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¿Por qué no lo matáis?, dijo Irving.

Cuanto antes muera, antes se pudrirá, dijeron los otros.

Irving escupió. ¿Pensáis comeros la carne habiéndole mordido una serpiente?

Se miraron. No lo sabían.

Irving meneó la cabeza y salió. Glanton y el juez miraron a los intrusos y los intrusos miraron al suelo. Algunas vigas del techo estaban medio caídas y el piso de la habitación estaba lleno de barro y escombros. Este ruinoso panorama lo iluminó ahora e1 sol sesgado de la mañana y Glanton vio que agachado en un rincón había un muchacho mexicano o mestizo de unos doce años. Estaba desnudo aparte de unos calzones viejos y unas improvisadas sandalias de piel sin curtir. Devolvió a Glanton una mirada de medrosa insolencia.

¿Quién es ese niño?, dijo el juez.

Se encogieron de hombros, apartaron la vista.

Glanton escupió y meneó la cabeza.

Apostaron guardias en lo alto de la azotea y desensillaron los caballos y los sacaron a pacer y el juez se llevó una de las acémilas y yació los cuévanos y fue a explorar las galerías. Por la tarde se sentó en el recinto a partir muestras de mineral con un martillo, feldespato muy rico en óxido de cobre y pepitas de metal nativo en cuyas lobulaciones orgánicas pretendía encontrar datos sobre el origen de la tierra, y organizó una clase improvisada de geología para un pequeño grupo que se limitaba a asentir y escupir. Varios le citaron las Escri tura para rebatir su ordenación de las eras a partir del caos primigenio y otras suposiciones apóstatas. El juez sonrió.

Los libros mienten, dijo.

Dios no.

No, dijo el juez. Dios no. Y estas son sus palabras.

Les mostró un pedazo de roca.

El habla por mediación de los árboles y las piedras.

Los harapientos intrusos se miraron asintiendo con la cabeza y no tardaron en darle la razón, a aquel hombre instruido, en todas sus conjeturas, cosa que el juez se ocupó de fomentar hasta que los hubo convertido en prosélitos del nuevo orden solo para después burlarse de ellos por ser tan tontos.

Aquella tarde el grueso de la compañía se acuarteló al raso sobre la arcilla seca del recinto. No había amanecido aún cuando la lluvia los obligó a entrar en los oscuros cubículos de la pared meridional. En la oficina del presidio habían encendido un llar bajo y el humo salía por el tejado ruinoso mientras Glanton y el juez y sus lugartenientes fumaban en pipa en torno al fuego y los intrusos permanecían aparte masticando el tabaco que les habían dado y escupiendo hacia la pared. El muchacho mestizo los miraba con sus ojos oscuros. Hacia el oeste en la dirección de las lomas pudieron oír aullidos de lobo que hicieron malfiarse a los intrusos y sonreírse a los cazadores. En una noche clamorosa de gañidos de coyote y gritos de búho el aullido de aquel viejo perro lobo era el único sonido que según ellos procedía de su forma verdadera, un lobo solitario, tal vez de hocico gris, colgado de la luna como una marioneta y alargando el hocico en su vagido.

La noche fue fría y el tiempo empeoró al arreciar el viento y la lluvia y las bestias salvajes de la región pronto se quedaron mudas. Un caballo asomó a la puerta su larga cara mojada y Glanton le miró y le habló y el caballo levantó la cabeza y enseñó los dientes y volvió a la noche lluviosa.

Los intrusos observaron aquello como observaban todo con ojos inquietos y uno de ellos se atrevió a decir que sería incapaz de hacer amistad con un caballo. Glanton escupió al fuego y miró al hombre que estaba allí sentado andrajoso y sin caballo y meneó la cabeza ante la asombrosa inventiva de la locura en todas sus formas y disfraces. La lluvia había menguado y en la quietud subsiguiente un largo trueno retumbó sobre sus cabezas y se extinguió entre las rocas y entonces la lluvia volvió con fuerza renovada, cayendo a cántaros por la negra abertura del techo y humeando y siseando en la lumbre. Uno de los hombres se levantó para arrimar los cabos podridos de unas vigas viejas y apilarlos sobre las llamas. El humo envolvió las pandeadas traviesas que no se habían venido aún abajo y una arcilla líquida empezó a fitrarse de la techumbre. Afuera la lluvia caía en cortinas de agua al son que tocaba el viento y el resplandor de la lumbre que salía por la puerta dibujaba una franja pálida en aquel mar somero a lo largo de la cual los caballos parecían espectadores atentos a algún acontecimiento inminente. De vez en cuando uno de los hombres se levantaba y salía y su sombra caía entre los animales y estos levantaban y bajaban la cabeza y escarbaban y seguían esperando bajo la lluvia.

