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Sproule estaba sentado con las piernas estiradas al frente. Y yo que me preocupaba por si me durarían las botas. Vamos, dijo. Ponte tú a salvo. Le despidió con un gesto de la mano.

Se habían refugiado a la escueta sombra de una repisa de roca. El chaval no respondió. No había pasado una hora que empezaron a oír el clop clop seco de los cascos entre las rocas y el tintineo de los arneses. El primer caballo en doblar el saliente y pasar por el desfiladero fue el bayo del capitán y llevaba puesta la silla del capitán pero no al capitán encima. Los refugiados se apartaron del camino. El grupo de jinetes venía quemado y ojeroso del sol y cuando descansaron sin desmontar pareció como si no pesaran nada. Eran siete, ocho quizá. Llevaban sombreros de ala muy ancha y chalecos de piel y escopetas puestas de través sobre la perilla de la silla y cuando pasaron su jefe hizo una inclinación de cabeza desde el caballo del capitán y se llevó el dedo al sombrero y siguieron su camino.

Sproule y el chaval los vieron pasar. El chaval los llamó a voces y Sproule se puso a correr como pudo detrás los caballos.

Los jinetes empezaron a tambalearse como borrachos. Sus cabezas iban de un lado a otro, sus risotadas resonaban en las rocas. Volvieron grupas y se quedaron mirando a los vagabundos con sonrisas de oreja a oreja.

¿Qué quieren?, gritó el jefe.

Los jinetes se aguantaban la risa y se daban palmadas. Habían espoleado a sus caballos y ahora iban de acá para allá. El jefe miró a los dos de a pie.

¿Buscan a los indios?

Al oír esto, varios de los hombres desmontaron y empezaron a abrazarse y a llorar desconsoladamente. El jefe los miró y sonrió con sus enormes dientes blancos, hechos para forrajear.

Locos, dijo Sproule. Están todos locos.

El chaval miró al jefe. ¿Nos daría un trago de agua?, dijo.

El jefe se serenó y puso una cara muy larga. ¿Agua?, dijo.

No tenemos ni una gota, dijo Sproule.

Pero qué quiere, amigo. Esta región es muy seca.

Se llevó la mano a la espalda sin volverse y una cantimplora de cuero fue pasando de mano en mano entre los jinetes hasta llegar a él. El jefe la ofreció a los harapientos tras agitarla. El chaval retiró el tapón y bebió y jadeó y volvió a beber. El jefe alargó el brazo y dio unos golpecitos a la cantimplora. Basta, dijo.

Él siguió tragando. No pudo ver que la cara del jinete se ensombrecía. El hombre retiró un pie del estribo y de una limpia patada dejó al chaval sin cantimplora en un gesto estático de súplica mientras el recipiente giraba en el aire y los lóbulos de agua resplandecían al sol antes de chocar contra las rocas. Sproule fue a por la cantimplora y la enderezó rápidamente para que no siguiera perdiendo agua y se puso a beber, observando siempre por encima del borde. El jinete y el chaval se miraron. Sproule empezó a boquear y a toser.

El chaval cruzó hasta las rocas y le cogió la cantimplora. El jefe metió piernas a su caballo y desenvainó la espada que llevaba junto a una pierna e inclinándose al frente pasó la hoja por debajo de la correa y levantó la cantimplora. La punta de la espada estaba a cuatro dedos de la cara del chaval y la correa descansaba en la parte plana de la hoja. El chaval se había quedado quieto y el jinete le arrebató suavemente la cantimplora y la hizo resbalar por la hoja de la espada hasta que la tuvo a su lado. Se volvió entonces a sus hombres y sonrió y todos volvieron a las risotadas y los empujones simiescos.

De una sacudida hizo subir el tapón que colgaba de una tira de cuero y lo encajó con el pulpejo de la mano. Le lanzó la cantimplora al hombre que tenía detrás y miró a los vagabundos. ¿Por qué no se ocultan?, dijo.

¿De usted?

De mí.

Teníamos sed.

Mucha sed, ¿eh?

