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Saldremos, ya lo verás. Esto no es como la cárcel.

¿Qué es la cárcel?

La penitenciaría del Estado. Allí hay colonos viejos que hicieron la ruta en los años veinte.

El chaval observó a los perros.

Al poco rato la guardia fue hacia donde ellos estaban y empezó a dar patadas a los que dormían. El guardián más joven llevaba la escopeta a punto de disparar como si en cualquier momento pudiera producirse una insurrección de aquellos criminales encadenados. Vámonos, vámonos, gritó. Los prisioneros se levantaron y echaron a andar hacia el sol arrastrando los pies. Sonaba una campana y un carruaje se acercaba por la calle. Se quedaron en la acera y se quitaron el sombrero. El portaguión pasó haciendo sonar la campana y luego pasó el carruaje. Tenía un ojo pintado en un costado y lo tiraban cuatro mulos, llevaba los últimos sacramentos a algún desahuciado. Un cura gordo trotaba detrás portando una imagen. Los guardias fueron entre los prisioneros arrancando los sombreros de las cabezas de los nuevos y obligándolos a sostenerlos en sus infieles manos.

Cuando hubo pasado el carruaje volvieron a ponerse los sombreros y siguieron adelante. Los perros estaban pegados. Había otros dos perros a cierta distancia, flacos como esqueletos de perro en sus pellejos carentes de lanilla, observando a los perros acoplados y observando después a los prisioneros que se alejaban con un tintineo de cadenas. Todas rielando vagamente bajo el sol, aquellas formas vivas, como milagros muy reducidos. Burdas analogías propaladas a golpe de rumor una vez que las cosas mismas se hubieron desdibujado en la mente de los hombres.

Había escogido un jergón entre Toadvine y otro hombre de Kentucky, un veterano de guerra. Este hombre había regresado para reclamar un antiguo amor de ojos negros que había dejado allí dos años atrás cuando las tropas de Doniphan habían partido hacia Saltillo y los oficiales habían tenido que hacer regresar a centenares de muchachas que habían seguido a la retaguardia del ejército vestidas de niño. Ahora se plantaba en la calle solitario y encadenado y extrañamente recatado, mirando por encima de las cabezas de los ciudadanos, y por la noche les hablaba de los años pasados en el oeste, soldado afable, hombre reticente. Había estado en Mier, donde pelearon hasta que la sangre corrió a litros por los regueros y las zanjas y los canalones de las azoteas y les contó cómo explotaban las frágiles campanas españolas cuando eran alcanzadas y cómo una vez apoyado en una pared con la pierna destrozada y estirada sobre los adoquines percibió una pausa en el tiroteo que se prolongó en un extraño silencio y cómo en aquel silencio empezó a crecer un rumor grave que él tomó por truenos hasta que apareció una bala de cañón rodando con ruido sobre las piedras como un bolo descarriado y pasó de largo y siguió calle abajo y se perdió de vista. Explicó cómo habían tomado la ciudad de Chihuahua, un ejército de irregulares que luchaban en harapos y calzones y explicó que las balas de cañón eran de cobre macizo y saltaban por la hierba como soles fugitivos y hasta los caballos aprendieron a apartarse o separar las patas para dejarlas pasar y que las damas de la ciudad subían en buggy a las colinas para merendar y ver desde allí la batalla y que por las noches sentados alrededor del fuego podían oír los gemidos de los moribundos en el llano y ver pasar la carreta mortuoria a la luz de su farol moviéndose entre ellos como un coche fúnebre salido del limbo.

Agallas no les faltaban, dijo el veterano, pero no sabían pelear. Aguantaban como podían. Cuentan que encontraron a algunos encadenados a las cureñas de sus piezas, incluidos los que se ocupaban del armón, pero si fue como dicen yo nunca lo vi. Metimos pólvora en los cerrojos. Reventamos las puertas de la ciudad. Los habitantes parecían ratas despellejadas, eran los mexicanos más blancos que hayas visto nunca. Se tiraron al suelo y empezaron a besarnos los pies y todo. El viejo Bill los dejó a todos libres. Bueno, es que él no sabía lo que habían hecho. Solo les dijo que nada de robar. Por supuesto robaron todo lo que les cayó en las manos. Azotamos a un par de ellos y los dos se murieron de eso pero al día siguiente otro grupo robó unos cuantos mulos y Bill los hizo colgar allí mismo. De lo cual fallecieron también. Pero nunca imaginé que yo acabaría aquí metido.