Los que habían estado de guardia entraron en la oficina y se quedaron de pie humeando ante la lumbre. El negro se quedó en la puerta, ni dentro ni fuera. Habían visto al juez desnudo en lo alto de la muralla, inmenso y pálido en las revelaciones de los relámpagos, recorriendo a zancadas el perímetro y declamando al viejo estilo de la épica. Glanton observaba el fuego en silencio y los hombres se arrebujaron en sus mantas en los lugares más secos del suelo y pronto se quedaron dormidos.

Por la mañana había dejado de llover. El patio estaba encharcado y el caballo que había sido picado por la serpiente yacía muerto con la cabeza informe estirada en el lodo y los otros animales se habían agrupado en la esquina nordeste al pie del torreón y estaban cara a la pared. Hacia el norte las cumbres se veían blancas de nieve al sol recién aparecido y cuando Toadvine salió al aire libre el sol rozaba apenas la parte superior de los muros del recinto y el juez estaba en medio de aquella quietud vaporosa escarbándose los dientes con una espina como si acabara de comer.

Buenos días, dijo el juez.

Hola, dijo Toadvine.

Parece que va a aclarar.

No, si ya ha aclarado, dijo Toadvine.

El juez giró la cabeza y miró hacia el prístino cobalto del día visible. Un águila estaba cruzando el barranco con el sol muy blanco sobre su cabeza y en las plumas de su cola.

Pues sí, dijo el juez. Es verdad.

Los intrusos salieron y se dispersaron por el acantonamiento parpadeando como pájaros. Habían decidido de común acuerdo unirse a la compañía y cuando Glanton cruzó el patio con su caballo llevado de la mano el portavoz del grupo se adelantó para informarle de su decisión. Glanton no se dignó siquiera mirarle. Entró en el cuartel y recogió su silla y sus arreos. Mientras tanto, alguien había encontrado al muchacho.

Estaba boca abajo y desnudo en uno de los cubículos. Esparcidos por la arcilla del suelo había un gran número de osamentas viejas. Como si él, al igual que otros antes que él, hubiera encontrado casualmente la morada de algo hostil. Los intrusos formaron un corro silencioso en torno al cadáver. No tardaron en ponerse a hablar estúpidamente sobre los méritos y virtudes del muchacho muerto.

Los cazadores de cabelleras montaron en sus caballos y cruzaron el recinto hacia el portal ahora abierto al este para dar la bienvenida a la luz e invitarlos a viajar. Mientras ellos salían, los pobres diablos confinados en aquel lugar arrastraron al muchacho y lo dejaron en el barro. Tenía el cuello roto y al depositarlo en el suelo su cabeza cayó sobre el pecho y quedó extrañamente floja. Las colinas que había más allá del pozo de la mina se reflejaban grisáceas en los charcos del patio y la mula medio devorada yacía en el fango sin cuartos traseros como una estampa de los horrores de la guerra. Dentro del cuartel el hombre que había sido herido cantaba himnos religiosos cuando no maldecía a Dios. Los intrusos se quedaron de pie alrededor del muchacho con sus armas de fuego en posición de descanso como patética guardia de honor. Glanton les había dado media libra de pólvora de rifle y varios fulminantes y un pequeño lingote de plomo y mientras la compañía salía del recinto algunos se volvieron para mirarlos, tres hombres allí de pie sin expresión alguna. Nadie hizo adiós con el brazo. El moribundo estaba cantando tumbado junto a las cenizas y mientras partían les llegaron cánticos que recordaban de la infancia y siguieron oyéndolos mientras subían por el arroyo y cruzaban los enebros mojados aún de la lluvia. El moribundo cantaba con claridad y vehemencia y de buena gana los jinetes habrían aminorado el paso solo para oírle un rato más, pues también ellos poseían esas mismas cualidades.