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A miles de kilómetros de donde estaba su vida, tía Corina vivía el ensueño de otra vida, pero daba yo por hecho que ya se le pasaría la ventolera, porque, a determinadas alturas, resulta muy difícil prescindir de la memoria atávica de nuestro ser, por mucho que organicemos carnavales metafísicos para sacar a ese ser de su rutina y nos escapemos durante un rato de quienes en verdad somos, porque lo somos y lo seremos sin redención posible, por muy lejos que nos lleve nuestra ilusión de una fuga. Al fin y al cabo, los humanos pueden clasificarse en infinitud de categorías, pero yo al menos me inclino a dividirlos entre los que asumen las cosas como son y como vienen y los que se empeñan en que las cosas sean como ellos quieren y que lo sean en el momento en que lo quieran ellos. Los primeros son melancólicos y apacibles, a fuerza de fatalistas; los segundos, diligentes y levantiscos, a fuerza de utópicos. No obstante, unos y otros tienen algo en común: suelen ser igualmente desdichados.

«¿Te pasa algo?», me preguntaba Marta a cada instante, y a cada instante le decía que no. «A ti te pasa algo.»

Casi todas las noches, hablaba por teléfono con tía Corina. Me contaba anécdotas y yo no le contaba nada, porque le aseguraba que no tenía nada que contar.

Y un día, de repente, comprendí. Y me avergoncé mucho de mí mismo.

¿Qué comprendí? Pues comprendí que tía Corina no se había ido a Kalámata por un arrebato pasional -ya que a Louis Campbell lo tenía aparcado desde hacía un par de décadas, y por miles se cuentan las invitaciones que le ha hecho para que lo visite-, sino para favorecer mi relación con Marta. Comprendí, en definitiva, que se había ido allí porque sabe de sobra lo mismo que de sobra sé yo: que estamos abocados a compartir nuestra vida mientras uno de los dos siga en pie, al haber forjado el tiempo un pacto inviolable entre ambos, un pacto jamás formulado pero siempre sobreentendido, y respetado siempre. Por decirlo a la manera -imagino- de Sally Osmond, somos dos destinos entrelazados e imposibles de desmadejar sin que el destino de cada cual se anule de inmediato, y eso es hermoso y terrible, hermoso y terrible en una proporción idéntica, que es precisamente lo que le otorga grandeza y a la vez desolación.

Con su huida a Kalámata, tía Corina renunciaba a los derechos emocionales que se derivaban de ese pacto nuestro, y me liberaba de él. Al tomar la decisión de irse, había anticipado su generosidad a mi mezquindad ante su partida, y fue una lección que aprendí con los ojos llenos de lágrimas, ya ven ustedes, como un niño.

Para colmo, se me coló en casa un grillo que se pasaba la noche cantando, y cada noche me irritaba más su concierto. Supongo que resultaría favorable para mi reputación decir ahora que el canto del grillo me daba compañía en momentos difíciles, pero sería falso: logré localizarlo y lo maté. De un pisotón, como se matan tantas otras cosas invisibles. Tras aquel crimen, volvió a espesarse el silencio de mi noche, aunque no conseguía dormir bien y seguido.

Como me aburría mucho, y dado que mis comezones se habían apaciguado, sí, aunque aún latían, llamé una tarde al profesor Negarjuna Ibrahima a París. Tuve suerte y lo pillé entre gira y gira. Antes de nada, intentó resolver el asunto del pago de la consulta, que me exigió mediante cibertarjeta, pues se ve que no descuida las finanzas aquel dómine de supranaturalismos, aunque no pude satisfacerlo por desconocer yo esa modalidad de dinero. «Es igual. Hoy va a salirle gratis. Mire: en el sarcófago de Colonia hay lo que cada cual quiera que haya. Cualquier fe se cimienta sobre vapores. En cuanto al interés de alguien por querer robar aquello, no olvide que todos somos mercaderes de espejismos. No puedo decirle más sin engañarle. Veo muchas cosas. Muchas. Pero nada de lo que veo tiene sentido global, porque no pasa de ser una maraña de gente que entra y sale de un escenario para entonar su monólogo absurdo. Me da la impresión de que usted está buscando la punta de su propia nariz. Usted es el náufrago que sueña que intenta alcanzar en vano la isla en la que está teniendo esa pesadilla. Y eso es todo. Sea como sea, olvídese del asunto cuanto antes y piense en otra cosa, porque la vida consiste en eso: en ir renovando el repertorio de alucinaciones.» Y ahí quedó la revelación: niebla sobre niebla, humo contra humo y vacío envasado al vacío, como si dijéramos.

