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No hay ningún acuerdo.

Son armas vendidas para la guerra. Nunca verá otras iguales.

No hay acuerdo mientras cierta cantidad de dinero no cambie de manos.

Un destacamento, formado por diez o doce soldados, entró de la calle con las armas apercibidas.

¿Qué pasa aquí?

Glanton miró a los soldados sin interés.

Nada, dijo Speyer. Todo va bien.

¿Bien? El sargento estaba mirando las aves muertas, la cabra.

La mujer volvió a asomar.

Tranquilo, dijo Holden. Asuntos del gobernador.

El sargento los miró y miró a la mujer que estaba en la puerta.

Somos amigos del señor Riddle, dijo Speyer.

Ándale, dijo Glanton. Tú y tus fantoches de negros.

El sargento dio un paso al frente y adoptó una postura de autoridad. Glanton escupió. El juez había cubierto ya el espacio entre los dos y se llevó al sargento aparte y se puso a conversar con él. El sargento le llegaba a la axila y el juez hablaba efusivamente y gesticulaba con gran vehemencia. Los soldados aguardaron en cuclillas con sus mosquetes, estudiando inexpresivos al juez.

A ese hijoputa no le ofrezcas ni un centavo, dijo Glanton.

Pero el juez venía ya con el sargento para proceder a una presentación oficial.

Le presento al sargento Aguilar, dijo en voz alta, abrazándose al desharrapado militar. El sargento tendió su mano con mucha formalidad. La mano ocupó aquel espacio y la atención de cuantos allí había como algo que requiriese una homologación. Speyer dio un paso al frente y se la estrechó.

Mucho gusto.

Igualmente, dijo el sargento.

El juez le fue presentando a todos los miembros de la compañía, el sargento muy serio él, y los americanos murmurando obscenidades o meneando en silencio la cabeza. Los soldados permanecían sentados sobre los talones y observaban cada movimiento de aquella pantomima con el mismo escaso interés, y finalmente el juez llegó adonde estaba el negro.

Aquella sombría cara de irritación hizo que el sargento se acercara para poder observarlo mejor y luego acometió una laboriosa presentación en español. Explicó al sargento a grandes rasgos la problemática carrera del hombre que tenían delante, bosquejando diestramente con sus manos las formas de los muchos y variados caminos que convergían aquí en la autoridad última de lo existente -asimismo lo expresó- como cordeles que uno hace pasar por el ojo de una anilla. Presentó a su consideración varias alusiones a los hijos de Cam, a las tribus perdidas de los hebreos, ciertos pasajes de los poetas griegos, especulaciones antropológicas en cuanto a la propagación de las razas en su diáspora y aislamiento imputables a los cataclismos geológicos y una valoración de las características raciales con respecto a las influencias climáticas y geográficas. El sargento escuchó todo aquello y más con gran atención y cuando el juez hubo terminado dio un paso al frente y le tendió la mano al negro.

Jackson hizo caso omiso. Miró al juez.

¿Qué le has dicho, Holden?

No se te ocurra insultarle.

¿Qué le has dicho?

La expresión del sargento había cambiado. El juez le pasó el brazo por los hombros y se inclinó para hablarle al oído y el sargento asintió y dio un paso atrás y saludó marcialmente al negro.

¿Qué le has dicho, Holden?

Que en tu país no teníais costumbre de dar la mano.

Antes de eso. Qué le has dicho antes.

El juez sonrió. No es preciso, dijo, que las partes aquí presentes estén en posesión de los hechos concernientes a este caso, pues en definitiva sus actos se ajustarán a la historia con o sin su conocimiento. Pero cuadra con la idea del principio justo que los hechos en cuestión (en la medida en que se los pueda forzar a ello) encuentren depositario en una tercera persona que ejerza de testigo. El sargento Aguilar es precisamente esa persona y cualquier duda acerca del cargo que ostenta no es sino una consideración secundaria comparada con los perjuicios a ese más amplio protocolo impuesto por la agenda inexorable de un destino absoluto. Las palabras son objetos. De las palabras que él detenta no se le puede despojar. El poderío de esas palabras trasciende el desconocimiento que él tiene de su significado.

