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Comoquiera que el primo Walter se había incorporado a la profesión (o dicho tal vez con más exactitud: se había expuesto en la lonja), Sam consideró que sería el operario idóneo, por tener acceso a nuestra casa en virtud del parentesco. Pero se equivocó, claro está, ya que Walter sólo parece servir para ser Walter, y el hecho de serlo no reporta demasiados beneficios a nadie, empezando quizá por él mismo, pues me temo que vive muy esclavo de sí. «Tu primo me pareció un buen elemento, güey. El cabrón me mareó con Aristóteles y con su putísima madre.» Pero, claro, con Aristóteles no se abre una caja fuerte. «Ese mamahostias va a pedirte perdón ahora mismo.» No sé qué se habría metido Sam en el cuerpo, pero el caso es que se sacó del bolsillo el teléfono y marcó un número. «Oye, tú, perro mal parido, ponte ahorita mismo de rodillas y pídele perdón a mi compadre», y me pasó el teléfono. «¿Walter?» Pero no tuve respuesta. «Creo que se ha cortado.» Sam cogió el teléfono, se lo llevó a la oreja y volvió a marcar. «Se ha esfumado el cabrón», y ahí quedó la cosa.

Le pregunté a Sam qué sentido tenía, oído lo oído, el paripé de la operación de Colonia, ya que ninguno le encontraba yo. «Eso fue cosa de Dakauskas.» Al parecer, Tarmo Dakauskas proyectó un robo masivo de reliquias para demostrar a sus clientes eclesiásticos que era necesario reforzar la seguridad, y de ese modo aumentar él sus ganancias, así tuviese que sacrificar para ello la libertad de todos los implicados en aquel corpus vile. De todos salvo de nosotros, por supuesto, en virtud de lo apalabrado con Sam, a quien la memoria de mi padre mantenía incondicionalmente de nuestra parte, según me juró por la memoria del suyo. «Aparte de eso, la cosa era cargarse al Penumbra, güey.» Con una sonrisa que pretendí que fuese irónica, le comenté que el Penumbra estaba vivo. «¿Quién chingados te ha dicho eso?», y su sorpresa pareció sincera. «Ese puto está más muerto que la Muerte, cuate.» Le dije que Gerald Hall lo había visto en Londres más vivo que la Vida. «¿Gerald Hall? Pero si Gerald fue quien lo mandó a la guillotina, güey. ¿En qué sistema planetario vives tú?» Y ahí me quedé descolocado. «Gerald fue quien le dio el chivatazo a Dakauskas de que el Penumbra iba a poner un petardo en la catedral de Colonia, güey. ¿Cómo carajo va a verlo vivo Gerald Hall?»

Miren ustedes, les digo la verdad: a esas alturas, yo no sabía qué creer ni qué no, en el caso de que hubiese algo digno de ser creído.

«¿Y Cristi?» Pero salió por la tangente: «Esa se ha quedado ya huérfana, güey… ¿Listo, Panchito?».Y se levantaron al unísono. «¿Le echamos un tiento a la caja, compadre?» Los acompañé a la biblioteca y les pedí que me ayudasen a apartar el mueble que disimulaba la puerta de la vieja Rosengren. «Nadie ha podido con ella», les advertí. «Pero Panchito es un fenómeno», y a la labor se puso Panchito.

Mientras aquel fenómeno faenaba, Sam siguió mareándome: «Hoy en día las cosas son más complicadas que en tus tiempos, compadre. Esto es ya la nave borracha de los loquitos». Yo tenía muchas preguntas que hacerle, pero de momento desistí, porque se me vinieron encima al menos un par de sentimientos complicados: una especie de tristeza abstracta y una sensación inconcreta de humillación. Sabía que Sam estaba tratándome como a un viejo idiota, jugando con mi miedo y con mis indecisiones, con mi falta de desenvoltura en los negocios y, sobre todo, con mi pasado. «Todo esto lo hago para honrar la memoria de tu jefe, güey. Aquí está tu cuate para protegerte de todo mal», y ya me abatí.

Por muy fenómeno que fuese Panchito, el caso era que no conseguía abrir la caja fuerte. La auscultaba con un fonendoscopio, giraba la rueda a derecha y a izquierda, pero aquello seguía blindado. «¿Algún problema, Panchito?» Y Panchito se limitaba a bufar un poco, hasta que una de las veces se decidió a la manifestación verbaclass="underline" «Creo que esto va a abrirse según el código criptológico de Hauser».

