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La prisión - Toadvine.

Con la oscuridad, un solo individuo se levantó portentosamente de entre los recién asesinados y se escabulló al claro de luna. El sitio en donde había yacido estaba empapado de sangre y de orina de las vejigas vaciadas de los animales y anduvo sucio como estaba y hediendo cual pestilente progenie de la hembra encarnada de la guerra misma. Los salvajes estaban agrupados en terreno alto y se podía ver la luz de sus fogatas y oír sus extraños y lastimeros cánticos allá donde se habían instalado para asar las mulas. Se abrió camino entre hombres pálidos y tullidos, entre los espatarrados caballos, y tras orientarse por las estrellas se encaminó hacia el sur. La noche tomaba un millar de formas en los matorrales y él iba con la vista fija en el suelo que pisaba. Estrellas y luna menguante hacían de sus devaneos una sombra tenue en la oscuridad del desierto y los lobos aullaban en lo alto de la sierra dirigiéndose al norte, hacia la matanza.

Con luz de día se encaminó hacia unos afloramientos rocosos que distinguió como a un kilómetro al otro lado del valle. Estaba trepando ya entre los enormes bloques de piedra allí diseminados cuando oyó una voz que llamaba en medio de la inmensidad. Barrió el llano con la mirada pero no vio a nadie. Cuando la voz sonó de nuevo volvió la cabeza y se sentó a descansar y no tardó en ver algo que avanzaba cuesta arriba, un harapo de hombre que se encaramaba a los desprendimientos del talud. Midiendo mucho sus movimientos, volviendo la vista atrás. El chaval podía ver que nadie ni nada le seguía.

Llevaba una manta sobre los hombros y la manga de la camisa rasgada y oscura de sangre y el brazo en cuestión lo sostenía doblado sobre el pecho con la otra mano. Se llamaba Sproule.

Eran un grupo de ocho. Su caballo había recibido varias flechas y se había derrumbado por la noche mientras lo montaba y los demás, entre ellos el capitán, habían seguido adelante.

Se sentaron el uno junto al otro y vieron alargarse el día a sus pies en la llanura.

¿No has salvado nada de tus cosas?, dijo Sproule.

El chaval escupió y negó con la cabeza. Miró al otro.

¿Está muy mal ese brazo?

Los he visto peores, dijo Sproule.

Se quedaron mirando toda aquella extensión de arena y roca y viento.

¿Qué clase de indios eran?

No lo sé.

Sproule tosió fuerte en la mano cerrada y se arrimó el brazo ensangrentado. Que me zurzan si no son un claro aviso para cualquier cristiano, dijo.

Permanecieron a la sombra de un saliente de roca hasta pasado el mediodía, tras haber acondicionado con las manos en el polvo de lava gris un sitio donde dormir, y por la tarde se pusieron en camino siguiendo la estela de la batalla y en la inmensidad del paisaje eran muy pequeños y se movían muy despacio.

Por la tarde se dirigieron nuevamente hacia el lindero de roca y Sproule señaló a una mancha oscura en la cara de un risco pelado. Parecía una marca de antiguos fuegos. El chaval hizo visera con la mano. Las paredes estriadas del cañón ondeaban como pliegues de cortina por la acción del calor.

Eso podría ser un manantial, dijo Sproule.

Está bastante lejos.

Cuando veas agua más cerca, allá que iremos.

El chaval le miró y se echaron a andar.

El sitio se encontraba barranco arriba y de camino hubieron de pasar entre un fárrago de rocas y escoria y siniestras matas de bayoneta. Pequeños arbustos negros y oliváceos se marchitaban al sol. Avanzaron a traspiés por el agrietado lecho de arcilla de un cauce seco. Descansaron y siguieron adelante.

El manantial estaba en lo alto de unos salientes de roca viva, agua vadosa que se escurría entre la roca negra y resbaladiza y los gordolobos y guayacanes que formaban un pequeño y peligroso jardín suspendido. Al llegar al fondo del barranco e1 agua era apenas un chorrito y hubieron de inclinarse por turnos aplicando los labios a la piedra como devotos ante una efigie santa.

