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De pronto me encontré en medio de un palomar. «Te preguntarás por qué te he hecho venir hasta aquí de esta manera tan liosa, amigo Jacob, pero todo tiene su explicación en este mundo, incluso lo inexplicable.» Quien me hablaba de ese modo, en un inglés de pocas vocales, era un anciano tapón y mole, de piel tirante y cobriza, que daba de comer a sus palomos con la gestualidad vanagloriosa de un dios que repartiese a capricho el maná sobre la Tierra. «Tú no te acuerdas de mí, pero fui amigo de tu padre, y con él te vi varias veces cuando eras un muchacho. Mi nombre es Abdel Bari», y siguió dando de comer a los palomos, que se le posaban en los hombros y en la cabeza como si el orondo Abdel Bari fuese la estatua oronda de sí mismo. Zureaban aquellos pájaros, arrastrando la cola, hinchando el buche, galantes y apestosos. «Las palomas son los piojos de los ángeles», y le dije que muy bien.

Abdel Bari, en fin, mentía. No sé si trató a mi padre alguna vez. Es posible. Pero yo estaba seguro de no haberle visto jamás, porque una de las muchas enseñanzas que recibí de mi padre fue la de no olvidar nunca una cara, y he respetado ese precepto como si fuese un dogma: mi memoria está llena de caras, con nombre o sin él.

Les confieso que siempre me ha parecido una descortesía cercana a la grosería el hecho de dilatar la revelación de los enigmas, de modo que insté al llamado Abdel Bari a que me explicase qué pintaba yo en su palomar. Y el gordo habló: «Te he mandado traer para prevenirte. Si tocas el relicario de Colonia, reza al dios en el que creas, porque vas a necesitar la divina misericordia infinita para prolongar tu pequeña infinitud. No te impliques en ese asunto, amigo Jacob. Es como meter la cabeza en el infierno». Dicho lo cual, Abdel Bari hurgó debajo de una paloma que empollaba, le quitó un huevo, lo puso en la palma de su mano izquierda y con la derecha lo aplastó. En la palma de Abdel Bari se retorció durante unos segundos un engendro cegato, un palomo a medio hacer, un monstruo germinal, entre sangre y fluidos del color de las pesadillas. «El mismo infierno, Jacob», y agitó la mano para sacudirse aquel emplasto de muerte.

«¿Te apetece beber algo?», y le contesté lo que contestaría cualquiera a alguien que acaba de hacer una porquería semejante. «¿De verdad que no te apetece beber nada? ¿Un té? ¿Una tisana de toronjil, excelente para calmar los espasmos? ¿Una granizada de jugo de acebo y berenjena, que alegra el pensamiento?» Volví a contestarle que no. «Bien, amigo Jacob. Podría matarte en este preciso instante», me informó Abdel Bari. «Pero hoy es tu día de suerte y voy a hacer un trato contigo. Si consigues robar el contenido del relicario alemán y me lo traes, te dejaré con vida y te daré un poco de dinero. Si consigues robarlo y no me lo traes, pero me dices quién es su nuevo propietario, te dejaré con vida, aunque no te daré ni una piastra. Si consigues robarlo y no vuelvo a tener noticias tuyas, serás tú el que tenga noticias mías, así te escondas en una cueva submarina, y serán noticias malas para ti, ¿de acuerdo?» Abdel Bari dio un par de palmadas lánguidas -los palomos se asustaron, y algunos se estrellaron contra la tela metálica- y al instante apareció mi guía, el de la jerigonza, con la espalda curvada en gesto de servilismo.

«Te rogaría, amigo, que, antes de irte, bebieses de la fuente del patio, porque es la fuente amiga que restituye el juicio al aturdido, la prudencia al temerario y la rectitud al que pierde la senda. Pero, como sé que no lo harás, aquí tienes esto», y me dio un frasquito de cristal en forma de corazón, con taponadura de filigrana de plata, relleno de un líquido turbio y espeso. «Es de la fuente proverbial, que trae un agua filtrada por más de doscientas raíces de plantas distintas. Además, le he añadido esencia de saúco, de malvavisco hervido en harina de haba, de marrubio recolectado bajo el signo de Virgo y unas gotas de zumo de estoraque», y siguió atendiendo a sus palomos, mientras yo, con aquel frasco en la mano, no podía dejar de sentirme como un idiota ni de pensar que aquel gordo era otro idiota, cada cual disfrutando de su peculiar variante de idiotez, por mal que esté decirlo.

