Выбрать главу

Cormac Mcarthy

Meridiano de sangre

Traducción de Luis Murillo Fort

El autor desea dar las gracias a la Lyndhurst Foundation, la John Simon Guggenheim Memorial Foundation y la John D. & Catherine T. MacArthur Foundation. Desea asimismo expresar su agradecimiento a Albert Erskine, su editor desde hace veinte años.

Vuestras ideas son terribles y vuestros corazones medrosos. Vuestra piedad, vuestra crueldad son absurdas, desprovistas de calma, por no decir irresistibles. Y al final os da miedo la sangre, cada vez más. La sangre y el tiempo.

PAUL VALRY

No hay que pensar que la vida de las tinieblas está sumida en la desdicha, perdida en una suerte de perpetua aflicción. No existe tal aflicción. Y es que la pena es algo que desaparece con la muerte, y muerte y agonía son la vida misma de las tinieblas.

JACOB BOEHME

Clark, que el año pasado dirigió una expedición a la región de los afares en el norte de Etiopía, y su colega Tim D. White, de la Universidad de California en Berkeley, añadieron que un cráneo de 300.000 años de antigüedad, encontrado anteriormente en dicha zona y objeto de una nueva exploración, muestra claros indicios de haber sido escalpado.

The Yuma Daily Sun

13 de junio de 1982

I

Infancia en Tennessee - Se va de casa

Nueva Orleans - Peleas - Le hieren

A Galveston - Nacogdoches - El reverendo Green

El juez Holden - Una refriega - Toadvine

Incendio del hotel - Retirada.

He aquí el niño. Es pálido y flaco, lleva una camisa de hilo fina y ajada. Aviva la lumbre en la recocina. Afuera hay campos oscuros roturados y con jirones de nieve y al fondo bosques más oscuros aún donde moran todavía los últimos lobos. Viene de familia de poceros y talladores de madera, pero en realidad su padre ha sido maestro. La bebida le puede, cita a poetas cuyos nombres se han perdido para siempre. El niño le observa acuclillado junto al fuego.

La noche de tu nacimiento. Año treinta y tres. Leónidas, las llamaban. Ah, qué de estrellas caían. Yo buscaba lo negro, agujeros en el firmamento. La Osa Mayor embestía.

La madre muerta hace catorce años ha incubado en su seno la criatura que la llevará a la tumba. El padre jamás pronuncia su nombre, el niño no sabe cuál es. En alguna parte tiene una hermana a la que no volverá a ver. Pálido y sucio, observa. No sabe leer ni escribir y ya alimenta una inclinación a la violencia ciega. Toda la historia presente en ese semblante, el niño el padre del hombre.

A los catorce se va de casa. Ve por última vez la cabaña y la siempre helada cocina en la oscuridad previa al albor. La leña, las palanganas. Errando hacia el este llega a Menfis, emigrante solitario en el llano paisaje pastoril. Negros en los campos, flacos y encorvados, los dedos como arañas entre las vainas de algodón. Una agonía de sombras en el huerto. Contra el declinar del sol siluetas que se mueven en el lentísimo crepúsculo frente a un horizonte como de papel. Un oscuro labriego solitario persiguiendo mulo y grada hacia la noche en la hoyada batida por la lluvia.

Pasa un año y está en San Luis. Encuentra pasaje a bordo de una chalana que se dirige a Nueva Orleans. Cuarenta y dos días en el río. Por la noche los vapores suenan sus sirenas y surcan lentamente las negras aguas iluminados como ciudades a la deriva. Desguazan la balsa y venden toda la madera y el niño pasea por las calles y oye lenguas que jamás había oído. Vive en una habitación que da a un patio detrás de una taberna y por las noches baja como los ogros de cuento de hadas para batirse con los marinos. No es fornido pero tiene las muñecas grandes, las manos grandes. La espalda estrecha. La cara de niño permanece curiosamente intacta tras de las cicatrices, los ojos de una extraña inocencia. Pelean a puñetazos, a patadas, a botellazos o a cuchillo. Todas las razas, todas las castas. Hombres cuyo hablar suena a gruñido de simio. Hombres de tierras tan remotas y misteriosas que viéndolos a sus pies desangrarse en el fango siente que es el género humano el que ha sido vengado.

