Volví a la mesa. «Te lo tengo dicho y repetido. La mayoría de los nuestros están ya aquí de prestado. Disimulando. Queriendo hacer ver que la vida sigue, aunque lo único que sigue es esta muerte lenta.» Y se nos quitó el apetito. Y tuvimos que pagar todo aquello, claro está, porque nos quedamos sin anfitrión. Y la cuenta, por cierto, fue de escándalo. Y nos fuimos a casa.
A la caída de la tarde, llamé al hotel en que se hospedaba el profesor Macario. Me dijeron que tenían instrucciones de no pasarle llamadas. Insistí más tarde, pero las instrucciones seguían vigentes. Aprovechando que tenía el teléfono en la mano, llamé a Sam Benítez, aunque sin fortuna, según era ya tradición. «¿Quieres tranquilizarte? Mira que una cabeza da de sí lo que da de sí. No fuerces la caldera del barco o vas a verte a la deriva en medio de una tempestad», me avisaba tía Corina. Y me proponía que nos fuésemos al cine, o al casino, o a dar una vuelta. Pero yo estaba sin ganas de calle, que son ganas que se me van con el desasosiego.
Cuando tía Corina se acostó, volví a llamar al profesor Macario, pero me dijeron lo mismo. Volví a llamar también a Sam Benítez, y lo mismo.
Me pasé aquella noche en vela, en el intento de poner en pie la maraña de historias que me habían contado unos y otros y, sobre todo, buscando una línea maestra en ellas. Pero me resultó imposible. No lograba encontrar ningún patrón, a pesar de que mi terquedad insistía en la convicción inamovible de que existía alguno.
En las pausas de la búsqueda de ese patrón, les confieso que marcaba el número de Sam Benítez, pero era como marcar el número de Jasón el argonauta, esposo de la maga Medea.
Cuando amaneció, llamé al profesor Macario para que me contase el final de su relato sobre el Hermano Llagado, convencido yo de que aquella podía ser la pieza clave de todo el entramado coloniense, en el caso optimista, claro está, de que en aquel entramado hubiese una pieza clave, lo que aún estaba por ver, visto lo visto. «El señor dejó la habitación muy temprano.» Bien. Inmejorable. Otra incertidumbre para mi cónclave de incertidumbres. Porque a ver quién localizaba en Marruecos al profesor Macario, prófugo terco del tiempo, al menos hasta que el tiempo le diga «Hasta aquí hemos llegado» y le cierre las puertas de la fuga, como a todos.
Como no hace falta decir, seguí llamando a Sam Benítez. Tampoco hace falta decir que sin éxito. Di por sentado que, al reconocer mi número en la pantalla de su móvil, optaba por no aceptarme la llamada, ignoro por qué a la vez que no lo ignoro en absoluto, de modo que me fui a un locutorio de ecuatorianos y lo llamé desde allí.
Cayó en la trampa.
«Escucha, Sam, no se te ocurra colgarme…» Fingió no oírme bien. Alegó que andaba por la albana Elbasan, sin apenas cobertura. Recurrió incluso a jurarme que estaba ocupado en ese momento. «No me cuelgues, Sam.» Y curiosamente no me colgó.
«¿No fue a verte Federiquito, compadre?» Y le dije que sí. «Entonces, ¿qué más quieres, loco?» Y le respondí que la verdad, a pesar de ser consciente de que se trata de un concepto demasiado vulnerable no sólo a la mentira, sino también a las seducciones baratuchas de la fantasía.
«Sólo voy a hacerte una pregunta. Y, por la memoria de mi padre, que para ti debería ser sagrada, te pido que me digas la verdad. ¿Quién es el Hermano Llagado?» Sam se apresuró a hacerme otra pregunta: «¿Cómo sabes tú lo del Hermano Llagado?», y comprendí que estaba en el camino bueno, porque las preguntas que se contestan con una pregunta sorprendida pueden considerarse confirmaciones.
Sam me dijo que se trataba de una historia larga y que era verdad que en ese instante estaba ocupado. «Te llamo sin falta esta noche y te cuento.» Le dije que no, que me la contase de inmediato, pero comprendí que el poder era suyo: le bastaba apretar una tecla para esfumarse. «Esta noche sin falta, Sam.» Y me lo juró por su padre, Eloy Benítez, artesano de la madera, que murió a los ciento dos años en Tlaquepaque, dejando tras de sí catorce hijos, dos viudas, una leyenda de gallo pendenciero y un revólver.
«Estamos a punto de salir de dudas», le dije a tía Corina cuando se levantó. Se encogió de hombros. «¿Tú crees? La duda está muy desprestigiada, aunque no sé por qué. La mayoría de las veces es preferible a la certeza.»
