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Como a Lorre le sobra el dinero, que para él representa -qué suerte- una materia grosera, puso en marcha un mecanismo de indagación de los canales del hampa que, tras varias espirales, le condujo a Sam Benítez.

Sam se entrevistó con Lorre en el refugio que tiene el clérigo en Middle Paxton. Según me aseguró Sam, en toda su vida había visto un cadáver parlante tan cadáver y tan parlante como Lorre. «Estaba bien pinche jodido el viejo, güey.» Aprovechándose tanto de la obsesión mística de Lorre como de su desprecio místico por el dinero, Sam le sacó cuanto pudo, que fue bastante, y le aseguró al clérigo que en menos de dos meses tendría en su casa las reliquias colonienses. Al no poder saber cuáles de las reliquias del lote correspondían a Jesús y cuáles a los ladrones que le flanquearon en el Gólgota, Lorre insistió en que quería el lote completo, como era lógico y como lógico le pareció a Sam, que se comprometió a entregarle la mercancía completa e intacta.

Pero entonces…

Pero entró en danza entonces el llamado Tarmo Dakauskas, que resultó estar a sueldo del Vaticano, pues habían requerido allí sus servicios en vista de la ola de expolios que estaba extendiéndose por toda Europa, fenómeno que el cónclave de cardenales dio en atribuir a un rebrote de las sectas satánicas, que siempre han exhibido como trofeos de guerra los objetos sagrados obtenidos por el pillaje, a la vez que presumen de divertirse profanándolos. (Se cuenta por ejemplo que, en una ceremonia llevada a cabo hace un par de años en la isla de Formentera, unos satanistas marselleses, tras realizar actos impuros en una playa a la luz del plenilunio, se lavaron los genitales con la esponja con que santa Práxedes limpiaba la sangre de los mártires en el siglo II y que habían robado esa misma mañana en la catedral de la Seu d'Urgell.) Lo que ignoraban los altos jerarcas vaticanos era el detalle de que el propio Tarmo Dakauskas estaba detrás de aquellos robos, con arreglo a la estrategia de crear un problema para poder buscarle solución.

Antes de que le diese tiempo siquiera a ponerse a estudiar el plan de actuación para satisfacer el encargo del clérigo Lorre, Sam Benítez recibió, en fin, una llamada de Tarmo Dakauskas. El estonio le propuso que, a cambio de una cantidad de dinero considerable, trabajase a su mando para evitar un golpe en la catedral de Colonia, ya que tenía constancia de que un botarate siciliano llamado Montorfano le había encargado a Leo Montale la organización de un robo masivo de reliquias, entre las que se contaban las de los magos de Oriente. Con arreglo a sus desarreglos ocasionales de entendimiento, Sam aceptó. «Era mucha lana, güey», y no pude dejar de sonreír. «Pero me arrepentí enseguida.» Le pregunté si Abdel Bari trabaja para Montorfano. «Eh, loco, ¿quién te ha dicho esa pendejada?», y le respondí que Tarmo Dakauskas en persona. Hubo unos segundos de silencio. «Mira, compadre, déjame que te diga, ¿va? Tu Tarmo Dakauskas no es Tarmo Dakauskas.» Y me quedé más mudo que el hielo.

«Lo que intento decirte es que el Tarmo Dakauskas que conociste en Colonia no es el verdadero, güey, sino un operario suyo. Un impostor autorizado, ¿comprendes?» Y, por raro que parezca, creí comprender. «Tarmo no se mueve de Luxemburgo, pero reparte la chinga de tarmitos por el mundo entero, ¿va? Una especie de sistema de franquicias.» La esencia de aquella revelación resultaba bastante artificiosa, pero cosas más raras se han visto, de modo que asumí su complicación y su rareza. Para añadir rareza y complicación al asunto, Sam me informó de que, a la par que ellos, se sumó a la velada el falso ruso Aleksei Bibayoff, pseudónimo de Albert Savage, hijo del químico Louis Savage, que había heredado de su padre la presidencia de la Fraternidad de Heliópolis y, en consecuencia, la vigilancia del relicario de Colonia, morada de esa especie de monstruo de Frankenstein esotérico que montaron con los restos de Champagne, de Dujols y de Faugeron.

Si Sam no me mintió, parece ser que Albert Savage vive desde hace años en Rusia, dedicado a rentabilizar la marea de capitalismo que ha inundado aquel país, aunque cumple a rajatabla la promesa que le hizo a su padre en el lecho de muerte: mantener cohesionada la Fraternidad y velar por la custodia de los restos de sus tres correligionarios. Se supone que este Savage se desplazó a Colonia en cuanto Sam Benítez, conocedor de lo que de verdad alberga el relicario coloniense, le avisó -previo ajuste de los honorarios, porque Sam no da puntada sin hilo- de la operación que Montorfano le había encomendado a Leo Montale.

Tarmo Dakauskas no tardó en enterarse por boca de Sam de que en la catedral coloniense se veneran los restos de tres alquimistas de opereta, pero aquel detalle le traía sin cuidado, ya que su tarea se limita a evitar ese tipo de robos, así resulte que lo que pretendan robar consista en una reliquia de la Vera Cruz que en realidad sea una astilla de una caja de cerezas del siglo XI, pongamos por caso, porque Dakauskas está más allá o más acá -según se mire- de toda teología.

Se trataba, en suma, de impedir el robo de las reliquias. Pero había un inconveniente: que Sam Benítez tenía a la vez el encargo de robarlas y la misión de impedir que las robasen.

Y ahí, miren por dónde, entré yo.

Según Sam, me hizo ir a El Cairo para representar una pantomima ante Abdel Bari, que, por lo visto, es el cabecilla de una especie de congregación religiosa con derivaciones visionarias entre cuyas convicciones se cuenta la de que en el relicario de Colonia se guarda el legado esencial de Hermes Trimegisto: la Tabla de Esmeralda. Un legado que la secta de Abdel Bari lleva años planeando recuperar, aunque la falta de medios aplaza a la fuerza esa ilusión.

Sam hizo circular por los ámbitos delictivos cairotas la especie de que yo había recibido el encargo de robar el contenido del relicario germano. El rumor no tardó en llegarle a Abdel Bari, pues de eso se trataba. «Estaba seguro de que el gordo Abdel Bari no iba a matarte, güey, porque sería un asesinato inúticlass="underline" enseguida te sustituiría otro. El gordo está bien pinche jodido de la olla, y sabe jugar fuertecito, pero no había riesgo. Hablé con él, le saqué un poco de lana, lo convencí de que no te mandara al carajo eterno y le juré que me encargaría de organizar tu asesinato cuando robaras la tablita y de llevársela yo mismo a su casa, ¿va?» Le dije que no lograba encontrar ni siquiera un motivo colateral que justificase el asesinato de mi persona. «Es que el gordo es muy rencoroso, cuate. Por lo visto, tu jefe le hizo una vez un negocio feo y se la tenía guardada bien en lo hondo. Como tu padre murió, el gordo iba a hacerte heredero de esa venganza, güey. Pero lo mejor viene ahora…»