Cierta noche un contramaestre maltés le dispara por la espalda con un pistolete. Al volverse para darle su merecido recibe otra bala debajo del corazón. El maltés huye y el niño se apoya en la barra con la sangre chorreándole de la camisa. Los demás evitan mirarle. Al rato se sienta en el suelo.

Pasa dos semanas acostado en un catre en el cuarto de arriba atendido por la esposa del tabernero, que le sube la comida, se lleva sus lavazas. Una mujer de expresión adusta y un cuerpo nervudo como de hombre.

Repuesto al fin, no le queda ya dinero con que pagar a la mujer y por la noche huye y duerme en la ribera hasta que encuentra un barco que le acepta a bordo. El barco va a Tejas.

Solo ahora se ha despojado completamente el niño de todo lo que ha sido. Sus orígenes son ya tan remotos como remoto es su destino y nunca más, por más vueltas que dé el mundo, encontrará territorios tan agrestes y bárbaros donde probar si la materia de la creación puede amoldarse a la voluntad humana o si el corazón no es más que arcilla de otra clase. Los pasajeros son gente remisa. Ponen rejas a sus miradas y nadie pregunta a nadie qué le ha traído por aquí. Duerme en cubierta, un peregrino más. Mira cómo sube y baja la orilla borrosa. Aves marinas grises mirando embobadas. Bandadas de pelícanos hacia la costa sobre el oleaje gris.

Desembarcan en una batea, colonos con sus enseres, todos con la vista clavada en el litoral bajo, la caleta de arena y pinos esmirriados que parecen nadar en el aire turbio.

Recorre las callejuelas del puerto. El aire huele a sal y a madera recién aserrada. De noche las putas le llaman como almas en pena desde la oscuridad. Una semana después toma de nuevo el portante, en el monedero unos cuantos dólares que ha ganado, recorriendo los caminos arenosos de la noche sureña, a solas y con los puños apretados en los bolsillos de su chaqueta barata de algodón. Calzadas terraplenadas a través de los pantanos. Colonias de garcetas, blancas como cirios entre el musgo. El viento desapacible hace correr las hojas por la cuneta y las empuja hacia los campos oscuros. Pasa por pequeñas poblaciones y granjas rumbo al norte, trabaja a cambio de jornal y cubierto. Ve a un parricida ahorcado en un villorrio y los amigos del muerto se precipitan para tirarle de las piernas y el hombre pende de su soga mientras la orina le oscurece el pantalón. Trabaja en un aserradero, trabaja en un lazareto para diftéricos. De un granjero recibe como paga un mulo viejo y a lomos de dicho animal en la primavera del año 1849 llega a la ciudad de Nacogdoches después de remontar la efímera república de Fredonia.

El reverendo Green había estado actuando diariamente con lleno total mientras la lluvia no había dejado de caer y la lluvia no dejaba de caer desde hacía dos semanas. Cuando el chaval entró en la desastrada tienda de lona solamente quedaban un par de localidades, de pie, al fondo de la misma y la fetidez a cuerpos mojados y no bañados era tal que los mismos espectadores salían de vez en cuando a tomar un poco de aire fresco hasta que el aguacero los obligaba a entrar otra vez. Se puso al lado de otros como él junto a la pared del fondo. Lo único que podría haberle distinguido de los demás era que él no iba armado.

Vecinos, estaba diciendo el reverendo, aquel hombre era incapaz de alejarse de ese agujero infernal, de ese tártaro que tenemos en Nacogdoches. Y yo le dije, digo:

¿Piensas arrastrar contigo al hijo de Dios? Y él dice: No. Ni pensarlo. Y entonces le digo: ¿No sabes que Él dijo te seguiré a todas partes, hasta el final del camino?