Aquella noche se sentaron ante la lumbre como fantasmas con sus barbas y ropas polvorientas, arrobados, pirólatras. Los fuegos se apagaron y pequeños rescoldos correteaban por el llano y la arena se arrastró en la oscuridad durante toda la noche como un ejército de piojos en tránsito. Algunos caballos empezaron a chillar y al despuntar el día varios de ellos habían eñloquecido de ceguera y hubo que sacrificarlos. Cuando partieron, el mexicano al que llamaban McGill montaba su tercer caballo en otros tantos días. No podría haber tiznado los ojos del poni que había montado al venir del lago a no ser abozalándolo como a un perro, y el caballo que montaba ahora era más salvaje aún y solo quedaban tres animales en la caballada.
Al mediodía los dos delaware que habían partido por su cuenta a una jornada de marcha de Janos los alcanzaron cuando descansaban en un pozo minera1. Traían consigo el caballo del veterano, todavía ensillado. Glanton fue a donde estaba el animal y cogió las riendas que colgaban y lo guió hacia la lumbre. Una vez allí sacó el rifle de su carcaj y se lo pasó a David Brown y luego empezó a mirar en el zurrón prendido del arzón de la silla y arrojó al fuego los magros efectos del veterano. Desató las cinchas y aflojó los otros arreos y fue apilando las cosas encima del fuego, mantas, silla, todo, hasta que el cuero y la lana grasienta empezaron a despedir un maloliente humo gris.
Reanudaron la marcha. Se dirigían al norte y los delaware se encargaron de interpretar las señales de humo en las cumbres lejanas y dos días después el humo cesó y no vieron más señales. Al llegar a las estribaciones de la montaña divisaron una vieja diligencia polvorienta con seis caballos enganchados que pacían hierba seca en un pliegue de los áridos peñascos.
Un destacamento atajó hacia la diligencia y los caballos sacudieron la cabeza y se espantaron y echaron a trotar. Los jinetes los arrearon hondonada abajo y al poco rato estaban girando en círculo como caballitos de papel en un móvil y el carruaje traqueteando detrás con una rueda rota. El negro se acercó a pie agitando su sombrero y llamó a voces y se aproxímó a los caballos enyugados con el sombrero extendido ante él y habló a aquellos temblorosos animales hasta que pudo recoger las guías del suelo.
Glanton pasó junto a él y abrió la puerta de la diligencia. El interior del carruaje estaba salpicado de astillas de madera nueva y un hombre muerto se desplomó quedando colgado cabeza abajo. Había dentro otro hombre y un muchacho y estaban soterrados con sus armas en medio de un hedor que habría ahuyentado a un buitre de una carreta llena de vísceras. Glanton cogió las armas y la munición y se las pasó a los otros. Dos hombres subieron al techo de carga y cortaron las sogas y el toldo desgarrado y de sendas patadas bajaron un arcón y un viejo morral de correos y los forzaron. Glanton cortó las correas del morral con su cuchillo y volcó el contenido en la arena. Cartas remitidas a cualquier destino menos a aquel empezaron a desparramarse a la deriva barranco abajo. Había en el morral varios saquitos etiquetados que contenían muestras de mineral y Glanton los yació y con la bota esparció las muestras para examinarlas. Volvió a mirar en la diligencia y luego escupió y fue a examinar los caballos. Eran caballos americanos grandes pero muy deteriorados. Dio instrucciones para que soltaran a dos de ellos y luego hizo apartar al negro que esperaba junto al caballo de cabeza y agitó el sombrero. Los animales, desparejados y tirando de sus arneses, se precipitaron barranco abajo mientras la diligencia se balanceaba en sus ballestas de cuero y el muerto daba tumbos con medio cuerpo fuera de la puerta. Se difuminaron por el oeste en la llanura primero el sonido y luego la forma del grupo disolviéndose en el calor que desprendía la arena hasta que fueron solo una mota afanándose en aquel vacío alucinatorio y luego nada. Los jinetes siguieron adelante.
Toda la tarde cabalgaron en fila india por las montañas. Un pequeño halcón lanero gris los sobrevoló como si buscara el estandarte de la compañía y descendió hacia la llanura batiendo sus largas y puntiagudas alas. Cruzaron ciudades de arenisca en el crepúsculo de aquel día, dejando atrás castillo y torre del homenaje y atalaya labrada a viento y graneros de piedra al sol y a la sombra. Pisaron marga y terracota y escabrosidades de esquisto cuprífero y cruzaron una vaguada y salieron a un promontorio desde el cual se dominaba una caldera siniestra donde descansaban las ruinas abandonadas de Santa Rita del Cobre.
