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Sam puso encima de una mesa el anillo salomónico, metió la llave en forma de ojo en un orificio que tenía en una de sus bases el reloj de arena y lo puso encima del anillo. Curiosamente, la arena del reloj comenzó a ascender, y les confieso que me sorprendió aquel truco. «¿Lo ven? Es la inversión del tiempo, güey. El milagro del tiempo que vuelve sobre sus pasos. Esto va a cambiar el rumbo de la humanidad.» Y recogió todo aquello. A continuación, montó sobre la misma mesa las cuatro losas verdes y puso gesto de satisfacción. «¿Crees que esa es la verdadera Tabla de Esmeralda?», le pregunté. «No creo, compadre. Pero eso da un poco igual, ¿no? Casi todas las cosas verdaderas son falsas en el fondo.» Y ahí lo dejamos.

«Asunto resuelto, güey. Ya pueden vivir tranquilos. Aquí tienen esto», y me tendió un sobre. «Nueve mil euros. Por las molestias generales.»

Reconozco que la capacidad de reacción no es mi mayor virtud, pero tía Corina está muy dotada de ella. «Un momento, Sam. ¿Quieres llevarte todo esto? Pues pon ahora mismo encima de la mesa los sesenta mil euros que llevas en los bolsillos. Si no, ahí está la puerta para que te vayas con lo que llegaste.» Y Sam, sin rechistar -con lo que él es-, empezó a sacarse sobres de todos los bolsillos. «Esto habría que celebrarlo, ¿verdad, güey?»

Tras contar los billetes, tía Corina preparó algo de picar y a eso de la una, después de hablar de demasiadas cosas que no me siento con ganas de referir, por ser de esencia ociosa se fueron los visitantes.

Tía Corina se quedó un rato removiendo los papeles de mi padre que habían aparecido en la caja fuerte. De repente soltó una carcajada. «¿De qué te ríes?», le pregunté a la segunda carcajada. «Mañana te cuento. Ahora mismo tengo la cabeza un poco a lo María Antonieta, ya sabes.»

Dormí mal. Tía Corina se levantó tarde, lo que aumentó mi zozobra. «Cuenta», le dije en cuanto apareció por el salón con cara sonriente. Y mientras desayunaba me contó lo que les cuento.

En 1891, en el curso de unas excavaciones arqueológicas, se exhumó en Cádiz un sarcófago fenicio perteneciente a un hombre que debió de ser principal, ya fuese por su cargo o por su hacienda, o tal vez por ambas cosas, a juzgar por el esmero que presentaba la labor del artista funerario.

Un profesor conquense llamado Pelayo Quintero y Atauri, que acabó siendo director del Museo de Bellas Artes de Cádiz, dio por hecho -él sabría por qué- que el huésped de aquel sarcófago estuvo casado y que dispensó a su esposa un enterramiento tan digno como el suyo, de manera que podía tenerse por segura la existencia de un sarcófago femenino de características similares, y sólo era cuestión de implorar al albur ese regalo.

La búsqueda de aquel segundo sarcófago acabó convirtiéndose en obsesión para Quintero y Atauri, que en vano entretuvo la ilusión de su descubrimiento hasta su muerte, ocurrida en 1946.

Tenía este Quintero y Atauri un chalet por la parte de extramuros, y sus herederos acabaron vendiéndolo. Una vez demolido el chalet, a la hora de realizar las excavaciones arqueológicas que por ley son preceptivas, se produjo la sorpresa: justo en la parte del solar en que estuvo el dormitorio del afanoso Quintero y Atauri, apareció el segundo sarcófago, aquel sarcófago con el que había soñado despierto, aquel sarcófago que había poblado sus duermevelas como la imagen de un tesoro perseguido.

Quintero y Atauri tuvo, en fin, un sueño, pero nunca supo que dormía sobre ese sueño.

«¿Me explico?» Me quedé caviloso antes de darle una respuesta. «Creo que sí, no sé.» Pero ella no tardó en hacerme otra pregunta: «¿Sí o no?».

Mi respuesta no podía ser rotunda. Me acordé de los planetas hechos de diamante, ya que todos vivimos oteando el horizonte para vislumbrar los barcos que lleguen cargados de tesoros o la ruta que conduzca a un tesoro, pero jamás se nos ocurre mirar la tierra que pisamos cada día de nuestra existencia, aunque la mayoría de las veces esa tierra pisoteada es el único tesoro accesible: un lugar insignificante en el universo.

