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Me tomé una pastilla y me acosté.

A la mañana siguiente, quise contarle a tía Corina el relato de Sam, pero se negó en redondo. «Ni un monosílabo más sobre ese asunto», y comprendí que así iba a ser, porque conozco sus actitudes inexpugnables.

«¿Quieres creerte que esta noche he soñado que nos íbamos a Groenlandia?» Y crucé los dedos para que aquel sueño no fuese profético, porque para Groenlandia estaba yo.

Por lo demás, cuando bajé a comprar el periódico, vi en el suelo del zaguán un par de octavillas: SE ACERCA EL DÍA DE LA HOGUERA. ARDERÉIS no supe qué pensar.

22

Marta.

Un resucitado imprevisto.

Informaciones de Fioravanti.

La huida de tía Corina.

Los regresos.

Y un final.

(…) (Una elipsis.)

Hace más de cinco meses que tengo abandonado este relato. No porque no haya pasado nada, sino más bien porque han pasado demasiadas cosas.

Es posible que todo cuanto nos ocurre tenga un antecedente concreto, un detonante específico y a veces imperceptible, pues estoy más o menos convencido de que el verdadero motor de la vida es el efecto dominó, según me permito ejemplificar a la manera del primo Walter: nunca lees la prensa, jamás te ha interesado la crónica de sucesos, pero un día compras el periódico para enterarte de los detalles del asesinato cometido por un vecino tuyo. En el kiosco, de forma fortuita (una moneda que cae al suelo, un movimiento sincronizado de ambos para coger una misma revista ilustrada…) conoces al amor de tu vida. Y bien: amor, vida. Dos palabras importantes por sí mismas y maravillosas si deciden aliarse para formar un solo concepto Y ya estás instalado dentro de una alucinación. Pero resulta que el amor de tu vida es ludópata, como consecuencia de lo cual te roba, te obliga a endeudarte y te sugiere incluso que robes en el trabajo. Y acabas robando en el trabajo, claro está, porque se trata a fin de cuentas de una petición del amor de tu vida, de modo que te quedas sin trabajo, sin casa y sin amor de tu vida, que se ha buscado ya otro amor de su vida que tiene trabajo y casa, hasta que llega el día en que apuñalas al amor de tu vida en plena calle. Hay muchas cosas por medio, sí, pero el origen y el fin de la secuencia están muy claros: saliste un día a comprar el periódico para enterarte de los detalles de un asesinato y acabaste convertido en un asesino. (Dicho sea a modo de ejemplo, claro está.)

Pues bien, una tarde en que me notaba muy bajo el nivel de glucemia, me acerqué a La Rosa de California para comprar trufas de mandarina y vi que estaba sentada ante un velador la viuda de Esteban Coe. Ya saben ustedes que no soy persona desenvuelta en las estrategias galantes, que tan alejadas quedan de mi modo de ser, pero les confieso que sentí el deseo de saludarla, pues el pretexto estaba libre de sospecha: hablarle de mi amistad con el difunto. Como es lógico, reprimí ese deseo y no la saludé. Salí de allí con mi bandeja de trufas de mandarina y con el peso de una inquietud en el ánimo, pues de verdad me apetecía entrometerme en la soledad de aquella mujer hermosa y ensimismada, con su luto discreto, muy cargada de oro, meditabunda ante una taza vacía, fumando con el aire de quien está resolviendo un jeroglífico.

A los pocos días de aquello, pasé de nuevo por La Rosa de California (que, según tía Corina, es mi farmacia) para comprar unas bizcotelas de cacao y allí estaba otra vez la viuda de Coe. Esa vez el arrojo me respondió. «Perdone. Fui amigo de su marido.» Me miró como si volviese de un largo viaje por dentro de sí misma. «Jugábamos al billar.»

Y, a partir de ese instante, la viuda de Coe se convirtió en Marta.

