Sproule le miró. Yo no tengo por qué moverme, dijo.
Bueno. Haz lo que te dé la gana.
Sproule tosió y escupió. Esa es mi intención, dijo.
El chaval dio media vuelta y se alejó.
Los portales eran bajos y hubo de agachar la cabeza para salvar el travesaño de los dinteles, bajar escalones para entrar en los frescos aposentos. No había más muebles que algunos jergones para dormir, un arcón de madera para guardar harina. Fue de casa en casa. En una habitación el esqueleto de un pequeño telar negro y humeando. En otra un hombre con la carne chamuscada y tirante, los ojos cocidos en sus cuencas. En la pared de adobe había un nicho con figuras de santos vestidos con ropa de muñecas, las burdas caras de madera pintadas de vivos colores. Ilustraciones recortadas de un periódico viejo y pegadas a la pared, el pequeño retrato de una reina, un naipe de tarot que era el cuatro de copas. Había ristras de pimientos secos y unas cuantas calabazas. Una botella de cristal con hierbas dentro. Afuera un patio de greda con una cerca de ocote y un horno de arcilla totalmente hundido donde un bodrio negro temblaba en la luz interior.
Encontró un tarro con alubias y unas tortillas secas y lo llevó todo a la casa del final de la calle donde los rescoldos del tejado seguían consumiéndose y calentó la comida en las cenizas y comió en cuclillas como un desertor que saqueara las ruinas de la ciudad que ha abandonado.
Al volver a la plaza no vio a Sproule por ninguna parte. Todo estaba en sombras. Cruzó la plaza y subió los escalones de piedra hasta la puerta de la iglesia y entró. Sproule estaba en el atrio. Largos contrafuertes de luz caían de los ventanales de la pared oeste. No había bancos en la iglesia y el piso de piedra estaba cubierto de los cuerpos escalpados y desnudos y parcialmente devorados de unas cuarenta personas que se habían parapetado en aquella casa de Dios huyendo de los paganos. Los salvajes habían abierto agujeros en el techo y les habían disparado desde arriba y el suelo estaba sembrado de astiles de flecha allí donde se las habían arrancado a los muertos para quitarles la ropa. Habían arrastrado los altares y saqueado el tabernáculo y desalojado de su cáliz de oro al gran Dios durmiente de los mexicanos. Las efigies de los santos colgaban sesgadas de los muros como si hubiera habido un terremoto y en el piso del presbiterio yacía hecho pedazos un Cristo en su féretro de cristal.
Un gran charco de sangre comunal rodeaba a los asesinados. Había formado una especie de budín en el que se apreciaban numerosas huellas de lobos o perros y sus bordes se habían ido secando hasta adquirir el aspecto de una cerámica color vino. La sangre corría en oscuras lenguas por el suelo uniendo las lajas como una lechada y penetraba en el atrio donde las piedras estaban ahuecadas por los pies de los fieles y de sus padres antes que ellos y habíase abierto camino escalones abajo para gotear entre las huellas escarlata de los carroñeros.
Sproule se volvió y miró al chaval como si hubiera adivinado sus pensamientos pero el chaval solo meneó la cabeza. Trepaban moscas a los cráneos pelados de los muertos y moscas caminaban por las arrugadas cuencas de sus ojos.
Vamos, dijo el chaval.
Cruzaron la plaza que era casi de noche y bajaron por la calle estrecha. En el portal había un niño muerto con dos ratoneros sentados encima. Sproule agitó su mano buena para ahuyentarlos y los pájaros aletearon torpemente y silbaron pero sin echar a volar.
Partieron con la primera luz del alba mientras los lobos salían de los portales y se disolvían en la niebla de las calles. Tomaron la ruta del suroeste por donde habían venido los salvajes. Un pequeño arroyo arenoso, álamos, tres cabras blancas. Franquearon un vado donde había varias mujeres muertas junto a sus respectivas coladas.
