Le prometí a tía Corina que no volvería a hablar del asunto de Colonia, pero resulta difícil mantener una promesa, ya que el hecho de mantenerla exige a veces una negación artificiosa del fluir de los acontecimientos. Y se han producido acontecimientos.
Según me contó Gerald Hall cuando me llamó para acusarme recibo del lote de curiosidades de Marcos Travieso, el Penumbra sigue vivo. «Ayer mismo estuvo aquí para intentar venderme unos manuscritos falsos de Thackeray.» No hace falta que les diga que, nada más colgar el teléfono, llamé a Sam Benítez, aunque en vano, y al día de hoy no he podido hacerme con él, aunque mi interés por localizarlo no consiste en obtener ningún tipo de explicación, privilegio al que no aspiro, sino en insultarlo un poco, porque estoy hecho a la idea de que los entresijos de esta historia van a quedarse sin desvelar, lo que sin duda le resta prestigio como tal historia. Si los cadáveres comienzan a resucitar antes del día del Juicio, me confieso impotente para encajar ese fenómeno en mis parámetros de realidad, y más aún si nadie está dispuesto a rebajar un poco ese tipo de prodigios con explicaciones razonables, que para casi todo las hay, por más que digan los defensores del caos y de la inconsecuencia.
Telefoneé luego al Penumbra, pero me salió una voz femenina que me aseguró que ese número de teléfono se lo habían dado hacía menos de un mes.
¿El Penumbra vivo? Y empezó a dolerme la cabeza.
Se me olvidaba referirles que, mucho antes de todo eso, llamé también al profesor Macario cuando regresó de sus vacaciones marroquíes. «La historia del Hermano Llagado es tal y como te la conté, Jacob, aunque seguro que tu padre, para llevarme la contraria, defendería otra versión indefendible. Precisamente, el otro día oí por una cadena internacional de radio que Lorre había muerto, pero no de vejez ni a consecuencia de sus llagas, sino de un reventón orgánico. Se metió un surtido de estupefacientes, así que puedes imaginarte cómo se le pondría por dentro la cabeza, que de por sí ya era de catálogo. El cuerpo del cura era el supermercado de la droga, según el forense.»
(«La vida sólo se parece a la vida», me susurra una voz interna. Pero sigo con lo mío, sin levantar siquiera la cabeza del papel. «Cuéntale a Lolo Letaud tus aventuras y que ya luego él las adorne con extraterrestres, con aleaciones de metales desconocidos y con cardenales homicidas», me dice otra voz burlona. «Sal a pasear. No pisas por buen mundo», me recomienda una voz severa. Hasta que el propio sonido de mi pensamiento acalla ese coro de voces intrusas, y prosigo.)
Una noche en que tía Corina salió con las viudas, llamó Leonardo Fioravanti, que de manera educada me exigió el pago de la deuda. Yo daba por hecho que Sam Benítez la había saldado hacía meses, porque meses hacía que me había enviado la cantidad equivalente que me prometió en concepto de indemnización por los trastornos y gastos que nos ocasionó la aventura alemana.
Si tienen ustedes tiempo, les rogaría que consultasen en el diccionario de Collin de Plancy la entrada DOBLÓN VOLANTE. (Por si acaso no tienen tiempo, la transcribo: «Aunque los brujos de profesión hayan vivido siempre en la miseria, pretendíase sin embargo que tenían mil medios para enriquecerse, o al menos para evitar la indigencia y la necesidad. Entre tales medios se cuenta el llamado "doblón volante": una moneda que, tras ser encantada con determinadas palabras y hechizos, volvía siempre al bolsillo de quien la ponía en circulación, con gran provecho de los mágicos que compraban y con perjuicio grande de los mercaderes».) (Algo parecido, como ven, al dinero mutante que gastaba el ya mencionado Cornelio Agrippa.)
