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«Como es lógico, tenías que conocer la clave de apertura, por si me daba por morirme de repente. La anoté enseguida en todos los tomos de mi diario, porque espero que leas ese blablablá cuando yo falte. Sólo lo escribo para eso. De todas formas, me pareció bonito el detalle de grabarla en el báculo. Ya sabes, un poco de entresijo, porque dejar una estela de misterio prestigia mucho a los difuntos.»

El hecho de que tía Corina tuviese secretos para mí me produjo tristeza, ya que daba yo por sentado que éramos cómplices incondicionales. «Y eso no es todo. Mira esto», y me tendió uno de los papeles que habían aparecido en la caja fuerte. Estaba escrito en francés. Debajo de un escudo historiado que enmarcaba el lema UBER CAMPA AGNA, leí lo que podría traducirse más o menos como sigue:

YO, MIGUEL VINUESA CEJADOR, MIEMBRO ORGULLOSO DE LA FRATERNIDAD DE HELIÓPOLIS, ACEPTO LA CUSTODIA DE LOS TESOROS ETERNOS QUE MIS HERMANOS EN LA FE DE LA CIENCIA MÁS SECRETA Y LUMINOSA ME ENCOMIENDAN PARA SU PRESERVACIÓN Y JURO POR MI VIDA MANTENERLOS A SALVO DE IMPOSTORES, TERGIVERSADORES Y AVENTUREROS.

El documento estaba fechado el 3 de abril de 1997. «¿Vas comprendiendo ya?» Le dije que menos que nunca. Porque da la casualidad de que Miguel Vinuesa Cejador soy yo. «No importa. Tienes todo el resto de tu vida para comprenderlo.»

Pero me temo que ni siquiera tres vidas me harían comprender ni la mitad.

Le expresé mi inquietud por el destino de todo aquello que se había llevado Sam Benítez, ente que participa de la categoría de los impostores, de los tergiversadores y de los aventureros. «Tenía que ser así. No te preocupes. Todo eso estará ya donde tiene que estar, aunque no puedo decirte dónde», y sonrió con dulzura. «El día 3. Abril es el mes cuarto. 1997. Todos esos números suman treinta y tres. ¿Lo entiendes? Esa es la clave numérica. Busca la respuesta en esa cifra. No pienso decirte nada más.» Treinta y tres… Según los seguidores del gnóstico Pablo de Samosata, ese guarismo indica el inicio del proceso de muerte en los varones, al coincidir con la edad en que fue asesinado Jesucristo: a los treinta y tres años, el cuerpo mortal de todo hombre empieza a prepararse para morir, y comienza su putrefacción orgánica para poder ascender algún día, en situación de fantasma purificado, junto al Padre. (Pero ¿y qué?) «Te he dicho que no pienso decirte nada más. Averígualo.» (Según el iluminado decimonónico apellidado Benchimol, vecino que fue de la ciudad de Vaduz, el treinta y tres es el número que representa la inversión de los idénticos para formar un único ser: si giras el primer tres del guarismo y lo unes con el otro tres, te dará como resultado un ocho, que es un número cerrado: dos círculos herméticos, hermanos del cero y de la nada, y así sucesivamente.) (Pero ¿y qué?)

Desde aquel instante hasta el día de hoy, me duele confesar que entre tía Corina y yo se ha abierto una especie de foso de niebla, una tierra incógnita, un abismo disimulado con hojarasca. No se trata, por supuesto, de una cuestión de esencia sentimental, porque mi corazón la reconoce con la intensidad de siempre, sino más bien de un factor de extrañeza sentimental, digamos.

«Tu padre tenía muchos secretos. Piensa en él. Reconstrúyelo. Devuélvelo a la vida. Convierte a alguien que fue siempre un extraño para ti en un amigo invisible. Aún estás a tiempo.» Y me faltaba suelo bajo los pies.

¿Pensar en mi padre? ¿Reconstruirlo? ¿Devolver a la vida a un ser que jamás me hizo sitio en su vida?

(Y las preguntas se suceden en este instante: ¿de qué está hecho el pasado?, ¿de qué estamos hechos?)

…Los días fueron pasando, que es lo que mejor saben hacer. Sin novedades. Como si la vorágine de los últimos meses se hubiese instalado en esa zona tan curiosa de la conciencia que nos vuelve irreconocibles ante nosotros mismos con respecto a determinados episodios del pasado.

Me había hecho la promesa de no volver a preguntar nada de todo aquel asunto a tía Corina. Pero la incumplí, por supuesto.

«¿Por qué sabías que Sam llevaba sesenta mil euros encima?» Fue a la biblioteca, abrió un cajón del escritorio, sacó un papel y me lo tendió. «Por esto.» Se trataba de un pagaré, fechado en marzo de 1997, que había encontrado entre los papeles que salieron de la caja fuerte. En él, Sam le reconocía a mi padre una deuda de diez millones de pesetas.

«¿Qué es con exactitud lo que no sé, lo que me impide comprender todo lo demás?» Suspiró. Según tía Corina, lo que mi padre guardaba en la caja fuerte pertenecía a Sam Benítez. En 1997, mi padre y Sam organizaron el robo de las reliquias de la catedral de Colonia y, con la ayuda de Tarmo Dakauskas, lo llevaron a buen término, dato que el propio Sam me reveló en su última visita.

Para evitar problemas y posibles suspicacias de gestión, decidieron repartirse el botín del siguiente modo: Dakauskas se quedó con las presuntas reliquias de los reyes con la intención de simular que las rescataba de manos sacrílegas y que las reintegraba, a cambio de una cantidad razonable, al arzobispado coloniense, pues andaba ya el estonio preparándose el camino como agente de seguridad del Vaticano para ese tipo de cuestiones; Sam Benítez se quedó con el anillo salomónico, con la llave y con el reloj para colocárselos a los veromesiánicos de Catania y mi padre, en fin, se quedó con la Tabla de Esmeralda para negociar con Abdel Bari.

Pero en pura previsión se quedó aquello, ya que se manifestaron contrariedades: el arzobispo se negó a pagar ni un marco a Dakauskas, Sam acabó muy a las malas con Montorfano y mi padre acabó peor aún con Abdel Bari.

Sam le compró a Dakauskas las reliquias, por esa tendencia suya a comprar cuanto sale a la venta. También le compró a mi padre la Tabla, aunque no tenía liquidez en ese momento y le firmó un pagaré. De todas formas, como Sam no encontraba clientes para aquella mercancía, mi padre se prestó a hacerse cargo de la custodia del lote y a guardarlo en su caja fuerte.

…Y resulta que, a la vuelta de los años, Dakauskas y Sam deciden simular un robo en la catedral de Colonia para avivar el mercado y, de ese modo, colocar todo aquello que teníamos en casa, delante de la nariz, y que nos encargaron buscar en la lejana Colonia.

Así, tanto Dakauskas como Sam…

«Esta tarde, a las seis, tenemos cita con el médico», me recordó tía Corina, y se me puso el ánimo sombrío.

Es verdad que me gusta hacer preguntas, supongo que para evitar el estupor, pero me gusta bastante menos que me las hagan: