Al poco de aquello, Spoonful se levantó una mañana y vio que tenía llagadas las palmas de las manos. Se miró los pies y apreció en ellos la misma lesión. Lejos de afligirse, se sintió privilegiado por aquella desgracia, ya que dio en atribuirla a designio divino, según era lógico y natural, pues no cabía ninguna otra atribución razonable. Spoonful relacionó enseguida la aparición de aquellos estigmas con su posesión de los fragmentos de reliquias que había sisado del lote que fue devuelto a Colonia. Así que no tardó en disponerse a rentabilizar aquel prodigio en beneficio de la propagación de la fe, y por ciudades, pueblos y aldeas iba el reverendo predicando con fuego, como quien dice, y exhibiendo sus llagas, para escalofrío de los testigos de aquel fenómeno. «Jesús ha querido que yo reviva su padecimiento en la Cruz», etcétera.
El arzobispo católico de Washington no tardó en informar de aquellos delirios a la jerarquía vaticana, que, por trámite de prudencia, consultó al arzobispado de Colonia sobre el particular. El arzobispo germano, que era hombre astuto, a la vez que soberbio y temeroso -lo que no deja de ser una combinación psicológica pintoresca, aunque frecuente-, redactó un informe en clave irónica, achacando aquellas fantasías a la irresponsabilidad propia de un episcopaliano con aspiraciones de divismo, y de ese modo se libró de dar explicaciones sobre las peripecias que padecieron las reliquias.
El informe del arzobispo de Colonia fue dado por bueno en el Vaticano y ahí terminó el asunto… Al menos en teoría.
Manel Macario hizo una pausa para ir al cuarto de baño. «Esto parece ya una mezcla de Mark Twain y de novela gótica. ¿Tú crees que es serio que dos adultos estén aquí, delante de una bandeja de marisco, escuchando un cuento chino de ambientación norteamericana?»
Macario volvió del baño. «¿Queréis que siga?» Tía Corina volvió la cara, pero yo le contesté que por supuesto. Y Macario siguió…
Spoonful estuvo de gira durante unos tres meses, reclutando fieles gracias al poder de sugestión de sus estigmas y de su oratoria, que hacían una mezcla en verdad irresistible. Su salud mermaba por días, y nada podían hacer los médicos, en parte porque nada quería Spoonful que hicieran, al sentirse orgulloso del suplicio que le había impuesto el propio Jesús, a imitación del suyo en el Gólgota.
La cúpula episcopaliana no veía con buenos ojos aquel exhibicionismo macabro ni aquella especie de suicidio lento y en público, pero toleraba el circo en función de los resultados, pues eran muchas las ovejas que sumaba al rebaño el reverendo.
Visionario, temerario y tremendista, a Spoonful, en los últimos días en que giró por ahí, tenían que trasladarlo en silla de ruedas, al no tenerse en pie, y había ocasiones en que sufría un desfallecimiento en plena homilía, efecto dramático que aumentaba el entusiasmo de los devotos, pues apreciaban en vivo la consunción heroica de aquel varón bienaventurado, santo entre los que más, dispuesto a exhalar su último aliento delante de un megáfono.
Cuando el reverendo vio cercano su fin, reveló a su asistente predilecto, un cura recién investido, de nombre Leonard Zaritzky, el secreto de las reliquias, y a él confió las astillas usurpadas, no sin advertirle de que su posesión implicaba el padecimiento que estaba a punto de matarlo, como así fue, porque a la semana de aquello se fue el reverendo Spoonful junto al Padre.
Colas hacía la gente para dar el último adiós al cadáver del reverendo estigmatizado, el de verbo florido y tremebundo, el amigo del dolor.
Zaritzky, que apenas mediaba la veintena, se encontró con aquella herencia terrible y cada noche padecía una pesadilla invariable en la que se veía el cuerpo llagado, rebosante de pus y santidad. Pero al despertarse, y por fortuna, en sus manos y pies no había rastro de estigmatización, aunque no pasaba un minuto entero a lo largo del día sin que se los vigilara.
