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Cuando despertó era de día y había dejado de llover y estaba mirando la cara de un hombre de cabellos largos totalmente cubierto de barro. El hombre le estaba diciendo algo.

¿Qué?, dijo el chaval.

Que si estamos en paz.

¿En paz?

Sí, en paz. Porque si quieres algo de mí puedes estar seguro de que lo tendrás.

Miró al cielo. Muy arriba, muy pequeño, un ratonero. Miró al hombre. ¿Tengo el cuello roto?, dijo.

El hombre miró hacia el solar y escupió y miró de nuevo al chico. ¿No puedes levantarte?

No sé. No lo he intentado.

Mi intención no era romperte el cuello.

Ya.

Lo que quería era matarte.

Eso no lo ha logrado nadie todavía. Se puso de pie a duras penas. El hombre estaba sentado en las tablas con las botas al lado. No tienes nada estropeado, dijo.

El chaval miró dolorido en derredor. ¿Y mis botas?, preguntó.

El hombre le miró achicando los ojos. De su cara cayeron escamas de barro seco.

Tendré que matar a algún hijoputa si me han quitado las botas.

Esa de allá podría ser una.

El chaval caminó fatigosamente por el barro y recogió una bota. Chapoteó en el patio palpando los bloques de fango más prometedores.

¿Es tu cuchillo?, dijo.

El hombre le miró guiñando los ojos. Se parece, dijo.

El chaval se lo lanzó y el hombre se inclinó para recogerlo y limpió la enorme hoja en la pernera de su pantalón. Ya pensaba que alguien te había robado, le dijo al cuchillo.

El chaval encontró la otra bota y fue a sentarse en las tablas. Tenía las manos hinchadas de barro y se limpió una de ellas en la rodilla y la dejó caer de nuevo.

Estuvieron allí sentados uno junto a otro contemplando el árido solar. Del otro lado de la cerca de estacas que había en uno de sus extremos un chico estaba sacando agua de un pozo y había gallinas en aquel patio. Un hombre apareció en la puerta de la tasca que había un poco más abajo. Se detuvo al llegar a donde ellos estaban y los miró y se desvió para pasar por el fango. Al rato regresó y volvió a desviarse por el fango y siguió camino arriba.

El chaval miró a su compañero. Tenía la cabeza extrañamente estrecha y el pelo apelmazado de barro en un peinado que resultaba extravagante y primitivo. En la frente tenía grabadas a fuego las letras H T y más abajo, casi entre los ojos, la letra F. (Siglas de Horse Thief Fraymaker, «ladrón de caballos y buscalíos. N. del T). Eran unas marcas chillonas y estaban biseladas como si alguien se hubiera demorado con el hierro. Cuando se volvió para mirar al chaval este pudo ver que no tenía orejas. Se levantó y envainó el cuchillo y empezó a andar con las botas en la mano y el chaval se levantó también y le siguió. Antes de llegar al hotel el hombre se detuvo y contempló todo aquel barro y entonces se sentó en las tablas y se calzó las botas con barro y todo. Luego se puso de pie y chapoteó por el solar para recoger algo.

Fíjate en esto, dijo. Mi maldito sombrero.

Era irreconocible, una cosa muerta. El hombre lo sacudió y se lo puso en la cabeza y siguió adelante y el chaval fue detrás.

La tasca era una sala larga y estrecha revestida de tablones barnizados. Había mesas adosadas a la pared y escupideras en el piso. No había ningún cliente. El cantinero levantó la vista al verlos entrar y un negro que estaba barriendo el suelo apoyó la escoba contra la pared y salió.

¿Dónde está Sidney?, dijo el hombre ataviado de barro.

Supongo que en la cama.

Siguieron adelante.

Toadvine, llamó el cantinero.

El chaval se volvió.

El cantinero había salido de detrás de la barra y los estaba mirando. Fueron de la puerta a la escalera que había al fondo del vestíbulo del hotel, dejando a su paso diversas formas de barro en el piso. Cuando empezaban a subir, el empleado que atendía la recepción se inclinó para llamarlos.

Toadvine.

Toadvine se detuvo y miró hacia atrás.

Te matará.

¿Quién? ¿Sidney?

Sidney.

Siguieron escaleras arriba.