Pasaron la noche en una pequeña cueva justo encima de aquel punto, un viejo relicario de pedernal descantillado y esquirlas esparcidas por todo el lecho de piedra con cuentas de concha y huesos pulidos y el carbón de antiguas fogatas. Compartieron la manta y Sproule tosió quedamente en la oscuridad y de vez en cuando se levantaban para ir a beber a la piedra. Partieron antes de salir el sol y al amanecer estaban de nuevo en la llanura.

Siguieron el terreno pisoteado por los guerreros y a media tarde encontraron un mulo desfallecido que había sido alanceado y dejado por muerto y luego se toparon con otro. El sendero se estrechaba entre unas rocas y al poco rato llegaron a un arbusto del que colgaban bebés muertos.

Se detuvieron codo con codo, tambaleándose al asfixiante calor. A aquellas pequeñas víctimas, habría siete u ocho, les habían hecho agujeros en el maxilar inferior y así colgaban por la garganta de las ramas rotas de un mezquite mirando ciegos al cielo desnudo. Calvos y pálidos e hinchados, larvas de un ser inescrutable. Los náufragos continuaron, miraron hacia atrás. Nada se movía. Por la tarde arribaron a un pueblo en la llanura de cuyas ruinas aún salía humo y todos sus habitantes estaban muertos. Desde lejos parecía un horno de ladrillos derruido. Permanecieron a cierta distancia escuchando un buen rato el silencio antes de entrar.

Recorrieron lentamente las callejuelas de barro. Había cabras y ovejas en sus corrales y cerdos muertos en el lodo. Pasaron frente a chabolas de barro en cuyos portales y suelos yacían cadáveres en todas las posturas de la muerte, desnudos e hinchados y extraños. Encontraron platos de comida a medio consumir y un gato salió a sentarse al sol y los observó sin interés y el aire quieto y sofocante de la tarde iba cargado de moscas.

Al final de la calle había una plaza con bancos y árboles donde unos buitres se apiñaban en negras y repulsivas colonias. Un caballo yacía en mitad de la plaza y en un portal había gallinas picoteando restos de comida derramada. Estacas carbonizadas ardían sin llama allí donde los tejados se habían venido abajo y un burro aguardaba de pie en el pórtico de la iglesia.

Se sentaron en un banco y Sproule se llevó el brazo herido al pecho y se meció adelante y atrás y parpadeó al sol.

¿Qué quieres hacer?, dijo el chaval.

Conseguir un poco de agua.

Aparte de eso.

No sé.

¿Quieres que probemos a volver?

¿A Tejas?

No sé adónde si no.

No lo conseguiríamos.

Eso lo dices tú.

Yo ya no digo nada.

Estaba tosiendo otra vez. Se aguantaba el pecho con la mano buena, tratando de recobrar el resuello.

¿Qué tienes, un catarro?

No. Estoy tísico.

¿Tísico?

Sproule asintió. Vine aquí por motivos de salud.

El chaval le miró. Meneó la cabeza y se levantó y cruzó la plaza hacia la iglesia. Entre las viejas ménsulas de madera tallada había zopilotes agazapados y el chaval cogió una piedra y la tiró en aquella dirección pero los pájaros no se inmutaron.

Las sombras eran más largas ahora en la plaza y pequeñas pelotas de polvo viajaban por las calles de arcilla reseca. Los carroñeros ocupaban los ángulos superiores de las casas con sus alas extendidas en posturas de exhortación como pequeños obispos oscuros. El chaval volvió al banco y apoyó allí un pie y se acodó en la rodilla. Sproule no se había movido, seguía sujetándose el brazo.

Este cabrón me las hace pasar putas, dijo.

El chaval escupió y miró calle abajo. Será mejor que nos quedemos aquí esta noche.

¿Tú crees que no habrá problema?

¿Por qué lo dices?

¿Y si vuelven los indios?

Para qué iban a volver.

Ya. Pero ¿y si vuelven?

No volverán.

Se apretó el brazo.

Ojalá tuvieras un cuchillo, dijo el chaval.

Ojalá lo tuvieras tú.

Con un cuchillo se podría conseguir carne.

Yo no tengo hambre.

Creo que deberíamos explorar esas casas a ver qué encontramos.

Ve tú.

Necesitamos un sitio donde pasar la noche.