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Una vez contada la jácara, regaló a cada uno de sus camaradas un rulo de aquellos, y con el restante se quedó él. Comoquiera que todo soldado está predispuesto a aferrarse a cualquier superstición benéfica, por esa cosa malaje de rozarse a diario con la muerte, Berry y Connolly cargaron con aquello en su mochila hasta el fin de la contienda, y con aquel fardo volvieron los tres infantes a sus hogares, que se hallaban respectivamente en Memphis, en Nashville y en Louisville.

Pero si bien aquellas reliquias les habían protegido en sus escaramuzas bélicas, se tornaron objetos de desgracia en su vida como civiles. Tanto Laughton como Berry y Connolly, que habían perdido el contacto entre sí después de obtener la licencia, comenzaron a padecer ulceraciones y estigmas purulentos en pies y manos, y su salud mermaba por minutos, pues envejecían en tres meses lo que se tarda tres años en envejecer. Al principio, cada uno de los ex combatientes atribuyó aquel infortunio a una enfermedad de las tantas que inventa el cuerpo para labrarse su propia ruina y, ante la falta de diagnóstico, que los médicos se veían incapaces de darles, alimentaron la esperanza de una curación espontánea, que es ilusión común a los enfermos incurables. Pero, en vista de la desmejoría vertiginosa que se cebaba en los antiguos soldados, sus médicos respectivos (impotentes para aliviar siquiera aquella rara afección, pues las ulceraciones no cicatrizaban, a pesar de que el médico de Berry hizo incluso que le enviaran extracto de chuchuhuasi desde el Perú) recomendaron a sus pacientes que elevasen un recurso a las altas instancias militares, por si pudiera tratarse de una dolencia derivada de su participación en la guerra, adquirida tal vez por contacto con materiales químicos experimentales. Así que los enfermos se buscaron sendos abogados y se puso en marcha el carrusel.

Por ser muy similares sus expedientes, los tres veteranos fueron citados a comparecer el mismo día ante un tribunal médico en un hospital militar de Washington D.C., y allí se reencontraron por sorpresa los antiguos compinches de trincheras, envejecidos los tres como por maleficio. Les pareció en verdad cosa de magia aquella coincidencia aterradora, a la vez que les afianzó en la hipótesis de que la patología que les devoraba tenía origen en su empleo como soldados, pues toda la campaña la hicieron codo con codo. Pero el tribunal médico que examinó a los tres jóvenes estigmatizados no atisbo siquiera la fuente de la enfermedad. Los resultados de los análisis eran los propios de personas sanas, e incluso uno de los médicos, metido a metafísico, llegó a decir con la boca chica que parecía tratarse de «una enfermedad ajena al organismo, una morbosidad autosuficiente que ni siquiera necesitaría el cuerpo de los pacientes para desarrollarse», a pesar de que los tres soldados se consumían por horas.

Los abogados, con todo, exigían indemnizaciones cuantiosas para sus clientes en calidad de mutilados de guerra, y se hicieron más fuertes como triunvirato una vez que descubrieron una secuencia lógica y común para el mal que aquejaba a los tres jóvenes, que ya en nada lo parecían. Y en eso anduvieron durante varios meses: los enfermos agostándose, los abogados procurando rentabilizar la Ley y los médicos militares lavándose las manos, según suele decirse.

Como ni los abogados ni los médicos lograban avanzar gran cosa, los tres ex combatientes moribundos, que seguían en observación en el hospital militar de Washington, recurrieron a la vía espiritual y, por sugerencia de Laughton, requirieron la asistencia del reverendo Spoonful, prenda y prez de la iglesia episcopaliana, autor de dos libros de éxito: uno sobre los milagros en el siglo XIX y otro sobre los milagros en la primera mitad del siglo XX.

Durante el encuentro, aquel trío de desfallecientes narró al reverendo, entre otras muchas hazañas, el episodio de los restos mortales encontrados en las cercanías de Colonia, y Spoonful, que en el fondo tenía más fe en lo sobrenatural que en los fundamentos de la naturaleza, intuyó que de ahí podía arrancar la trama de sus desdichas.