No respondieron. El hombre golpeaba el borrén de su silla con la parte plana de la espada y parecía estar buscando mentalmente las palabras adecuadas. Se inclinó ligeramente hacia ellos. Cuando los corderos se pierden en el monte, dijo, se les oye llorar. Unas veces acude la madre. Otras el lobo. Les sonrió y levantó la espada y volvió a meterla donde estaba antes y volvió grupas con elegancia y se lanzó al trote entre los otros caballos y los hombres montaron y le siguieron y al poco rato ya no se les veía.

Sproule no se movió de donde estaba. El chaval le miró pero el otro apartaba la vista. Estaba herido lejos de casa en un país enemigo y aunque sus ojos contemplaban aquellas piedras extranjeras que les rodeaban, el vacío que se extendía más allá parecía haberle sorbido el alma.

Bajaron de la montaña salvando las rocas con las manos extendidas al frente y sus sombras contorsionadas en el terreno irregular, como criaturas en busca de sus propias formas. Llegaron al valle de anochecida y se encaminaron por la tierra azul y ya fresca, al oeste las montañas erguidas en la tierra formando una hilera de pizarra mellada y un viento surgido de la nada que hacía escorarse y enroscarse la maleza seca.

Caminaron hasta el anochecer y durmieron en la arena como perros y llevaban un rato durmiendo así cuando algo negro llegó aleteando desde lo más oscuro y se posó en el pecho de Sproule. Largos dedos apuntalaron las alas membranosas con que mantenía el equilibrio mientras andaba por encima de él. Tenía la cara chata y arrugada, perversa, los labios crispados en una horrible sonrisa y los dientes azul claro a la luz de las estrellas. El animal se inclinó. Dibujó en el cuello de Sproule dos estrechos surcos y replegando las alas empezó a beber su sangre.

No con suficiente suavidad. Sproule despertó y levantó una mano. Luego chilló y el murciélago agitó las alas y cayó sentado encima de su pecho y se incorporó de nuevo y silbó y castañeteó los dientes.

El chaval se había levantado y se disponía a arrojarle una piedra pero el murciélago dio un brinco y se perdió en la oscuridad. Sproule se tocaba el cuello y gimoteaba histérico y cuando vio al chaval mirándole allí de pie extendió hacia él acusadoramente sus manos ensangrentadas y luego se las llevó a las orejas y gritó lo que parecía que él mismo no iba a poder oír, un aullido lo bastante atroz para hacer una cesura en el pulso del mundo. Pero el chaval se contentó con escupir al espacio oscuro que había entre los dos. Conozco el paño, dijo. En cuanto os duele algo ya os duele todo.

Por la mañana cruzaron un aguazal seco y el chaval recorrió el cauce en busca de un pozo o una charca pero no había nada. Eligió una hoyada y se puso a cavar con un hueso y cuando había ahondado un par de palmos la arena se tomó húmeda y luego un poco más y un hilillo de agua empezó a llenar los surcos que él abría con los dedos. Se quitó la camisa y la apretó contra la arena y vio que se oscurecía y vio que el agua empezaba a subir entre los pliegues de tela y cuando le pareció que había suficiente hundió la cabeza en la excavación y bebió. Luego se sentó a esperar que se llenara otra vez. Repitió la operación durante más de una hora. Luego regresó por el aguazal con la camisa puesta.

Sproule no quiso quitarse la suya. Trató de aspirar el agua y lo que consiguió fue una bocanada de arena.

Podrías prestarme tu camisa, dijo.

El chaval estaba acuclillado en la grava seca del aguazal. Utiliza la tuya, dijo.

Al quitársela, la camisa se le pegó a la piel y salió un pus amarillo. Tenía el brazo horriblemente hinchado y descolorido y pequeños gusanos se afanaban en la herida abierta. Metió la camisa en el hoyo y se inclinó para beber.

Por la tarde llegaron a un cruce de caminos, cómo llamarlo si no. Un tenue rastro de carros que venía del norte y cruzaba el sendero por el que iban y continuaba hacia el sur. Escrutaron el paisaje buscando orientarse en medio de aquel vacío. Sproule se sentó donde se cruzaban los caminos y miró desde las grandes oquedades de su cráneo en donde tenía alojados los ojos. Dijo que no pensaba levantarse.