En el rellano había un largo pasillo con una cristalera al fondo. A lo largo de las paredes había puertas barnizadas tan juntas unas de otras que podrían haber sido armarios. Toadvine anduvo hasta el final del pasillo. Pegó la oreja a la última puerta y miró al chaval.

¿Tienes un fósforo?

El chaval se hurgó los bolsillos y sacó una cajita de madera, sucia y aplastada.

El hombre se la cogió. Aquí hace falta un poco de yesca, dijo. Estaba desmenuzando la caja y arrimando los pedazos a la puerta. Prendió un fósforo y encendió los pedazos. Luego metió el montoncito de madera por debajo de la puerta y añadió más cerillas.

¿Está ahí dentro?, preguntó el chico.

Eso lo sabremos en seguida.

Apareció una oscura nubecilla, una llama azul de barniz quemándose. Se agacharon en el pasillo para observar. Finas llamas empezaron a subir por los paneles para meterse dentro otra vez. Los dos espectadores parecían formas excavadas de un pantano.

Ahora llama a la puerta, dijo Toadvine.

El chaval se levantó. Toadvine se incorporó a la espera. Oyeron crepitar las llamas dentro de la habitación. El chaval llamó.

Será mejor que le des más fuerte. Ese tipo bebe.

Apretó el puño y lo descargó contra la puerta unas cinco veces.

¡Fuego!, dijo una voz.

Ahí viene.

Esperaron.

Cómo quemas, cabrón, dijo la voz. El tirador giró y la puerta se abrió por fin.

Estaba en calzoncillos sosteniendo en una mano la toalla que había empleado para accionar el tirador. Al verlos giró en redondo para volver a entrar pero Toadvine le agarró del cuello y le hizo caer y le tiró del pelo y empezó a sacarle un ojo con el dedo gordo. El hombre le agarró la muñeca y se la mordió.

Patéale la boca, gritó Toadvine. Vamos.

El chaval entró en la habitación y retrocedió un poco y le dio un puntapié en la cara. Toadvine tiró hacia atrás de la cabeza del hombre agarrándole del pelo.

Patéalo, dijo. Venga, hombre, dale fuerte.

El chaval lo hizo.

Toadvine giró la cabeza ensangrentada y la miró y la dejó caer al suelo y se levantó y le propinó también él una patada. Dos espectadores habían salido al pasillo. La puerta estaba en llamas, así como parte de la pared y del techo. Salieron y se alejaron pasillo abajo. El empleado estaba subiendo los peldaños de dos en dos.

Toadvine, hijo de puta, dijo.

Toadvine estaba cuatro peldaños más arriba y cuando le dio una patada le alcanzó en el cuello. El empleado cayó de culo en la escalera. Cuando el chaval pasó por su lado le arreó en la cabeza y el empleado se derrumbó y empezó a resbalar hacia el descansillo. El chaval le pasó por encima y bajó al vestíbulo y salió por la puerta delantera.

Toadvine corría ya por la calle, agitando los puños en alto como un loco y riendo a carcajadas. Parecía un gran muñeco de vudú que hubiera cobrado vida y el chaval parecía otro tanto. A sus espaldas las llamas habían alcanzado la esquina superior del hotel y nubes de humo oscuro se elevaban en la mañana de Tejas.

Había dejado el mulo con una familia de mexicanos que alojaba animales a las afueras del pueblo y llegó allí con ojos desorbitados y sin resuello. La mujer abrió la puerta y le miró.

Necesito mi mulo, jadeó el chaval.

Ella le siguió mirando y luego llamó hacia la parte de atrás. El chaval rodeó la casa. En el solar había caballos apersogados y un carro de plataforma arrimado a la cerca con varios pavos sentados en el borde. La vieja había ido a la puerta de atrás. Nito, llamó. Venga. Aquí hay un caballero. Venga.

Recorrió el cobertizo hasta el cuarto de los arreos y cogió su maltrecha silla de montar y el petate. Encontró a su mulo y lo sacó de la casilla y lo embridó con el ronzal de cuero crudo y lo condujo hasta la cerca. Apoyó el hombro en el animal y le puso la silla encima y apretó las cinchas mientras el mulo se espantaba y respingaba y frotaba la cabeza contra la cerca. Lo llevó al otro lado del solar. El mulo sacudía la cabeza hacia un lado como si tuviera algo dentro de la oreja.