Panchito nos explicó en qué consistía tal código, aunque me declaro incapaz de transcribir su explicación, porque entendí poco de ella. Me pidió, eso sí, que escribiera en un papel el nombre completo de mi padre. Le di el papel y se puso de nuevo a la tarea. «Vamos a ver, la ele equivale a la raíz cuadrada de 38, menos 0,007, con dos giros a la derecha, tres a la izquierda y…», musitaba Panchito.

Sam cogió de la mesa el báculo del nigromante africano que yo pensaba regalarle a Lolo y se puso a jugar con él. Aunque no me importaba demasiado la respuesta a esas alturas, le pregunté a Sam que quién me lo había mandado. «¿Esto? Esto es un puto palo de mierda, ¿no? Vamos a ver… ¡Espíritus de la noche, vengan a mí, por la virtud y el poder de su rey y por las siete coronas y cadenas de sus reyes, para ponerse a mis órdenes!», y golpeó el respaldar de una silla con la contera en forma de áspid. «¡Que se separen los mares!» Y un golpe. «¡Que el cielo se ponga verde!» Y otro golpe. «¡Que antes de morirme me la chupe Lupita Ponderoso!» Y así.

«Lo que te dije, compadre. Un puto palo», y preferí abandonar la cuestión en ese punto.

Mientras tanto, Panchito hacía operaciones matemáticas. «Esto no va.» Me pidió entonces que le escribiese en otro papel la fecha de nacimiento de mi padre y volvió a sus especulaciones.

«Mira, compadre, voy a decirte algo que no le he dicho a nadie», y expectante me quedé. «Cuando termine de construir mi Prisma Teológico, serás el segundo en verle el careto a Dios. Y gratis.»

Panchito se incorporó. «Algo no va bien, Sam.» Y Sam se puso de mal humor, hasta el punto de patear la puerta de la caja. «Pues sigue, carajo. De aquí no salimos sin abrirla», y di por hecho que allí nos moriríamos de viejos los tres.

A eso de las once, llegó tía Corina.

Sam y yo estábamos sentados en el salón, hablando de mil cosas que opto por no referir, al ser consciente de que ya he abusado bastante de la paciencia de todos ustedes. Panchito, mientras tanto, seguía partiéndose los dedos y el entendimiento ante la caja inquebrantable.

«¿Qué haces tú por aquí?» Sam abrazó a tía Corina, que venía con un par de ginebras encima y con aspecto alegre aunque alarmante, porque el día menos pensado vamos a ver… Sam le contó lo mismo que me había contado a mí, aunque en versión muy abreviada y con pequeñas variantes que no vienen al caso. «¿Y pretendes abrir la caja fuerte?» Sam le dijo que no había más remedio si queríamos vivir seguros. «Pues como ese Panchito no compre una bomba nuclear en la tienda de los chinos de la esquina, no sé yo.» Sam jugueteaba con el báculo, hasta que, una de las veces en que lo giraba, se quedó mirando con fijeza la empuñadura de latón. «Eh, eh, aquí hay algo.» Se levantó y fue a la biblioteca. «Prueba con esto, Panchito.» Panchito miró aquello y se puso a trajinar con la rueda. A los pocos segundos, la puerta se abrió, para asombro de todos. «¡Aquí estaba la clave, carajo!», y vimos que, en efecto, en la empuñadura del báculo había la siguiente inscripción, grabada en miniatura entre arabescos: 3d477i0i0d.

Sam se apresuró a apartar a Panchito y sacó de la caja un cofre, una sombrerera, algunos fajos de papeles, un par de cajas de cartón, una de latón y cuatro trozos de piedra verde. «¡Por tu chingada madre, esto es la Tabla de Esmeralda!», y nos quedamos observando aquella hermosura rota en pedazos. «Parece peridoto», sugirió tía Corina. «La antigua piedra del sol de los egipcios», precisó. Como se ve que los demás no teníamos tantos conocimientos de gemología, nos pareció bien, así que peridoto. El cofre resultó contener tres bolsas de terciopelo granate que a su vez contenían varios huesos de textura terrosa. En la sombrerera, envueltos en paño idéntico, encontramos tres cráneos. En la caja de latón aparecieron el anillo, la llave en forma de ojo y el reloj de arena que tanto ansiaban poseer los veromesiánicos de Catania. En las cajas de cartón había papeles, cartas y fotografías sin otro valor aparente que el sentimental, y tía Corina no se resistió a curiosear en ellos.