Los enfermos, por indicación de Spoonful, pidieron a sus familiares que les hicieran llegar al hospital aquel estrafalario botín de guerra, y así fue. Tras olerse su origen sacro, el reverendo inició pesquisas en la diócesis de Colonia, desde donde no tardaron en revelarle la trascendencia del asunto -aunque sin entrar en detalles- y en urgirle su devolución, pues en la catedral seguía exhibiéndose el relicario, una vez recuperado de las garras de los campesinos y restaurado primorosamente, aunque en su interior sólo se hallaban las reliquias de santa Úrsula -asesinada por negarse a contraer matrimonio con Atila, rey de los hunos-, que fueron depositadas allí por considerar el arzobispo coloniense que era una tomadura de pelo el que los fieles oraran frente a un chirimbolo vacío, y durante todos esos años, en la Noche de Reyes, colocaba en el frontal del relicario tres calaveras de pasta, compradas en una librería científica, que retiraba al día siguiente con el remordimiento de haber montado un guiñol grotesco en suelo sagrado.

Al reverendo Spoonful le costó trabajo soltar las reliquias, a pesar de las indicaciones recibidas por parte de sus superiores, pero finalmente accedió, aunque de mal grado, no sin antes apropiarse de varias astillas de huesos de cada uno de los tres envoltorios.

Cuando las reliquias regresaron a Colonia, el arzobispo, en una misa nocturna a puerta cerrada en la que sólo estaban presentes los miembros del consejo catedralicio (a quienes contó lo que quiso sobre los avatares de la desaparición), las restituyó solemnemente al relicario y todo pareció volver a su cauce.

Lo más curioso de todo es que, en el preciso instante en que tuvo lugar aquella ceremonia de restitución, los ex soldados Laughton, Berry y Connolly, a miles de kilómetros de allí, sanaban de sus estigmas, recuperaban el color y la juventud y saltaban de la cama como lazaros devueltos a la vida.

El reverendo Spoonful quiso advertir un factor milagroso en aquella sanadura espontánea y publicó un artículo al respecto, ilustrado con fotografías del antes y el después de los afectados, en una revista de temas paranormales que intentaba conjugar, con éxito variable y con rigor de manga ancha, los arcanos de lo inexplicable con las explicaciones de la ciencia. Según la hipótesis de Spoonful, que era hombre aficionado al riesgo espiritual, aquellos honorables ex combatientes habían llevado al suelo patrio las reliquias de Jesucristo y de los dos ladrones que fueron crucificados junto a él. De ahí el padecimiento de estigmas en pies y manos. «Cristo ha querido venir a los Estados Unidos de América», proclamaba el reverendo. «Y se ha valido para ello de tres valerosos soldados que han tenido que sufrir en sus carnes el dolor de la enclavación para que nuestro pueblo no olvide su mensaje.»

Para insistir en el recuerdo de ese mensaje, el reverendo montó una gira con los tres antiguos soldados por las principales ciudades del Este, con paneles en los que se exponían fotos de su martirio. Tras la arenga del reverendo, los ex combatientes tomaban la palabra para explicar a la feligresía su aventura bélica y para detallar, con oratoria titubeante y descarnada, la grandeza de su padecimiento, momento en que se proyectaban diapositivas de sus miembros ulcerados. «Cristo nos eligió», proclamaban Laughton, Berry y Connoliy, que eran ya especialistas en firmar autógrafos en estampas de Cristo, en calidad de vicarios suyos en la Tierra. «En la catedral de Colonia se veneran las reliquias del Salvador junto a las de los dos ladrones, tanto las del bueno como las del abyecto, como prueba del perdón infinito y de la infinita humildad del Redentor, que ha querido compartir los esplendores del relicario con dos infelices», informaba el reverendo.

Sus superiores advertían a Spoonful de que el hecho de que existieran restos mortales de Jesucristo era algo que entraba en contradicción severa y sacrílega con el dogma de la resurrección, pero Spoonful no escuchaba sino lo que le hablaba en silencio su corazón henchido, y el corazón -el de Spoonful y el de cualquiera- razona más bien poco, así que con su discurso siguió el reverendo.