«Acompaña al señor hasta la calle», le ordenó Abdel Bari al que había sido mi guía en el camino de ida, y así lo hizo aquel lacayo, de modo que emprendimos el itinerario laberíntico a la inversa, hasta que me vi de nuevo en pleno zoco.

La imagen del embrión asesinado se me había metido en las tripas. Y se alzaba ya la luna, mutilada y menguante, errante daga blanca de la noche, más o menos.

A la puerta del hotel me abordó un sujeto (bigote bravío, chaqueta de tono penitencial, boca alegre y mirar torvo) que se mostró empeñado en venderme un báculo de apenas medio metro de altura, similar al que portaban los faraones como emblema de Osiris. Según él -que me hablaba en un inglés impecable-, aquel báculo estaba hecho con una rama del acebuche bajo el que expiró el mago Tamiro (¿?), o Temuro (o algo así), a quien aquel marchante callejero atribuyó el título de Príncipe Africano de los Ensalmos. Al parecer, el tal Tamiro o Temuro transfirió a la savia de aquel árbol silvestre sus amplios saberes de la naturaleza y de los arcanos sobrenaturales, pues, al írsele el alma de su prisión mundanal, se refugió la dicha alma en el acebuche bajo cuya sombra sesteaba el mago cuando fue a buscarle la muerte, la amante fría.

«Cualquier zahorí vendería a sus hijas para poder comprarlo, porque descubre todos los manantiales que fluyen bajo la tierra. Y, sobre todo, sirve también para localizar cadáveres enterrados con sus joyas, ¿comprende?», y me guiñó un ojo, al tiempo que me exhibía con gran ceremonia el báculo portentoso, que tenía una empuñadura de latón muy desgastada y una contera en forma de áspid.

«Los cadáveres pueden ser un buen negocio…».

Aquello colmó el vaso, ¿verdad?, de mi suspicacia, que es vaso corto a fuerza de experiencia y de escarmientos más que por defecto de carácter.

Al parecer, no había chalán ni regatón en El Cairo que no estuviese al cabo de la calle del negocio que había apalabrado yo con Sam Benítez, o esa impresión me daba, suspicacias al margen. Es cierto que en esta profesión resulta difícil mantener en secreto las operaciones, pues siempre hay bocas ligeras, a pesar de que el éxito de cualquier operación suele depender en gran medida del secretismo. Pero aquella divulgación tan instantánea, y a niveles tan bajos, confieso que acabó por desconcertarme, de modo que me propuse localizar a Sam Benítez, aunque sin fe, porque él anda siempre escabullido y sólo se aparece cuando quiere, lo mismo que los santos. Lo llamé varias veces al número de teléfono que me dio, pero como quien llama a una nube.

Salí a cenar a un restaurante cercano para que la noche se me hiciera más corta, aunque mal casa el placer de la mesa con el hábito de la cavilación.

Cuando volví al hotel, llamé a tía Corina. No quise alarmarla con el relato de mis raras aventuras, de modo que estuvimos bromeando sobre naderías, y con su voz me vino el sueño, por reflejo de infancia, y soñé con Abdel Bari transfigurado en palomo, que les aseguro que es una mala fantasía para el descanso.

A la mañana siguiente, muy temprano, llamé a Sam, pero se ve que no había forma de hacerme con él, así que le indiqué al fiero y fiel Abdalah que se apostara en la puerta del Café Riche -con el ruego de que no arriesgase en una trifulca huera con sus compatriotas los cuatro o cinco dientes que por entonces le quedaban-, por si acaso Sam había tomado aquel local como oficina de campaña para despachar sus asuntos, que él cuenta siempre por decenas a donde quiera que vaya, por ese afán suyo de rentabilizar al máximo la naturaleza portátil de las mercancías. A eso de la una, Abdalah me llamó al hoteclass="underline" «Ni rastro de ese hijo de la gran puta mexicano», según su informe, expuesto en un inglés bastante particular, como todo él.