Vivaquearon allí sin agua y sin leña. Enviaron exploradores y Glanton se llegó hasta el borde del risco y se sentó a contemplar cómo la oscuridad se adueñaba de la sima para ver si allá abajo aparecía alguna luz. Los exploradores regresaron ya de noche y aún era oscuro por la mañana cuando la compañía montó y se puso en camino.
Bajaron a la caldera envueltos en un amanecer gris, cabalgando en fila india por las calles esquistosas entre viejas construcciones de adobe abandonadas desde hacía docenas de años cuando los apaches habían interceptado los convoyes de Chihuahua y puesto sitio a las minas. Los famélicos mexicanos habían partido a pie en su largo viaje hacia el sur pero ninguno llegó a su destino. Los americanos dejaron atrás escoria y escombros y las oscuras bocaminas y dejaron atrás la fundería alrededor de la cual había montículos de mineral y carros baqueteados por la intemperie y vagonetas blancas como el hueso a la luz del alba y siluetas metálicas de maquinaria abandonada. Cruzaron un arroyo pedregoso y siguieron por aquel terreno destripado hasta un otero en donde estaba el viejo presidio, un edificio de adobe grande y triangular con torreones en las esquinas. Había una única puerta en la pared que daba al este y al aproximarse vieron subir hacia el cielo el humo que habían percibido anteriormente en el aire.
Glanton golpeó la puerta con su garrote revestido de cuero como un viajero ante un hostal. Una luz azulada bañaba las colinas de las inmediaciones y los picos altos de más al norte recogían el único sol mientras toda la caldera estaba todavía en tinieblas. El eco de sus golpes rebotó en las imponentes paredes rajadas de roca y regresó. Los hombres esperaron montados. Glanton dio un puntapié a la puerta.
Salid de ahí si sois blancos, gritó.
¿Quién hay?, dijo una voz.
Glanton escupió.
¿Quién es?, dijeron.
Abrid, dijo Glanton.
Esperaron. Alguien descorrió cadenas al otro lado de la madera. La puerta crujió al abrirse hacia dentro y un hombre se plantó delante de ellos con el rifle apercibido. Glanton tocó a su caballo con las rodillas y este arrimó la cabeza a la puerta y la abrió del todo. La compañía entró.
Desmontaron en las grises tinieblas del recinto y ataron los caballos. Había allí varios carros viejos de suministros, algunos saqueados de sus ruedas por los viajeros. En una de las oficinas había un farol encendido y varios hombres estaban de pie en el umbral. Glanton cruzó el triángulo. Los hombres se apartaron. Pensábamos que eran indios, dijeron.
Eran cuatro supervivientes de un grupo de siete que había partido hacia las montañas en busca de metales preciosos. Llevaban tres días atrincherados en el viejo presidio tras huir del desierto perseguidos por los salvajes. Uno de ellos había recibido un disparo en la parte baja del pecho y estaba recostado en la pared de la oficina. Irving fue a echar un vistazo.
¿Qué han hecho por él?, dijo. No hemos hecho nada.
¿Y qué quieren que haga yo?
No le hemos pedido que haga nada.
Mejor, dijo Irving, porque no hay nada que hacer.
Los miró con calma. Asquerosos, harapientos, medio locos. Cada noche hacían incursiones al arroyo en busca de leña y agua y habían estado alimentándose de un mulo que yacía destripado y pestilente al fondo del patio. Lo primero que pidieron fue whisky y lo segundo tabaco. Solo tenían dos caballos y a uno de ellos le había mordido una serpiente estando en el desierto y el pobre animal tenía la cabeza monstruosamente hinchada y grotesca como una ideación equina sacada de una tragedia ática. Le había mordido en la nariz y sus ojos sobresalían de la cabeza informe con una expresión de horror y el animal trotó entre gemidos hacia los caballos de la compañía, cabeceando y babeando y resollando por los atascados conductos de su garganta. La piel se le había abierto en la testuz y el hueso le asomaba ahora entre blanco y sonrosado y sus pequeñas orejas parecían espiches de papel remetidos a cada lado de una bola de masa peluda. Al verlo acercarse, los caballos americanos empezaron a rotar y a separarse a lo largo de la pared y el otro se lanzó hacia ellos a ciegas. Hubo golpes y hubo coces y los caballos empezaron a girar en torno al perímetro. Un pequeño semental de capa manchada que pertenecía a uno de los delaware se destacó de la remuda y golpeó dos veces al monstruo y luego giró y le hundió los dientes en el pescuezo. El caballo loco emitió un sonido que hizo salir a los hombres a la puerta.