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Ahora sí que la has hecho buena, dijo el de Georgia.

El chaval le miró.

Dentro de un momento los tenemos aquí armados de látigos y qué sé yo.

El chaval escupió. No van a venir para que les hagamos tragarse los látigos.

Y no lo hicieron. Una mujer les llevó cuencos de alubias y tortillas socarradas en un plato de arcilla sin cocer. Parecía preocupada y les sonrió a todos, y disimulados entre los pliegues de su chal había traído dulces y en el fondo de las alubias había trozos de carne que procedían de su propia mesa.

Tres días después tal como se presagiaba partían hacia la capital montados en pequeños mulos con ajuagas.

Cabalgaron cinco días por el desierto y la montaña y cruzaron pueblos polvorientos donde la gente salía para verlos pasar. La escolta en variadas galas raídas por los años, los prisioneros en harapos. Les habían dado mantas y por la noche acurrucados frente a la lumbre en pleno desierto, quemados por el sol y demacrados y envueltos en dichos sarapes, parecían los peones más insondables de Dios. Ningún soldado hablaba inglés y se dirigían a ellos con gruñidos o gestos. Iban armados de cualquier manera y tenían mucho miedo de los indios. Liaban su tabaco en perfollas de maíz y se sentaban en silencio junto a la lumbre y escuchaban la noche. Hablaban, cuando lo hacían, de brujas y cosas peores y se empeñaban en distinguir de entre los demás gritos alguna voz o grito en la oscuridad que no pertenecía a un animal. La gente dice que el coyote es un brujo. Muchas veces el brujo es un coyote.

Y los indios también. Muchas veces gritan como los coyotes.

¿Y eso qué es?

Nada.

Un tecolote. Nada más.

Quizá.

Cuando marcharon por el desfiladero y miraron la ciudad a su pies el sargento de la expedición ordenó el alto y habló con el hombre que iba detrás de él y este a su vez desmontó y sacó de su alforja unas tiras de cuero crudo y fue adonde los presos y les indicó por señas que cruzaran las muñecas y extendieran los brazos, enseñándoles cómo con sus propias manos. Los ató uno por uno de esta guisa y luego siguieron adelante.

Entraron en la ciudad bajo una baqueta de asaduras y desperdicios, empujados como reses por las calles adoquinadas entre gritos procedentes de la soldadesca que repartía sonrisas como le correspondía y saludaba entre las flores y copas ofrecidas, conduciendo a los maltrechos buscadores de fortuna por la plaza donde una fuente escupía agua y la gente ociosa observaba sentada en sus butacas de pórfido blanco y dejaron atrás el palacio del gobernador y atrás la catedral en cuyos cornisamentos se habían posado unos buitres así como entre los nichos de la fachada esculpida junto a las figuras del Cristo y de sus apóstoles, las aves mostrando sus propias oscuras levitas en posturas de una extraña benevolencia mientras a su alrededor las cabelleras secas de unos indios ondeaban al viento colgadas de cuerdas, los largos cabellos opacos meciéndose como filamentos de ciertas especies marinas y los cueros repicando contra las piedras.

Frente a la puerta de la catedral había viejos pedigüeños con las manos acartonadas extendidas y mendigos lisiados de mirada triste vestidos con andrajos y niños durmiendo a la sombra con las moscas paseándose por sus caras sin sueño. Oscuras monedas de cobre en unas tablillas, los arrugados ojos de los ciegos. Amanuenses agachados junto a los escalones con sus plumillas y tinteros y cuencos de arena y leprosos gimiendo por las calles y perros lampiños que parecían esqueletos andantes y vendedores de tamales y viejas de rostro oscuro y torturado como la propia región acuclilladas en las cunetas atendiendo lumbres de carbón de leña donde chisporroteaban unas tiras renegridas de carne anónima. Pequeños huérfanos que parecían enanos irascibles y tontos y borrachines babeando y tambaleándose en los pequeños mercados de la metrópoli y los prisioneros dejaron atrás los puestos de carne y aquel olor ceroso de las tripas que colgaban negras de moscas y los desuellos de carne en grandes lienzos rojos ahora más oscuros con el pasar del día y los despedazados, desnudos cráneos de vacas y ovejas con sus opacos ojos azules mirando frenéticos y los cadáveres tiesos de ciervos y venablos y patos y codornices y loros, animales silvestres de aquella comarca suspendidos boca abajo de unos ganchos.

Los hicieron desmontar y caminar entre la muchedumbre y bajar una vieja escalinata de piedra y pisar un umbral gastado cual pastilla de jabón y cruzar una poterna de hierro que daba a un fresco sótano de piedra antaño prisión y ocuparon sus lugares respectivos entre los fantasmas de viejos mártires y patriotas mientras la verja se cerraba con estrépito a sus espaldas.

Cuando sus ojos se recuperaron de la ceguera pudieron distinguir figuras agachadas a lo largo de la pared. Movimientos en los lechos de heno como ratones molestados en sus nidos. Un ronquido suave. Afuera el paso de una carreta y el clop clop de unos cascos en la calle y a través de las piedras el apagado martilleo de una herrería en alguna otra parte de la mazmorra. El chaval miró en derredor. Aquí y allá sobre el piso de piedra había pedazos de mecha renegrida en charcos de grasa sucia y colgando de las paredes ristras de saliva seca. Unos pocos nombres garabateados donde la luz podía descubrirlos. Alguien en ropa interior cruzó por delante suyo hasta un balde que había en mitad de la pieza y se puso a mear. Después dio media vuelta y se le acercó. Era alto y llevaba el pelo largo hasta los hombros. Caminó arrastrando los pies por la paja y se lo quedó mirando. No me conoces, ¿verdad?, dijo.

El chaval escupió y le miró pestañeando. Te conozco, dijo. Reconocería tu piel aunque te la curtieran.

VI

En las calles - Dientes de Bronce - Los herejes

Un veterano de la última guerra - Mier - Donip han

El sepelio de un lipano - Buscadores de oro

Cazadores de cabelleras - El juez

Liberados de la prisión

Et de ceo se mettent en le pays.

Al despuntar el día varios hombres se levantaron del heno y se quedaron en cuclillas estudiando sin curiosidad a los recién llegados. Estaban medio desnudos y se sorbían los dientes y se rascaban como simios. Una luz cautelosa había sacado de la oscuridad un ventanuco alto y un tempranero vendedor ambulante empezaba a pregonar su mercancía.

Su ración matinal consistió en cuencos de piñole frío y una vez cargados de cadenas los sacaron a la calle apestosos como estaban. Vigilados todo el día por un pervertido con dientes de oro que empuñaba una cuarta trenzada de cuero crudo y los obligaba a andar de rodillas por los regueros recogiendo la inmundicia. Bajo ruedas de carretas, piernas de mendigos, arrastrando detrás de ellos los sacos de desperdicios. Por la tarde se sentaron a la sombra de un muro y comieron su cena y observaron a dos perros enganchados andando de través.

¿Qué te parece la vida en la ciudad?, dijo Toadvine.

Hasta ahora una mierda.

Yo esperaba que me gustaría pero de momento no hay manera.

Miraron disimuladamente al supervisor cuando pasó junto a ellos con las manos a la espalda y la gorra inclinada sobre un ojo. El chaval escupió.

Yo le vi primero, dijo Toadvine.

¿A quién?

Ya sabes a quién. Al viejo Dientes de Bronce.

El chaval miró hacia el tipo que se alejaba.

Mi principal preocupación es que le pase algo. Cada día rezo al Señor para que vele por él.

¿Cómo piensas salir del atolladero donde te has metido?