¿Tenía un corte?
Uno de esos tipos le ha dado una cuchillada. Estaban jugando a las cartas y le rajó.
¿Por qué no se larga?
Yo le he preguntado lo mismo.
¿Y qué te ha dicho? Me ha hecho una pregunta: que adónde iba a ir.
Recorrieron los callejones amurallados hacia las fogatas del campamento en las afueras del pueblo. Una voz dijo así: Las diez y media, tiempo sereno. Era el vigilante haciendo su ronda y le vieron pasar con su farol anunciando la hora en voz baja.
En la penumbra previa a la aurora los sonidos describen la escena que se va a desarrollar. Los primeros trinos de pájaros en los árboles que flanquean el río y el tintineo de arreos y el resoplar de caballos y el mullido susurro de su yantar. En el pueblo a oscuras empiezan a cantar gallos. El aire huele a caballo y carbón. El campamento va cobrando vida. Sentados por doquier en la luz que ya se acumula están todos los niños del pueblo. Ninguno de los hombres que ahora se levantan sabe cuánto tiempo han estado allí a oscuras y en silencio.
Cuando cruzaron la plaza a caballo la vieja squaw ya no estaba allí y alguien había rastrillado el polvo. Los fanales del malabarista se veían negros en lo alto de sus varas y el fuego estaba frío frente a la tienda de feria. Una vieja que partía leña se incorporó y se quedó quieta con el hacha en las manos cuando ellos pasaron.
Atravesaron el saqueado campamento indio a media mañana. Sábanas de carne renegrida pendían de los arbustos o de unos palos como una extraña y oscura colada. Pieles de venado jalonaban el terreno y unos huesos blancos o almagrados cubrían las piedras en un matadero primitivo. Los caballos amusgaron las orejas y trotaron. Siguieron adelante. Por la tarde el Jackson negro les alcanzó, su montura venía magullada y a punto de reventar. Glanton giró en su silla y le miró de pies a cabeza. Luego aguijó a su caballo y el negro se puso a hablar con sus pálidos compañeros y todos continuaron como si nada.
No echaron de menos al veterano hasta el atardecer. El juez se aproximó entre el humo de las lumbres y se acuclilló delante de Toadvine y el chaval.
¿Qué ha pasado con Chambers?, dijo. Creo que se ha largado.
Largado.
Creo que sí.
¿Ha salido a caballo esta mañana? Con nosotros no, seguro.
Tenía entendido que eras el representante de tu grupo.
Toadvine escupió. Pues será que ha decidido independizarse.
¿Cuándo le viste por última vez?
Ayer por la tarde.
Pero esta mañana no.
No.
El juez le miró detenidamente.
¿Qué pasa?, dijo Toadvine. Yo creía que estabais enterados de que se había ido. No es tan pequeño para que no se le vea.
El juez miró al chaval. Miró de nuevo a Toadvine. Luego se levantó y volvió por donde había llegado.
A la mañana siguiente desaparecieron dos delaware. La compañía siguió su camino. A mediodía habían empezado a subir hacia un desfiladero, cabalgando entre matas de lavanda silvestre y jabonera al pie de las Ánimas. La sombra de un águila surgida de aquellas escarpadas fortalezas rocosas cruzó la línea dibujada por los jinetes y alzaron los ojos para verla volar en aquel impecable vacío de un azul quebradizo. Siguieron subiendo entre piñones y robles enanos y cruzaron el puerto atravesando un bosque de pino y se adentraron en las montañas.
Por la tarde salieron a una mesa orientada al norte desde la que se divisaba toda la región. Al oeste se ponía el sol en un holocausto de donde apareció una columna de pequeños murciélagos del desierto y hacia el norte sobre el tembloroso perímetro del mundo el polvo flotaba en el vacío cual humo de ejércitos lejanos. Las arrugadas montañas de papel encerado desplegaban pronunciadas sombras bajo el largo crepúsculo azul y a media distancia el vidrioso lecho de un lago seco rielaba como el mare imbrium y manadas de venados iban hacia el norte aprovechando la última luz, acosados en el llano por lobos que eran también del color del lecho del desierto.
