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El jefe, dijo el juez.

El malabarista buscó a Glanton con la mirada. Glanton estaba impertérrito. El malabarista miró hacia la mujer sentada más allá, cara a la negrura, bamboleándose un poco, compitiendo con la noche en sus harapos. Se llevó un dedo a los labios y extendió los brazos en un gesto de incertidumbre.

El jefe, susurró el juez.

Pasando junto al grupo que rodeaba la lumbre el malabarista se plantó delante de Glanton y se agachó y le ofreció las cartas, desplegándolas con ambas manos. Sus palabras, si es que llegó a hablar, pasaron desapercibidas. Glanton sonrió con los ojos achicados por la arena que el viento levantaba. Adelantó una mano, la detuvo y miró al hombre. Luego cogió la carta.

El malabarista cerró la baraja y se la guardó en algún recoveco de su vestido. Hizo ademán de coger la carta que sostenía Glanton. Quizá la tocó, quizá no. La carta desapareció. Primero estaba en la mano de Glanton y luego ya no estaba. Los ojos del malabarista la siguieron allá donde se había perdido en la oscuridad. Tal vez Glanton había visto la figura del naipe. ¿Qué podía haber significado para él? El malabarista estiró el brazo fuera del círculo de luz hacia el caos desnudo pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó sobre Glanton, creando así un instante de extraño vínculo, los brazos del viejo en torno al jefe como si quisiera consolarlo en su escuálido seno.

Glanton blasfemó y se lo sacó de encima y en ese preciso momento la mujer empezó a canturrear.

Glanton se levantó.

Ella levantó la barbilla, farfullando a la noche.

Hazla callar, dijo Glanton.

La carroza, la carroza, gritó la bruja. Invertida. Carta de guerra, de venganza. La vi sin ruedas sobre un río oscuro…

Glanton le gritó y ella hizo una pausa como si hubiera oído, pero no era así. La mujer parecía haber captado un nuevo rumbo en sus adivinaciones.

Perdida, perdida. La carta está perdida en la noche.

La niña, que todo este rato había permanecido al borde de la tremenda oscuridad, se persignó en silencio. El viejo malabarista seguía de rodillas allí donde había caído. Perdida, perdida, susurró.

Un maleficio, gritó la vieja. Qué viento tan malvado…

Verás cómo te callas de una vez, dijo Glanton sacando su revólver.

Carroza de muertos, llena de huesos. El joven que…

Como un yinn imponente, el juez pasó sobre el fuego y las llamas lo restituyeron como si en cierto modo hubiera sido connatural a su elemento. Rodeó a Glanton con los brazos. Alguien arrebató a la vieja la venda que llevaba y ella y el malabarista fueron despedidos a tortazos y cuando la compañía se dispuso a dormir y la lumbre a medio consumir rugía en el vendaval como una cosa viva aquellos cuatro permanecieron agachados al borde del círculo de luz entre sus extraños cachivaches y observaron las llamas escurrirse en la dirección del viento como absorbidas por un maelstrom en aquel vacío, un vórtice en aquel desierto a propósito del cual el tránsito del hombre y sus propios cálculos quedan igualmente abolidos. Como si al margen de la voluntad o del hado él y sus bestias y sus avíos viajaran bajo consignación, tanto en las cartas como en sustancia, hacia un destino totalmente ajeno.

Cuando partieron de madrugada el día era muy pálido con el sol aún por salir y el viento había menguado durante la noche y las cosas de la noche ya no estaban. El malabarista fue en su burro hasta la cabeza de la columna y se puso a hablar con Glanton y cabalgaron juntos y no habían dejado de hacerlo cuando por la tarde la compañía llegó a la localidad de Janos.

Un ruinoso presidio amurallado hecho totalmente de adobe, una esbelta iglesia de adobe y atalayas de adobe y todo ello lavado por las lluvias y aterronado y cayéndose en una blanda decadencia. Precedida la llegada de los jinetes por perros de casta anónima que aullaban lastimeramente y se escabullían entre las paredes desmoronadas.