Quedé con ella al día siguiente y le llevé la traducción del artículo sobre los planetas de diamante que leí en Le Fígaro y que nunca pude darle a Coe. Marta lo leyó muy despacio, supongo que porque había conceptos que le resultaban huidizos. «Esto hundiría el mercado», comentó muy seria cuando terminó de leerlo, y no supe si interpretarlo como una simpleza o como un golpe de ingenio.

Quedamos en vernos al día siguiente. Y al otro también quedamos. Y nos vemos desde entonces, en fin, casi todas las tardes.

El primer extrañado ante esta circunstancia soy yo, que me daba por jubilado de este tipo de fascinaciones, pero se ve que no nos morimos del todo hasta que no nos morimos del todo.

Por si les interesa, les confesaré que aún no hemos tenido relaciones sexuales ni nada que se les aproxime. Aparte de su luto, ambos estamos en una edad en que avergüenza un poco desnudarse por primera vez delante de otra persona, ya que los ojos tienen que acostumbrarse a un nivel considerable de decrepitud, al contrario de lo que ocurre entre los jóvenes, que sólo tienen que deslumbrarse ante el esplendor. En las parejas que envejecen juntas no se da ese problema, según me dicen: el cuerpo de hoy lo ven a través del recuerdo del cuerpo de ayer, porque la persona amada es intemporal, así se caiga a pedazos, y ahí reside la magia del amor duradero, que es una hermosa prestidigitación de los sentidos.

Marta y yo aún estamos en una especie de periodo neutral, en esa fase de toda relación amorosa en que nadie es exactamente quien es, sino un amable impostor, una versión dulcificada y atenuada de sí mismo, con el carácter a ralentí, exhibiendo el plumaje. Luego, como es lógico, llegará el momento inaplazable de ser quien sin remedio somos, con todo nuestro fardo de contradicciones disfrazadas de convicciones, con nuestro desordenado equipaje de tiempo, y ese es siempre el periodo delicado. A partir de ahí, el modo en que la otra persona se lleve a la boca una simple aceituna puede ser decisivo para disipar el hechizo.

«Huye saberlo que será mañana», recomendaba un clásico. De momento al menos -porque lo que vaya a ocurrir dentro de un rato quién lo sabe-, no he caído en el error de casi todos los amantes inexpertos: pretender vislumbrar el futuro, malabarismo psicológico que sólo aporta desazón a quien lo practica, sobre todo si se tiene en cuenta que el único futuro cierto es la muerte del cuerpo -eso por descontado- y también la muerte metafórica y progresiva de todas las ilusiones que vamos almacenando en el cuerpo hasta un segundo antes de morirnos. (Y es que incluso el hecho de desear la muerte puede considerarse una ilusión.) Pero esa muerte metafórica anda aún olvidada de nosotros, y que en su palacio gélido se quede.

Hablamos de esto y de aquello, sin mucho rumbo, de aquello y de esto, de cualquier cosa que no seamos estrictamente nosotros, de cualquier cosa que no nos obligue a tirar del hilo de nuestra vida. En las parejas de jóvenes, ambos procuran saber todo lo posible del otro en el menor tiempo posible, porque necesitan conocerse, aunque apenas custodian secretos todavía y haya poco que conocer; en cambio, se ve que los adultos, cuando se emparejan, procuran saber lo indispensable del otro y saberlo lo más tarde posible, tal vez porque nos asalta la sospecha de que cuanto más sepamos, peor. De modo que ahí estamos: en el país encantado de las palabras que van y vienen sin dejar huella alguna, de las frases que se olvidan antes de terminar de ser formuladas. (El espectro del pobre Coe, por ejemplo, no aparece jamás en nuestra conversación, aunque Marta sigue llevando siempre alguna prenda negra.) Estamos en la fase musical, por decirlo de algún modo. En una fase en que las palabras suenan, pero no significan gran cosa. Ambos sin pasado aparente y sin futuro que nos urja. En el presente puro, hijo pródigo de la nada. Precavidos. Y es posible que un poco aterrados. Pero bien.