Se afanaron durante todo el día por una terra damnata de escoria humeante, dejando atrás cadáveres abotagados de mulos o caballos. Por la tarde habían consumido ya todo el agua que llevaban. Durmieron sobre la arena y despertaron en la fría y oscura madrugada y siguieron caminando y recorrieron la capa de escorias al borde del desfallecimiento. Por la tarde encontraron inclinada sobre su vara una carreta cuyas grandes ruedas estaban hechas de un tronco de álamo y fijadas a los ejes mediante unas almillas. Se acurrucaron debajo aprovechando la sombra y durmieron hasta que oscureció y luego reemprendieron el camino.
La corteza de una luna que había estado todo el día en el cielo había desaparecido y siguieron el camino a través del desierto guiándose por las estrellas, con las Pléyades justo al frente y muy pequeñas y la Osa Mayor encaramada a las montañas de más al norte.
Este brazo apesta, dijo Sproule.
¿Qué?
Digo que mi brazo apesta.
¿Quieres que le eche un vistazo?
¿Para qué? No podrás hacer nada.
Bueno. Tú mismo.
Pues eso, dijo Sproule.
Siguieron adelante. Durante la noche oyeron por dos veces el cascabeleo de las pequeñas víboras de la pradera entre los matojos y eso les dio miedo. Al despuntar el día escalaron entre esquistos y roca volcánica bajo la pared de un pliegue monoclinal cuyas torretas se erguían como profetas de basalto y a la vera del camino vieron pequeñas cruces de madera apuntaladas en montones de piedra donde algún viajero había encontrado la muerte. El camino serpenteaba entre las colinas y los desamparados se afanaron subiendo y bajando, cada vez más negros bajo el sol, inflamados los ojos y los espectros pintados surgiendo a cada recodo. Trepando entre ocotillos y chumberas donde las rocas temblaban al sol, solo roca y nada de agua y la senda arenosa, y se turnaban atentos a algo verde que pudiera sugerir presencia de agua pero no había agua por ninguna parte. Comieron piñones que llevaban en una bolsa y siguieron andando. Al calor del mediodía y ya por la tarde cuando los lagartos pegaban su mentón de cuero a las rocas frescas repeliendo el mundo con sonrisas someras y ojos como láminas de piedra agrietada.
Coronaron la montaña al ponerse el sol y contemplaron una vista de muchos kilómetros. Allá abajo había un lago inmenso con las lejanas montañas azules bañándose en la quieta extensión de agua y el contorno de un halcón en lo alto y árboles que rielaban al sol y una ciudad distante y muy blanca contra el fondo azul y sombreado de unas colinas. Se sentaron a mirar. Vieron ponerse el sol bajo el horizonte mellado del oeste y lo vieron llamear tras las montañas y vieron oscurecerse la superficie del lago y disolverse en ella la forma de la ciudad. Durmieron entre las rocas, boca arriba como los muertos, y por la mañana cuando se levantaron no había ninguna ciudad como tampoco árboles ni lago. Solo una árida llanura polvorienta.
Sproule gruñó y se metió entre las rocas. El chaval le miró. Tenía ampollas en el labio inferior y por la camisa rota se le veía el brazo muy hinchado y una cosa repugnante había empezado a rezumar entre las manchas de sangre. Volvió la cabeza y contempló el valle.
Por allá viene alguien, dijo.
Sproule hizo caso omiso. El chaval le miró. No miento, dijo.
Indios, dijo Sproule. ¿Verdad?
No lo sé. Están demasiado lejos.
¿Qué piensas hacer?
No sé.
¿Qué ha pasado con el lago?
Ni idea.
Los dos lo vimos.
La gente ve lo que quiere ver.
Entonces ¿por qué no lo veo ahora? No será que no tenga ganas.
El chaval escrutó el llano.
¿Y si son indios?, dijo Sproule.
Seguramente lo son.
¿Dónde nos vamos a esconder?
El chaval escupió seco y se restregó la boca con el dorso de la mano. Un lagarto asomó bajo una piedra y levantando sus pequeños codos se agachó sobre aquellas partículas de espuma y bebió y regresó a la piedra dejando apenas una señal en la arena que se desvaneció casi al momento.
Esperaron todo el día. El chaval hizo varias salidas al barranco en busca de agua pero no encontró nada. En aquel purgatorio de arena no se movía otra cosa que las aves carnívoras. A media tarde divisaron jinetes en los toboganes del camino subiendo por donde ellos habían subido. Eran mexicanos.