Pasaron frente a la iglesia donde viejas campanas españolas que los años habían teñido de verdemar colgaban de un puntal entre pequeños dólmenes de barro. Niños de ojos oscuros los observaban desde las chozas. El aire estaba saturado del humo de las lumbres de carbón y unos cuantos viejos zarrapastrosos miraban mudos desde los portales y muchas de las casas estaban hundidas y en ruinas y servían de corrales. Un viejo de ojos jabonosos se abalanzó hacia ellos y les tendió la mano. Un poco de caridad, graznó a los caballos que pasaban. Por Dios.

Dos delaware y el batidor Webster estaban acuclillados en el polvo de la plaza en compañía de una vieja apergaminada y blanca como tierra de pipa. Una arpía agostada, medio desnuda, con los pezones como berenjenas arrugadas asomando bajo el chal que llevaba encima. Contemplaba al suelo y ni siquiera levantó la cabeza cuando los caballos la rodearon.

Glanton echó un vistazo a la plaza. El pueblo parecía desierto. Había aquí una pequeña guarnición de soldados pero no hicieron acto de presencia. El polvo volaba por las calles. Su caballo se inclinó para olfatear a la vieja y sacudió la cabeza y temblequeó y Glanton le palmeó el pescuezo y echó pie a tierra.

La encontramos en un campamento de cazadores unos doce kilómetros río arriba, dijo Webster. No puede andar.

¿Cuántos eran?

Calculo que entre quince y veinte. De ganado apenas había nada. No sé qué estaba haciendo allí esta vieja.

Glanton pasó por delante de su caballo y se llevó las riendas a la espalda.

Cuidado, capitán. Muerde.

La vieja había levantado la vista a la altura de sus rodillas. Glanton apartó el caballo, sacó de su funda una de las pesadas pistolas de arzón y la amartilló.

Ojo.

Varios hombres se echaron atrás.

La mujer levantó la vista. Ni valor ni congoja en sus ojos viejos. Glanton señaló con la mano izquierda y ella se volvió para mirar en aquella dirección y él le apoyó la pistola en la cabeza y disparó.

La detonación colmó aquella triste plazoleta. Varios caballos respingaron. Un boquete grande como un puño apareció entre un vómito de coágulos en el lado opuesto de la cabeza de la mujer y esta cayó muerta sin remisión en un charco de sangre. Glanton había dejado la pistola montada al pelo e hizo saltar de un papirotazo el fulminante quemado y se disponía a recargar el cilindro. McGill, dijo.

Un mexicano, el único de su raza en la compañía, se le acercó.

Ve a por el recibo.

Se sacó del cinto un cuchillo de desollar y fue a donde yacía la vieja y le levantó el pelo y se lo anudó a la muñeca y le pasó la hoja del cuchillo por el cráneo y arrancó el cuero cabelludo.

Glanton miró a sus hombres. Estaban allí quietos, unos mirando a la vieja, otros ocupándose ya de sus caballos o del equipo. Solo los nuevos miraban a Glanton. Glanton asentó una bala en la boca de la recámara y luego levantó los ojos escrutando la plaza. El malabarista y su familia estaban alineados como testigos y las caras que estaban observando desde los portales y las ventanas desnudas se escondieron como títeres ante el lento barrido de sus ojos. Glanton introdujo la bala con la palanca de cargar y cebó el arma e hizo girar en su mano la pesada pistola y la devolvió a la funda acoplada en la paletilla del caballo y tomó el trofeo pringoso de manos de McGill y le dio vueltas como si estuviera valorando el pellejo de una bestia y luego se lo devolvió y recogió las riendas que colgaban y cruzó la plaza guiando al caballo para abrevarlo en el vado. Acamparon en una alameda al otro lado del arroyo pasada la muralla del pueblo y al caer la noche se perdieron en pequeños grupos por las calles humosas. Los del circo habían montado una pequeña tienda de feria en la polvorienta plaza y a su alrededor habían colocado varios postes coronados de antorchas con aceite de quemar. El malabarista estaba tocando un pequeño tambor militar hecho de hojalata y cuero crudo y pregonaba con voz aguda y nasal los números de su función mientras la mujer chillaba Pasen pasen pasen, moviendo los brazos en un gesto de gran espectáculo. Toadvine y el chaval observaban mezclados con los lugareños. Bathcat se inclinó para hablarles.