Estaban sentados con las piernas cruzadas a la luz de una vela comiendo con los dedos de unos cuencos de arcilla. El chaval levantó la vista. Señaló a la comida.

¿Qué es eso?, dijo.

Carne de toro de primera, hijo. De la corrida. Será de algún domingo por la noche.

Mastica bien. No te conviene perder fuerzas.

Masticó. Masticó y les habló del encuentro con los comanches y todos masticaron y escucharon y asintieron.

Me alegro de habérmelo perdido, dijo el veterano. Esos hijos de puta son crueles de verdad. Me contaron de un muchacho del Llano, allá por donde los colonos holandeses, que fue capturado y lo dejaron sin caballo ni nada. Le hicieron andar. Seis días después llegó a Fredericksburg arrastrándose a cuatro patas en pelota viva, y ¿sabéis lo que le habían hecho? Pues arrancarle las plantas de los pies.

Toadvine meneó la cabeza. Hizo un gesto hacia el veterano. Grannyrat (“Abuelita rata”, un apodo. N. del T.) los conoce bien, le dijo al chaval. Ha peleado contra ellos. ¿No es verdad, Granny?

El veterano hizo un gesto displicente. Solo maté a unos que robaban caballos. Cerca de Saltillo. No fue gran cosa. Había allí una gruta que había servido de sepultura a los lipanos. Debía de haber más de mil indios allí metidos. Llevaban puestas sus mejores ropas y mantas y eso. Y también sus arcos y sus cuchillos. Sus collares. Los mexicanos se lo llevaron todo. Los desnudaron de pies a cabeza. Les quitaron todo. Se llevaron indios enteros a sus casas y los pusieron en un rincón vestidos de arriba abajo pero empezaron a corromperse desde que habían salido de la gruta y tuvieron que tirarlos. Para colmo entraron unos americanos y les cortaron las cabelleras a los que quedaban para ver de venderlas en Durango. No sé si tuvieron suerte o no. Creo que algunos de aquellos indios llevaban muertos un centenar de años.

Toadvine estaba rebañando la grasa de su cuenco con una tortilla doblada. Miró al chaval guiñando un ojo a la luz de la vela.

¿Qué crees que nos darían por la dentadura de Dientes de Bronce?, dijo.

Vieron argonautas apedazados conduciendo mulos por las calles, venían de Estados Unidos e iban al sur rumbo a la costa a través de las montañas. Buscadores de oro. Degenerados ambulantes que avanzaban hacia al oeste como una plaga heliotrópica. Saludaron escuetamente a los prisioneros y les lanzaron tabaco y monedas a la calle.

Vieron muchachas de ojos negros y la cara pintada fumando puros pequeños, cogidas del brazo y mirándoles con descaro. Vieron al gobernador en persona muy erguido y ceremonioso en su sulky con maineles de seda franquear la puerta doble del patio de palacio y un día vieron una jauría de humanos de aspecto depravado recorrer las calles montando ponis indios sin herrar, medio borrachos, barbados, bárbaros, vistiendo pieles de animales cosidas con tendones y provistos de toda clase de armas, revólveres de enorme peso y cuchillos de caza grandes como espadones y rifles cortos de dos cañones con almas en las que cabía el dedo gordo y los arreos de sus caballos hechos de piel humana y las bridas tejidas con pelo humano y decoradas con dientes humanos y los jinetes luciendo escapularios o collares de orejas humanas secas y renegridas y los caballos con los ojos desorbitados y enseñando los dientes como perros feroces y en aquella tropa había también unos cuantos salvajes semidesnudos que se tambaleaban en sus sillas, peligrosos, inmundos, brutales, en conjunto como una delegación de alguna tierra pagana donde ellos y otros como ellos se alimentaban de carne humana.

En cabeza del grupo, colosal e infantil con su cara de niño, cabalgaba el juez. Tenía las mejillas coloradas y sonreía y hacía reverencias a las damas y levantaba aquel mugriento sombrero suyo. La enorme cúpula de su cabeza cuando la enseñaba era de una blancura deslumbrante y tan perfectamente circunscrita que parecía como si la hubieran pintado. Él y la maloliente chusma que le acompañaba pasearon por las calles pasmadas y se plantaron frente al palacio del gobernador donde su jefe, un hombre menudo de pelo negro, demandó entrar dando un fuerte puntapié a las puertas de roble. Las puertas fueron abiertas en el acto y entraron a caballo, entraron todos, y las puertas se cerraron de nuevo.