A pesar de la predilección que le dedicó Spoonful, Zaritzky no tenía madera de mártir y no estaba dispuesto a pasearse por ahí como una atracción de feria para proseguir la labor de su maestro, según le había prometido en su lecho de muerte, pues era él persona de carácter delicado y poco dada a los espectáculos espiritualistas, al estar más por la propagación de la fe desde la seducción de las palabras serenas y de los loores cantados en la paz de las mañanas de domingo.
Pero, como tampoco quería faltar a la palabra dada a su maestro y protector, Zaritzky optó por elegir él a un discípulo para revelarle el secreto que le confió el difunto, y que fuese ese discípulo quien cargara con el privilegio de padecer el martirio de los estigmas. Se fijó para ello Zaritzky en un clérigo joven y pelirrojo llamado Richard Lorre, por apreciarle un carácter vehemente y una beatitud de corte primitivista, basada en un par de dogmas inamovibles y poco más, pero con un don de gentes innegable, según podía apreciarse cada vez que abría la boca, al margen de lo que saliera por aquella boca, que tampoco eran las verdades del barquero en materia teologal, sino más bien peroratas amenazantes, pues jamás se olvidaba de pintar el infierno a sus parroquianos. Aparte de eso, Lorre tenía un ojo bastante más grande que el otro, lo que daba un matiz de contundencia visionaria a cuanto proclamaba, pues el ojo mayor parecía observar los acontecimientos que se producían en un inconcreto Más Allá. Así que a Lorre citó Zaritzky y le reveló el secreto, que Lorre acogió con ilusión de iluminado, mostrándose dispuesto a que todo su cuerpo se convirtiera en llaga si fuese preciso. Zaritzky, con alivio, aunque también con un punto de aprensión, confió a Lorre las reliquias que el reverendo Spoonful hurtó en beneficio de la fe y de la redención de Estados Unidos.
A los dos meses de aquello, el clérigo Lorre lucía en sus manos y pies unos estigmas sobrecogedores, y de inmediato organizó una gira para propagar el mensaje de Cristo y para exhibir aquella dolencia prodigiosa como prueba irrefutable de la preocupación divina por el pueblo estadounidense, pues en ningún otro lugar del mundo se conocía un fenómeno parangonable.
«Y ahí comienza la carrera delirante de Lorre, que se puso de nombre artístico El Hermano Llagado», nos informó Manel Macario, y me quedé de hielo.
«Si me perdonáis un momento… Ya sabéis que la vejiga envejece mucho antes que su propietario», y al servicio se fue nuestro narrador.
Como ustedes recuerdan, el profesor Negarjuna Ibrahima me había señalado la pista del Hermano Llagado al término de nuestra entrevista en el hotel Coloso, y aquello no podía ser una mera casualidad. Se lo comenté a tía Corina, que estaba muy escéptica: «Eso son meras concordancias astrales». Pero ella sabía que no, por mucho que procurase quitarme manías de la cabeza. «Recuerda lo que te dije del loro de Nueva Guinea.» Pero eran ya demasiados loros.
El profesor Macario tardaba en volver y nos alarmamos. Fui al servicio. No estaba en la zona de urinarios y llamé a las dos puertas de los retretes. «Un momento», oí. «¿Le pasa algo?» Y repitió: «Un momento». Al cabo de ese momento, salió, blanco como lo blanco. «Algo me ha caído mal», me dijo con la mirada gacha. «Qué mala suerte», musitó. «¿Quiere que avise a un médico?» Pero se opuso con las fuerzas que le quedaban. Lo cogí por el brazo y salimos de allí. De repente se detuvo. «Por favor, di que avisen a un taxi. Discúlpame ante Corina.» Le arrimé una silla, y sentado se quedó con la flacidez de un muñeco de ventrílocuo.
Me acerqué a nuestra mesa y le dije a tía Corina que no se preocupase, aunque sé que sólo conseguí preocuparla. «Quédate ahí y no te muevas, por favor. Luego te cuento.» Cuando llegó el taxista, ayudé a Manel Macario a subirse al coche. «Qué vergüenza, Dios mío», repetía. «Le llamaré luego al hotel para ver cómo sigue», y asintió sin mirarme.