Nos habían hecho ir a Colonia para buscar algo que teníamos al alcance de la mano. Pero ¿por qué? «Porque tu padre lo dispuso de ese modo.» Preferí no preguntar. «¿No me preguntas nada, tú, que eres el jefe de los signos de interrogación?» Negué con la cabeza. «¿Estás enfadado?» Y me encogí de hombros. «Te conozco. Si no me haces preguntas, es que estás enfadado.» Puede que tuviera razón, pero, como tampoco se trataba de eso, le comenté que lo más desconcertante de todo, al menos para mí, era que la combinación estuviese grabada en la empuñadura de aquel báculo que viajó desde El Cairo hasta nuestra casa sin que supiésemos quién me lo hizo llegar. «No lo sabrás tú, querido», y sonrió.

Aquello me cogió desprevenido por todos los flancos. «¿Quién?» Demoró un poco la respuesta. «Quien menos te imaginas… ¿Queda café?… Pues yo misma.» Y no quedaba café.

«Como comprenderás, no iba a dejarte solo en El Cairo, con lo que tú eres, y contraté a un detective de allí para que te siguiera los pasos.» Le agradecí aquel maternalismo, pero también me pareció un insulto a estas alturas de la vida. «No estaba tranquila. Compréndelo.» Y procuré comprender, aunque sin entusiasmo. Por lo visto, el detective, mientras me esperaba a la puerta del hotel, le compró el báculo al vendedor callejero -que no era más que eso- para quitárselo de encima, pues no paraba de incordiarle con la historia proverbial del mago de África, que es historia que exige paciencia por parte de la razón. El detective debió de soltarle cuatro piastras y media, como suele decirse, y el marchante lo dejó en paz.

Cuando el detective llamó a tía Corina para darle el informe del día, le comentó que había tenido que comprar el báculo, lo que suponía un gasto extra que reflejaría en la minuta, y ella, para tenderme una broma, le indicó que me lo mandara por correo, con el añadido de la nota caligrafiada: RECUERDO DE EL CAIRO. El envió llegó, como recordarán ustedes, cuando estaba ingresada en el hospital, de modo que el báculo quedó olvidado por la casa. O eso creía yo… «No, no me olvidé. Se lo llevé a un joyero para que grabara en él la combinación de apertura de la caja fuerte.»

Y en ese preciso instante me declaré desterrado de la realidad.

«Yo conocía la combinación. Pero no podía decirte nada, porque te hubieras puesto pesado, ¿comprendes?» (¿Pesado? ¿En qué sentido?)

Cuando andaba yo por Córdoba intentando venderle el lote de chatarra egipcia al argentino Casares, tía Corina llamó al Falso Príncipe y le contó el plan que me había propuesto Sam Benítez en El Cairo. El principesco Simone, según parece, realizó algunas pesquisas y le aconsejó finalmente que nos dejásemos llevar, ya que no apreciaba ningún peligro en la operación, al considerarla inviable: una mera «maniobra espejismo», que es como solemos designar aquellas operaciones que se quedan en nada, pero no por fracaso, sino porque su planteamiento no es otro que ese: amagar una acción que -por la razón que sea- jamás va a llevarse a cabo, al ser más importante -por la razón que sea- su preparación que su ejecución.

«Simone fue una de las últimas personas a las que visitó tu padre, y eso no podía ser casualidad.» Y, en efecto, no lo era: el Falso Príncipe le confesó a tía Corina que mi padre le había confiado la combinación de la caja fuerte, con la especificación de que viniese a casa, recuperase su contenido y resolviera las cuestiones pendientes con los veromesiánicos de Catania, con los congregantes de Abdel Bari y con los hermanos de Heliópolis. El dinero que el Falso Príncipe obtuviese con aquellas operaciones serviría para saldar una deuda que mi padre tenía contraída con él, pues parecía confirmarse que mi progenitor acabó en la ruina. «Pero Simone siempre ha sido un caballero y no vino a vaciarnos la caja fuerte. El príncipe de Lampedusa nunca hubiese hecho una cosa así, y el Falso Príncipe no haría algo que repugnase a su colega y maestro», y se rió. «¿Entiendes ahora por qué tenía yo tanto interés en ir a verle a París? ¿O me tomas ya por una vieja maniática que tiene siempre la cabeza a las tres de la tarde?» Me explicó que el Falso Príncipe se negó al principio a darle la combinación de la caja, con el argumento de que era él en cualquier caso quien tendría que gestionar su contenido, pues esa fue la palabra que dio a mi padre, y la palabra dada etcétera, y no por el dinero etcétera, sino por el honor y todo eso etcétera, lo que obligó a tía Corina a recurrir al mataharismo: «Tuve que medio acostarme con él para que me la diera. Casi nos cuesta la vida a los dos». Según parece, el Falso Príncipe instó a tía Corina a que no abriera la caja hasta que él se lo indicase, pues prefería tener dispuesto el rumbo de las mercancías heteróclitas que allí se guardaban, y ella había cumplido la promesa.