Estoy recogiendo velas, y esta narración se acerca a su fin.

Creo que tía Corina tiene razón, según suele. He procurado exponer una serie de hechos reales mediante un esquema novelístico, pero se da el caso de que las novelas no pueden respetar la realidad, aunque se valgan de ella para elaborar artificios caprichosos y perfectos, y en ese matiz se diferencian de la realidad, que elabora artificios igualmente caprichosos, aunque imperfectos. En las grandes novelas, la realidad no es un punto de partida, sino una meta. Las ficciones excelsas edifican un simulacro de realidad que resulta más sólido, comprensible y consecuente que la realidad misma, que muchas veces no hay por dónde cogerla. Y, bueno, aquí falta algo, no sé: un broche, un círculo que se cierre, un festival de simetrías.

Lamento en el alma haberles decepcionado. (A menos que consideremos, no sé, que la simetría no representa un mérito, sino un defecto.)

Si algún día encuentro ese broche, si algún día consigo cerrar el círculo y establecer simetrías, tengan por seguro que ustedes serán los primeros en enterarse.

Me doy cuenta ahora de que procurar convertir las experiencias propias en relato es un error si uno no se llama Casanova o Marco Polo. Es decir, si uno no tiene una vida que es un puro fantaseo por sí misma, aparte de las fantasías que cada cual se sienta con derecho a añadirle, ya que, en materia de autobiografía, todo el mundo tiende a darle mucho barniz al cuadro, para que brille. La narración de una vida exige amplificaciones vanidosas. Una vida humilde y rutinaria da para poco, pero nadie se da cuenta de que su vida es humilde y rutinaria hasta que se decide a contarla.

Si alguien lee algún día estos papeles, le rogaría que entendiese todo esto, en suma, como un memorial caótico de unos lances sin porqué, sin para qué y sin más sentido que el que tienen las cosas que nos pasan a cada instante y que, sin darnos cuenta, conforman una trama misteriosa: el día de ayer resulta inconsecuente con respecto al de hoy, y el de hoy será incoherente con respecto al de mañana, y a ese cajón de sastre le damos el nombre de vida. «La historia de mi vida…», decimos a veces con orgullo, como si se tratase de un ciclo impecable de acción y pensamiento, cuando todo no es más que una suma de acciones fortuitas y de pensamientos que tiran a contradictorios. Nos empeñamos en comprender, pero nos olvidamos con frecuencia de comprender lo básico, aunque me duela decirlo: que no hay gran cosa que comprender, quizá porque comprender la vida conduce a la negación de la vida: en el momento en que la comprendemos, nos echamos a temblar. ¿Y a quién le gusta temblar?

Sigo viéndome con Marta, y bien, a pesar de que sus razonamientos tienden a descolocarme un poco: «La existencia de Dios es algo que puede discutirse, no digo yo que no. Pero lo que no puede discutirse es la existencia del alma. Por ahí no paso». Y me limito a otorgar con el silencio, porque no creo que la existencia o inexistencia del alma merezca una controversia entre nosotros, cuando se supone que lo que ambos buscamos es la armonía, pues de lo contrario corremos el riesgo de que la mariposa se nos reconvierta en gusano. (Lo que decía mi padre: «Si una mujer te gusta de verdad, te gustará incluso la forma en que vomita», pero me temo que siempre será mejor no verla vomitar. Por si acaso.) No sé con exactitud lo que espero de ella ni mucho menos lo que espera ella de mí, porque los sentimientos son como las huellas digitales: todas son lo que son, pero no hay dos idénticas. «¿Qué es para ti la felicidad?», y le contesto lo que se me ocurre en ese instante. «Pues para mí, mis dos hijas.» Y así vamos.