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Señores, dijo Toadvine, me juego algo a que sé lo que se está cociendo.

Al día siguiente el juez estaba en la calle en compañía de otros fumando un puro y meciéndose sobre sus talones. Llevaba un buen par de botas de cabritilla y observaba a los prisioneros arrodillados en la zanja recogiendo la inmundicia a manos desnudas. El chaval estaba mirando al juez. Cuando los ojos del juez se posaron en él el juez se sacó el puro de entre los dientes y sonrió, O pareció que sonreía. Luego volvió a encajarse el puro entre los dientes.

Aquella tarde Toadvine los convocó y se agacharon junto al muro y hablaron en voz baja.

Se llama Glanton, dijo. Toadvine. Tiene un contrato con Trías. Les pagarán cien dólares por cada cabellera y mil por la cabeza de Gómez. Le he dicho que éramos tres. Caballeros, estamos a punto de salir de este pozo de mierda.

No tenemos pertrechos.

Glanton lo sabe. Ha dicho que abastecería a todo aquel que sea de fiar y que lo deduciría de su parte. Así que no se os ocurra decir que no sois auténticos mataindios, yo he insistido en que éramos tres de los mejores.

Tres días después recorrían las calles montados en fila india con el gobernador y su séquito, el gobernador a lomos de un semental gris claro y los asesinos en sus pequeños ponis de guerra, sonriendo y haciendo venias, y las encantadoras muchachas de tez morena arrojándoles flores desde las ventanas y algunas mandando besos y niños corriendo junto a los caballos y viejos agitando el sombrero y gritando hurras y Toadvine y el chaval y el veterano cerrando la marcha, los pies del último embutidos en sendos tapaderos que casi rozaban el suelo, tan largas tenía las piernas y tan cortas el caballo. Hasta el viejo acueducto de piedra al salir ya de la ciudad donde el gobernador les dio su bendición y brindó a su salud y a su suerte en una ceremonia sencilla y acto seguido tomaron el camino que iba al interior.

VII

Jackson blanco, Jackson negro

Un encuentro en las afueras - Colts Whitneyville

Un juicio - El juez entre los litigantes

Indios delaware - El hombre de Tasmania

Una hacienda - El pueblo de Corralitos

Pasajeros de un país antiguo

Escena de una matanza - Hiccius Doccius

La buenaventura - Sin ruedas por un río oscuro

El viento criminal - Tertium quid

El pueblo de Janos - Glanton corta una cabellera

Jackson entra en escena.

Había en esta compañía dos hombres apellidados Jackson, uno negro y otro blanco, ambos de nombre de pila John. Se tenían inquina y mientras cabalgaban al pie de las áridas montañas el blanco se rezagaba hasta que el otro se ponía a su altura y aprovechaba la poca sombra que aquel podía darle y le hablaba murmurando. El negro frenaba a su caballo o bien lo espoleaba para sacarse al otro de encima. Como si el blanco estuviera invadiendo su terreno, como si se hubiera tropezado con un ritual latente en su sangre oscura o en su oscura alma por el cual la forma que él interceptaba del sol sobre aquel pedregal llevara algo del hombre mismo y por consiguiente corriera algún peligro. El blanco se reía y le canturreaba cosas que sonaban a palabras de amor. Todos estaban pendientes de cómo acabaría aquello pero nadie les sugería un cambio de actitud y cuando Glanton miraba de vez en cuando hacia el final de la columna solo parecía interesado en saber que aún los contaba entre sus filas.

Aquella mañana la compañía se había reunido en un patio detrás de una casa a las afueras de la ciudad. Dos hombres sacaron de un carro una caja de pertrechos de guerra procedente del arsenal de Baton Rouge y un judío prusiano de nombre Speyer forzó la caja con un punzón y un martillo de herrar y sacó un paquete plano envuelto en papel marrón de carnicería que estaba translúcido de grasa como papel de pastelería. Glanton abrió el paquete y dejó caer el papel al suelo. Tenía en la mano un enorme revólver patente Colt de cañón largo y seis disparos. Era un arma de cinto pensada para dragones y aceptaba en sus largos barriletes una carga de rifle y pesaba más de dos kilos una vez cargada. Aquellas pistolas podían atravesar con sus balas cónicas de media onza un grosor de seis pulgadas de madera de frondosa y en la caja había cuatro docenas. Speyer estaba abriendo las grandes turquesas y los cebadores y los accesorios mientras el juez Holden desenvolvía otro de los revólveres. Todos se acercaron a ver. Glanton limpió el ánima y la recámara del arma y le cogió el cebador a Speyer.

Es una preciosidad, dijo uno.

Cargó las cámaras e introdujo una bala y la asentó mediante la palanca de bisagra fijada a la parte inferior del cañón. Cuando todas las cámaras estuvieron cargadas les aplicó fulminante y miró a su alrededor. En aquel patio, aparte de comerciantes y compradores, había otros varios seres vivos. Lo primero que Glanton puso en el punto de mira fue un gato que en ese preciso momento aparecía en lo alto del muro tan silencioso como un pájaro al posarse. El gato giró para abrirse camino entre las cúspides de cristal roto que coronaban la mampostería. Glanton apuntó con una sola mano y accionó el percutor retirándolo con el dedo gordo. La explosión en medio de aquel silencio de muerte fue mayúscula. El gato desapareció sin más. No hubo sangre ni grito, simplemente se esfumó en el aire. Speyer miró inquieto a los mexicanos. Estaban observando a Glanton. Glanton accionó nuevamente el percutor y giró con la pistola. Un grupo de aves de corral que estaban picoteando el polvo en una esquina del patio se quedaron quietas, ladeando nerviosas la cabeza en distintos ángulos. La pistola rugió y una de las gallinas explotó en una nube de plumas. Las otras se alejaron en silencio estirando sus largos pescuezos. Glanton disparó otra vez. Una segunda ave giró sobre sí misma y cayó patas al aire. Las otras se alejaron trinando débilmente y Glanton giró pistola en mano y disparó a una cabra pequeña que tenía la garganta apoyada en la pared de puro pánico y la cabra cayó al polvo muerta en el acto y Glanton disparó a un cántaro de arcilla que reventó en una lluvia de fragmentos y agua y levantó el revólver y apuntó hacia la casa e hizo sonar la campana en su torre de adobe encima del tejado, un sonido solemne que flotó en el vacío después de que el eco de los disparos se hubiera extinguido.

Una bruma de humo gris flotaba sobre el patio. Glanton montó el arma al pelo e hizo girar el barrilete y bajó el percutor. Una mujer apareció en el portal de la casa y uno de los mexicanos le habló y volvió a meterse dentro.

Glanton miró a Holden y luego miró a Speyer. El judío sonrió nervioso.

No valen ni cincuenta dólares.

Speyer se puso serio. ¿Cuánto vale su vida?, dijo.

En Tejas, quinientos dólares, pero descontando tu sucio pellejo.

El señor Riddle opina que es un buen precio.

El señor Riddle no tiene que pagar.

Pero él adelanta el dinero.

Glanton examinó la pistola.

Pensaba que habían llegado a un acuerdo, dijo Speyer.