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Mirad eso, chicos.

Se volvieron hacia donde les indicaba. El negro estaba desnudo hasta la cintura detrás de la tienda y cuando el malabarista giró con un barrido de su brazo la chica le dio un empujón y el negro saltó de la tienda y se paseó con extrañas posturas bajo la errática luz de las antorchas.

VIII

Otra cantina, otro consejero

Monte - Acuchillamiento

El rincón más oscuro de la taberna el más conspicuo

El sereno – Rumbo al norte

El campamento de los cazadores - Grannyrat

Bajo las Animas - Discusión y asesinato

Otro anacoreta, otro amanecer.

Se detuvieron frente a la cantina y reunieron monedas y Toadvine apartó la vaqueta que hacía las veces de puerta y entraron a un lugar en donde reinaba la oscuridad y todo carecía de definición. Una solitaria lámpara colgaba de una viga transversal y oscuras formas fumaban sentadas en las sombras. Cruzaron a tientas hasta una barra recubierta de baldosas de arcilla. El local apestaba a sudor y humo de leña. Un hombre menudo y flaco apareció ante ellos y colocó ceremoniosamente las manos sobre las baldosas.

Ustedes dirán, dijo.

Toadvine se quitó el sombrero, lo dejó sobre la barra y se pasó por el pelo una mano que parecía una zarpa.

Qué tiene por aquí que uno pueda beber sin arriesgarse a quedar ciego o estirar la pata.

¿Cómo?

Inclinó el pulgar hacia su garganta. Qué hay para beber, dijo.

El cantinero se volvió y examinó sus existencias. Parecía dudar de que alguna cosa cumpliera con los requisitos anunciados.

¿Mezcal?

¿Os va bien a todos?

Que sirva de una vez, dijo Bathcat.

El cantinero escanció de una jarra de arcilla en tres vasitos metálicos abollados y los empujó con cuidado como fichas sobre un tablero.

¿Cuánto?, dijo Toadvine.

El cantinero parecía asustado. ¿Seis?, dijo.

¿Seis qué?

El hombre levantó seis dedos.

Centavos, dijo Bathcat.

Toadvine desgranó las monedas sobre la barra y apuró su vaso y pagó otra vez. Hizo un gesto con el dedo abarcando los vasos de los tres. El chaval levantó el suyo y bebió y lo bajó otra vez. El licor era rancio, amargo, sabía un poco a creosota. Estaba como los otros de espaldas a la barra y observó la estancia. En una mesa al fondo unos hombres jugaban a las cartas a la luz de una vela de sebo. En la pared opuesta siluetas ajenas a la luz observaban agachadas a los americanos sin la menor expresión.

Ahí tienes una partida, dijo Toadvine. Jugar al monte a oscuras con un hatajo de negros. Levantó su vaso y bebió y lo depositó en la barra y contó las monedas que quedaban. Un hombre se había destacado de las tinieblas y se acercaba a ellos. Llevaba una botella bajo el brazo y con mucho cuidado la dejó encima de la barra junto con su cubilete y habló al cantinero y este le trajo un cántaro de agua. Giró el cántaro de forma que el asa quedara a su derecha y luego miró al chaval. Era viejo y llevaba un sombrero de copa chata como no se veían desde hacía tiempo en la región y vestía calzones y camisa de algodón, blancos y sucios. Los huaraches que llevaba parecían pescados secos atados a las plantas de sus pies.

¿Tejanos?, dijo.

El chaval miró a Toadvine.

Son tejanos, dijo el viejo. Yo estuve en Tejas tres años. Al dedo índice de la mano que levantó le faltaban dos articulaciones, quizá les estaba enseñando lo que le había pasado en Tejas o quizá solo pretendía contar los años. Bajó la mano y se volvió y echó vino en el vaso y levantó el cántaro y vertió un poquito de agua. Bebió y dejó el vaso y se volvió a Toadvine. Usaba una fina perilla blanca y antes de levantar la vista se pasó por ella el dorso de la mano.

Ustedes sociedad de guerra. Contra los bárbaros.

Toadvine no sabía. Parecía un caballero rústico al que un trasgo hubiera dejado perplejo.

El viejo hizo como que apuntaba con un rifle y produjo un ruido con la boca. Miró a los americanos. Matan apaches, ¿no?

Toadvine miró a Bathcat. ¿Qué quiere este tipo?, dijo.

El tasmanio se pasó la mano, de tres dedos también, por la boca pero no se permitió ninguna afinidad. El viejo está beodo, dijo. O loco.

Toadvine apoyó los codos en la barra que tenía detrás. Miró al viejo y escupió al suelo. Estás más chiflado que un negro desertor, dijo.

Al fondo de la estancia se oyó un quejido. Un hombre se levantó y fue a hablar con otros que había más allá. Se oyeron nuevas quejas y el viejo se pasó dos veces la mano por la cara y se besó las puntas de los dedos y levantó la vista.

¿Cuántos dineros les pagan?, dijo.

Nadie respondió.

Si matan a Gómez, les pagarán muchos dineros.

El que estaba en la penumbra volvió a rezongar. Madre de Dios, dijo en alto.

Gómez, Gómez, dijo el viejo. Ni siquiera Gómez. ¿Quién puede contra los tejanos? Son soldados. Qué soldados tan valientes. La sangre de Gómez es sangre del pueblo…

Levantó la cabeza. Sangre, dijo. Ha dado mucha sangre este país. Este México. Somos un país con sed. La sangre de un millar de cristos. Nada.

Hizo un gesto hacia el mundo exterior donde toda la tierra estaba sumida en oscuridad y toda como un enorme altar mancillado. Se volvió para servir más vino y servir más agua del cántaro, muy moderado el viejo, y bebió.

El chaval le observaba. Le vio beber y le vio secarse la boca. Cuando se dio la vuelta no habló al chaval ni a Toadvine sino que pareció dirigirse a todos en general.

Rezo a Dios por este país. En serio. Rezo. No voy a la iglesia. ¿Para qué hablar con esos muñecos? Yo hablo aquí.

Se señaló al pecho. Cuando se volvió a los americanos su voz sonó más calmada. Ustedes caballeros buenos, dijo. Matan a los bárbaros. Esos no podrán escapar. Pero hay otro caballero y creo que nadie puede escapar de él. He sido soldado. Es como un sueño. Cuando en el desierto no quedan ni los huesos, los sueños te hablan, ya no te despiertas nunca.

Apuró su cubilete y agarró la botella y se alejó sin hacer ruido hacia el extremo en penumbra de la cantina. El hombre que estaba junto a la pared protestó de nuevo e invocó a su dios. El de Tasmania y el cantinero estaban hablando y el cantinero señaló hacia el rincón más oscuro y meneó la cabeza y los americanos vaciaron sus últimos vasos y luego Toadvine empujó hacia el cantinero los últimos tlacos y salieron.

Ese era su hijo, dijo Bathcat.

¿Cuál?

El que estaba en el rincón con un corte en la cara.