusel macabro de risas de pocos dientes, abanicándola con cartones e incluso con una babucha que uno de ellos cogió del tenderete de un zapatero vecino. Pero resultó que la turista no se había desmayado, sino que estaba muerta, tragedia sobre la que voy a permitirme alguna que otra conjetura, si son ustedes tan amables.