Si yo no le pido a nadie que haga nada, me responde. Y yo le digo: Vecino, eso no hace falta pedirlo. Él estará allí contigo a cada paso tanto si lo pides como si no. Digo: Vecino, no podrás deshacerte de él. Bien. ¿Piensas arrastrarlo contigo, nada menos que a Él, hasta ese infierno de ciudad?
¿Habías visto llover tanto alguna vez?
El chaval estaba observando al reverendo y se volvió hacia el hombre que acababa de hablar. Lucía largos bigotes a la manera de los carreteros y llevaba un sombrero de ala ancha y copa chata. Era ligeramente estrábico y miraba ansiosamente al chaval como si le interesara su opinión acerca de la lluvia.
Yo acabo de llegar, dijo el chaval.
Pues esto le gana a todo lo que yo he visto.
El chaval asintió de una cabezada. Un tipo descomunal vestido con un gabán de lona encerada acababa de entrar en la tienda y se quitó el sombrero. Era calvo como un huevo y no tenía rastro de barba ni tampoco cejas ni sus ojos pestañas. Medía casi dos metros de estatura y tenía un puro en la boca aun estando en aquella casa de Dios itinerante y pareció que se había quitado el sombrero únicamente para sacudir la lluvia, pues se lo volvió a poner.
El reverendo había interrumpido su sermón. En la tienda no se oía una mosca. Todos miraban al hombre. Se ajustó el sombrero, se abrió paso hasta el púlpito de madera de embalaje donde estaba el reverendo y una vez allí se dio la vuelta para dirigir la palabra a los fieles. Su rostro era sereno y extrañamente infantil. Tenía las manos pequeñas.
Señoras y señores, creo mi deber informarles de que el hombre que dirige esta reunión es un impostor. Ninguna institución reconocida o improvisada le ha facilitado diploma alguno de teología. Carece de la más mínima capacidad para ejercer el cargo que ha usurpado y tan solo ha aprendido de memoria algunos pasajes de la Biblia a fin de dar a sus fraudulentos sermones un deje de la piedad que él menosprecia. A decir verdad, el caballero aquí presente que se hace pasar por ministro del Señor no solo es completamente analfabeto sino que se le busca en los estados de Tennessee, Kentucky, Misisipí y Arkansas.
Oh Dios, exclamó el reverendo. Mentiras, ¡mentiras! Se puso a leer febrilmente de la biblia abierta ante él.
Requerido por diversos cargos, el más reciente de los cuales tuvo que ver con una niña de once años (y he dicho once) que se había confiado a él y con la cual fue sorprendido en el momento de violarla llevando él puesta la librea de su fe.
Un clamor recorrió a los concurrentes. Una señora cayó de rodillas.
Es él, gritó el reverendo, sollozando. Él en persona. El diablo. Aquí lo tenéis.
Hay que ahorcar a ese mierda, gritó un patán repulsivo desde el paraíso.
Y tres semanas antes había sido expulsado de Fort Smith (Arkansas) por ayuntamiento carnal con un macho cabrío. Sí señora, ha oído usted bien. Macho cabrío.
Que me aspen si no mato ahora mismo a ese hijo de perra, dijo un hombre poniéndose en pie al fondo de la tienda, y sacando una pistola de su bota apuntó e hizo fuego.
El joven carretero extrajo rápidamente un cuchillo de sus ropas y rajó un pedazo de tienda y salió a la lluvia. El chaval se fue detrás. Corrieron por el fango agachando la cabeza en dirección al hotel. El tiroteo era ya generalizado dentro de la tienda y la gente había abierto una docena de salidas en la lona y empezaba a salir, las mujeres chillando, todo el mundo tropezándose y atascándose en un mar de barro. El chaval y su amigo alcanzaron el porche del hotel y se enjugaron el agua de los ojos y se volvieron para mirar. En ese mismo momento la tienda de lona empezó a combarse y oscilar y cual enorme medusa herida se desinfló lentamente en el suelo cubriendo este de faldones rajados y de cuerdas podridas.