El negro estaba sudando. En su sien palpitaba la mecha de una vena oscura. La compañía había escuchado al juez en silencio. Algunos hombres sonrieron. Un asesino de Misuri deficiente mental se reía como un asmático. El juez miró al sargento y se pusieron a hablar y fueron los dos juntos hasta donde estaba la caja y el juez le mostró uno de los revólveres y le explicó su funcionamiento con mucha paciencia. Los hombres del sargento se habían incorporado y estaban a la espera. Una vez en la puerta el juez deslizó unas monedas en la mano del sargento y pasó a estrechar la mano de cada uno de sus zarrapastrosos soldados y los elogió por su porte marcial y los mexicanos se marcharon.

Los partisanos salieron al mediodía armados todos y cada uno de ellos con un par de pistolas y como se ha dicho tomaron el camino hacia el interior.

Los batidores regresaron avanzada la tarde y los hombres desmontaron por primera vez en ese día y refrescaron sus caballos en la vaguada mientras Glanton conferenciaba con los exploradores. Luego siguieron adelante hasta que se hizo de noche y acamparon. Toadvine, el veterano y el chaval se situaron un poco apartados del fuego. Ignoraban que estaban cubriendo la vacante de tres hombres de la compañía asesinados en el desierto. Observaron a los delaware, había un buen número de ellos en el grupo, y también estaban algo apartados, en cuclillas, uno de ellos machacando habas de café en una piel de ante con una piedra mientras los demás tenían fijos en la lumbre sus ojos negros como ánimas de cañón. Aquella misma noche el chaval vería a uno de los delaware hurgar con la mano entre las puras brasas buscando un pedazo de carbón adecuado para encender su pipa.

Estuvieron de pie antes de que despuntara el día y recogieron y ensillaron sus caballos tan pronto hubo claridad suficiente. Las montañas eran de un azul puro en el amanecer y por todas partes gorjeaban pájaros y el sol cuando salió por fin iluminó la luna allá en el oeste y quedaron así enfrentados a una punta y otra de la tierra, el sol incandescente y la luna su réplica pálida, como si hubieran sido los extremos de un tubo común más allá de los cuales ardían mundos más allá de toda comprensión. A medida que los jinetes subían en fila india por entre mezquites y piracantas en medio de un suave tintineo de armas y de bocados el sol ascendió y la luna se fue poniendo y los caballos y las mulas empapadas de rocío empezaron a humear en carne como en sombra.

Toadvine había hecho amistad con un tal Bathcat, fugitivo de Tasmania que había llegado al oeste estando en libertad bajo fianza. Era galés de nacimiento, tenía solo tres dedos en la mano derecha y le faltaban muchos dientes. Quizá vio en Toadvine un colega de fuga -un criminal desorejado y marcado a hierro que había escogido vivir al estilo de él- y le propuso una apuesta sobre cuál de los dos Jackson mataría al otro.

No conozco a esos tipos, dijo Toadvine.

Pero tú qué crees, ¿eh?

Toadvine escupió hacia un lado y miró al tasmanio. Prefiero no apostar, dijo.

¿No te gusta jugar?

Eso depende del juego.

El negrito acabará con el otro. ¿Qué apuestas?

Toadvine le miró. El collar de orejas humanas que llevaba parecía una ristra de higos secos negros. Era robusto y de aspecto rudo y uno de sus párpados estaba a media asta por una cuchillada que le había cercenado el músculo e iba equipado con toda suerte de cosas, de lo mejor a lo más vulgar. Calzaba unas buenas botas y poseía un bonito rifle ribeteado de plata alemana pero el rifle iba metido en una pernera de pantalón cortada, su camisa estaba hecha jirones y su sombrero era añejo.