«La semana que viene le envío el dinero», le aseguré a Fioravanti tras pedirle disculpas por el retraso, que no tuve reparo en achacar a la informalidad de Sam Benítez, pues me aliviaba desprestigiarlo en la medida de mis posibilidades, por esa virtud que tiene la mezquindad de camuflarse de sentido de la justicia. «¿Has hecho negocios con el mexicano últimamente?» Y le conté una versión resumida del episodio de Colonia. «Pero, bueno, ¿tú no sabes que Sam Benítez trabaja desde hace años para los veromesiánicos de Catania?»
Según Fioravanti, los veromesiánicos de Catania, cuya cabeza y corazón es Giuseppe Montorfano, se hacen pasar por unos católicos que alimentan el empeño de regresar a la fe primitiva, aunque en realidad son unos millonarios aburridos que se distraen organizando fechorías alrededor del mundo. «Chantajean a científicos para que publiquen informes falsos, roban reliquias para profanarlas, contratan a dementes para que destruyan cuadros en los museos, recluían a islamistas patosos para que cometan atentados, envían mercenarios a países en guerra para que añadan atrocidades absurdas a las que se producen de por sí en cualquier guerra, ofrecen recompensas a pirómanos, crean empresas en internet para vender falsificaciones de fármacos que acaban envenenando a los clientes, encargan asesinatos absurdos y dejan pistas falsas para reírse de la policía… Así son los veromesiánicos de Catania, y hay decenas de ellos repartidos por el mundo. Dicen que la propagación del mal y de la desgracia es una forma de redención, pero en el fondo lo que hacen es divertirse, porque han elegido al resto de la humanidad como bufones.» Me permití sugerir que se trataba de una especie de nihilistas. «Más bien una especie de hijos de la grandísima puta», me corrigió. Aquello, como no hace falta precisar, me sonaba un poco a paranoia de vejez de Fioravanti, que tanto lleva corrido, aunque nada más lejos de mi ánimo que el ponerle en duda su relato, por haber sido educado yo en el respeto a los mayores. Aun así, no pude dejar de comentarle que me extrañaba que Sam perteneciera a esa secta, ya que no casa con el mexicano la predilección por universalizar la desdicha -que al fin y al cabo se universaliza sola-, al ser él de natural atolondrado y poco amigo de la reflexión, blablablero y tramposo, sí, quién lo duda, aunque partidario de la alegría y de corazón de fondo amable, a pesar de que haya que estar perdonándole demasiadas cosas en demasiadas ocasiones. «Benítez organiza diversiones para ellos, pero está fuera de la secta. No tiene dinero suficiente para estar dentro.»
Aquello, bien mirado, y fuese verídico o no, resultaba maravilloso y escalofriante como posibilidad: una comunidad selecta de millonarios psicóticos dedicados a jugar con la realidad como si la realidad fuera un juguete. Y la verdad es que lo tendrían muy fácil, porque el miedo colectivo es mucho más poderoso que el pánico individual. (Llamas desde una cabina pública a la policía y anuncias que has inyectado una solución líquida de cianuro en un producto de un supermercado de la ciudad, aunque no especificas de qué producto ni de qué supermercado se trata, como es lógico. Si la policía no te hace caso, porque está hasta la gorra de lunáticos de impostura, llamas al periódico: allí se hacen eco de todo con tal de que sea malo. A los dos minutos de hacerse pública la noticia, no habrá nadie en toda la ciudad que se atreva a comprar siquiera una lata de conservas.) (Por ejemplo.) (Y lo mejor de todo: ni siquiera sabes dónde conseguir una solución líquida de cianuro.) «Los veromesiánicos reciben con mucha alegría las noticias que el resto de la gente escucha o lee con sobrecogimiento. Esa es su recompensa», precisó Fioravanti. «Por ahí va a venirle al mundo el Apocalipsis.»
Les confieso que mi pensamiento estaba saturado de información conjetural, indemostrable y por tanto irrefutable, así que prefiero no imaginar siquiera cómo tendrán ustedes el suyo a cuenta de esta historia que, en el fondo, ni les va ni les viene.