A pesar de haberme pasado la noche en blanco, la agitación me mantenía alerta y me senté a desayunar con tía Corina, que daba la impresión de haberse levantado con el pie izquierdo. «Vamos a hacer un trato: no me hables más de ese asunto. Aunque te enteres de que quien estaba detrás de la operación es un hijo mulato del Papa, te lo guardas para ti, porque necesito espacio libre dentro de la cabeza. "El conocimiento inútil es el germen de la desazón." ¿De quién es?» Y no supe darle respuesta. «Atribuida a Polícrates, el tirano de Samos, que a veces, cuando no estaba tiranizando, también pensaba un poco, supongo que para tiranizarse también a sí mismo.»
El día se me hizo muy largo, porque no lograba centrarme en nada y me pasaba las horas picoteando en el ocio de los libros y de la radio, aunque sin sosiego para disfrutar. Incluso me dediqué durante un rato a ordenar la biblioteca, recolocando los libros que se llevó el primo Walter, pero la excitación me impedía centrarme en ninguna tarea, ya digo, pues es condición de ese sentimiento el convertir a la gente en errabunda de sí. El sentido común me susurraba que Sam no llamaría, pero la ilusión me gritaba lo contrario, ya que lo suyo es gritar, por ser ella una facultad insensata del espíritu.
«¿Te vienes al cine?», me propuso tía Corina. «En la Casa de la Cultura echan La burla del diablo. Creo que te convendría verla, porque puede hacerte comprender que la realidad es casi siempre una sucesión de malentendidos cómicos.» Pero por nada del mundo me separaría yo del teléfono. «No es tanto una cuestión de curiosidad como de dignidad», y añadí: «Ya no tengo edad para que me tomen el pelo». Y se encogió de hombros, que parecía ser su gesto del día. «Allá tú. Lo que tienes que procurar es que no se te caiga el pelo. Después del cine iré a tomar algo con las viudas», y le pedí por favor que no bebiera mucho, porque le notaba debilidad en la mirada, y los ojos nunca mienten -ni en la salud ni en el amor, ni en los negocios ni en la tragedia; en nada: los ojos, los delatores.
Los humanos constituimos una especie bastante pintoresca: podemos pasarnos horas y horas observando un teléfono y rogándole que suene, padeciendo incluso una especie de fenómeno de anticipación acústica, imaginando que suena cuando está más callado que un muerto. El ansia.
Como es innecesario que les diga, no paraba de llamar a Sam, aunque con resultado invariable: desconectado.
Tía Corina volvió más allá de la medianoche y el teléfono seguía sin sonar. «¿Qué? ¿Te has enterado ya del misterio básico del universo?» Pero mi gesto se lo dijo todo. «Desengáñate. Hay cosas que no tienen explicación, salvo que se trate de una explicación falsa. No comprendo cómo puedes tener tanto empeño en que te den una explicación falsa, que es el consuelo metafísico del tonto», y me hirió aquella rudeza, que le disculpé al instante porque venía con dos copas, y en esas ocasiones el pensamiento de cualquiera es una especie de cristal astillado. «No digo que seas tonto, por supuesto, sino que estás haciendo el tonto. No es un reproche a tu inmanencia, sino a tu circunstancia. Dame un beso.» Y se fue a dormir.
Cuando me había hecho a la idea de que Sam no llamaría, llamó. «Escucha, loco, ¿estuviste tú en Albania?» Y, tras unas impresiones más o menos turísticas, me contó lo que enseguida les cuento.
Según Sam, detrás de la operación de Colonia había muchos intereses contrapuestos. Por una parte, estaba Richard Lorre, alias El Hermano Llagado, que, para incredulidad de la ciencia médica y tal vez de él mismo, sigue vivo a sus ochenta y seis años, consumido de cuerpo pero inflamado de alma, predicando aún por pueblos y aldeas y vendiendo a los fieles unos relicarios de plástico pintados de purpurina que enmarcan trozos de venda empapados de su sangre. Aunque proscrito oficiosamente por la jerarquía episcopaliana, en cuyas directrices generales de modernidad no encaja aquel exhibicionismo purulento, el clérigo Lorre continúa reclutando seguidores y, a fuerza de bolo y bolo, de colecta y colecta, de relicario de purpurina y de relicario de purpurina, se ha hecho con grande fortuna, que él de corazón desprecia, por ser hombre desatado de las usuras terrenales. Pero, como la cabeza humana es una maquinaria de funcionamiento peculiar, a Lorre se le ha colado en la suya una obsesión: recuperar las reliquias que en su día devolvió el reverendo Spoonful al arzobispado de Colonia, por considerar que allí son víctimas de un agravio, ya que los católicos se niegan a aceptar la condición divina de aquellos huesos y se limitan a atribuirlos a los Reyes Magos, que al clérigo no le merecen otra consideración que la de tres muñecos morunos dedicados a repartir juguetes, por mucha exégesis patrística que hayan procurado echarle encima.