Glanton descansó sin desmontar y contempló largamente la escena. Desperdigada a lo largo de la mesa la maleza reseca restallaba al viento como si la tierra devolviera el largo eco de las lanzas en antiguas lides olvidadas para siempre. Todo el cielo parecía alterado y la noche cayó rápidamente sobre la tierra vespertina y pequeñas aves grises pasaban piando flojo en pos del sol que huía. Chascó la lengua para que el caballo andara. Pasó y así pasaron todos hacia la problemática destrucción de la oscuridad.
Aquella noche acamparon al borde del llano junto a un talud y el asesinato que ya se preveía tuvo lugar. El Jackson blanco se había embriagado en Janos y había estado cabalgando dos días huraño y con los ojos inyectados en sangre. Estaba ahora desmadejado frente a la lumbre, sin botas y bebiendo aguardiente de un frasco, rodeado por sus compañeros y por los gritos de los lobos y por la providencia de la noche. Estaba así sentado cuando el negro se acercó y arrojó su sudadero al suelo y se puso encima y procedió a cargar su pipa.
Había dos fogatas en el campamento y ninguna norma real o tácita sobre quién tenía derecho a usarlas. Pero cuando el blanco miró hacia el otro fuego vio que los delaware y John McGill y los nuevos de la compañía se habían llevado allí su cena y con un gesto y un insulto mascullado advirtió al negro que se fuera.
Aquí todos los pactos eran frágiles más allá de lo sensato. El negro levantó la vista de la cazoleta. Alrededor de aquella lumbre había hombres cuyos ojos devolvían la luz como rescoldos incrustados al rojo dentro de sus cráneos y hombres cuyos ojos no, pero los del negro eran como pasadizos para conducir a la noche desnuda y no rectificada desde lo que de ella había pasado hasta lo que aún quedaba por venir. En esta compañía cada cual se sienta donde le da la gana, dijo.
El blanco giró la cabeza con un ojo semicerrado, los labios sueltos. Su cartuchera estaba arrollada en el suelo. Alargó la mano y sacó su revólver amartillado. Cuatro hombres se pusieron de pie y se apartaron.
¿Vas a dispararme?, dijo el negro.
O sacas tu sucio culo de esta lumbre o te dejo listo para la tumba.
Miró hacia donde estaba Glanton. Glanton le observó. Se puso la pipa en la boca, se levantó y cogió el sudadero y se lo dobló sobre el brazo.
¿Es tu última palabra?
Tan última como el juicio final.
El negro miró otra vez hacia Glanton por encima de las llamas y luego se alejó en la negrura. El blanco desamartilló el revólver y lo dejó en el suelo delante de él. Dos hombres volvieron a la lumbre y permanecieron de pie intranquilos. Jackson cruzó las piernas. Una mano descansaba en su regazo y la otra estaba abierta sobre la rodilla sosteniendo un cigarrillo negro. El que estaba más cerca de él era Tobin y cuando el negro surgió de lo oscuro con un cuchillo de caza en las manos como si empuñara el instrumento de un ritual, Tobin empezó a levantarse. El blanco miró hacia arriba y el negro se adelantó y de un solo tajo le cercenó la cabeza.
Dos cabos gruesos de sangre oscura y dos más delgados se elevaron como serpientes del muñón de su cuello y describieron una trayectoria curva para aterrizar siseando en el fuego. La cabeza rodó hacia la izquierda y quedó a los pies del ex cura con los ojos muy abiertos. Tobin apartó el pie y se levantó y retrocedió unos pasos. El fuego se ennegreció y despidió una nube de humo gris y las columnas curvas de sangre fueron menguando hasta que el cuello burbujeó un poco como si fuera un estofado y también eso cesó. Jackson seguía sentado igual que antes pero sin cabeza, empapado de sangre, todavía en sus labios el cigarrillo, doblado hacia la oscura gruta humeante de las llamas adonde la vida se le había ido.
Glanton se puso de pie. Los hombres se apartaron. Nadie dijo palabra. Cuando partieron de amanecida el decapitado seguía allí como un anacoreta asesinado descalzo en las cenizas y en camisa. Alguien le había quitado la pistola pero las botas estaban donde él las había puesto. La compañía pasó de largo. No llevaban una hora cabalgando por la llanura cuando fueron atacados por los apaches.