El calvo estaba ya en la barra cuando entraron. Sobre la madera encerada había dos sombreros y un doble puñado de monedas. Alzó el vaso pero no a la salud de ellos. Se acercaron a la barra y pidieron sendos whiskies y el chaval puso dinero sobre el mostrador pero el cantinero lo retiró con el dedo pulgar y meneó la cabeza. Esta ronda va a cuenta del juez, dijo.
Bebieron. El carretero dejó su vaso y miró al chaval o pareció que lo hacía, de su mirada no podías estar seguro. El chaval se inclinó para mirar hacia donde estaba el juez al fondo de la barra. Tan alta era la barra que no todo el mundo podía apoyar los codos encima pero al juez le llegaba a la cintura y ahora tenía las palmas apoyadas en la madera, ligeramente inclinado, como si se dispusiera a largar otro discurso. En ese momento empezaron a entrar los hombres, ensangrentados, cubiertos de barro, maldiciendo. Rodearon al juez. Estaban organizando una partida para dar caza al predicador.
Juez, ¿cómo es que se sabe usted tan al dedillo el expediente de ese degenerado?
¿Qué expediente?
¿Cuándo estuvo usted en Fort Smith?
¿En Fort Smith?
¿Dónde le conoció para saber tantas cosas de él?
¿Se refiere al reverendo Green?
Sí. Imagino que antes de venir aquí pasaría usted por Fort Smith.
No he estado en Fort Smith en toda mi vida. Y no creo que él haya estado tampoco.
Se miraron los unos a los otros.
Entonces ¿dónde fue que se topó con él?
Jamás le había visto antes de hoy. No sabía nada de él.
Levantó el vaso y bebió.
Se produjo un extraño silencio en la sala. Los hombres parecían efigies de barro. Finalmente alguien empezó a reír. Luego alguien más. Al poco rato todo el mundo reía. Alguien invitó al juez a un trago.
Hacía dos semanas que llovía sin parar cuando encontró a Toadvine y aún estaba lloviendo. Seguía en aquella misma taberna y se había bebido todo el dinero menos dos dólares. El carretero se había marchado, casi no había nadie. La puerta estaba abierta y se veía caer la lluvia en el solar vacío que había detrás del hotel. Apuró su copa y salió. Había unos tablones atravesados sobre el fango y siguió la pálida franja de luz procedente de la puerta camino del meadero de ladrillo terciado que había al fondo del solar. Otro hombre salía del meadero y se encontraron a medio camino del entablado. El hombre que estaba ante él se bamboleó un poco. El ala de su sombrero le caía empapada sobre los hombros salvo en la parte frontal, prendida a la copa por un alfiler. Sostenía una botella en la mano floja. Aparta de mi camino, dijo.
El chaval no pensaba hacerlo y vio que era inútil discutir. Le propinó una patada a la mandíbula. El hombre cayó y se levantó de nuevo. Dijo: Te voy a matar.
Se abalanzó botella en alto pero el chaval le esquivó y el otro atacó de nuevo y el chaval se echó atrás. En el momento en que el chaval le golpeaba, el hombre le partió la botella contra la sien. Cayó despedido al fango y el hombre se lanzó sobre él con el cuello mellado de la botella y trató de metérselo en el ojo. El chaval se defendía con las manos y las tenía resbaladizas de sangre. Intentaba alcanzar el cuchillo que guardaba en una bota.
Te voy a hacer papilla, dijo el hombre. Se enzarzaron en la oscuridad del solar, las botas les pesaban. El chaval empuñaba ahora su cuchillo y giraron en círculo avanzando como los cangrejos y cuando el hombre se lanzó sobre él el chaval le abrió la camisa de un tajo. El hombre arrojó el cuello de botella y se sacó de la espalda un inmenso cuchillo de caza. Se le había caído el sombrero y sus negras guedejas como cabos bailaban en torno a su cabeza y todas sus amenazas se habían concretado en repetir te mataré a modo de salmodia enajenada.
Ese de ahí lleva un buen tajo, dijo uno de los hombres que se habían puesto a mirar desde la acera.
Te mataré, te mataré, babeaba el hombre en su avance.
Pero alguien más se aproximaba por el solar con pesados y regulares chapoteos vacunos. Portaba un enorme garrote irlandés. Llegó primero al chaval y cuando descargó la porra este cayó de bruces al barro. Habría muerto si alguien no le hubiera puesto boca arriba.