Cabalgaron aquel día por colinas bajas sin otra vegetación que unos arbustos de hoja perenne. Por todas partes saltaban y se escondían ciervos en aquella pradera alta y los cazadores mataron varios sin desmontar y los destriparon y ios subieron a sus caballos y por la tarde habían conseguido un séquito de media docena de lobos de diversos tamaños y tonos que trotaban detrás de ellos en fila india, mirando hacia atrás para cerciorarse de que cada cual ocupara su puesto.
Al atardecer se detuvieron para encender un fuego y asar los venados. La noche los tenía cercados y no había estrellas. Hacia el norte vieron otras fogatas arder rojas y taciturnas en las colinas invisibles. Comieron y reanudaron la marcha, dejando la lumbre sin apagar, y mientras subían hacia las montañas aquel fuego pareció mudar de emplazamiento, ahora aquí, ahora allá, alejándose o moviéndose inexplicablemente en el flanco de su avance. Como un fuego fatuo rezagado en el camino y que todos podían ver pero del que nadie hablaba. Pues esa voluntad de engañar intrínseca a las cosas luminosas puede también manifestarse retrospectivamente y así, mediante la argucia de una etapa conocida de un trayecto ya realizado, puede llevar a los hombres a destinos engañosos.
Mientras recorrían la mesa aquella noche vieron aproximarse hacia ellos casi como su propia imagen un grupo de jinetes destacados en la oscuridad por el resplandor intermitente de un relampagueo seco allá en el norte. Glanton se detuvo sin desmontar y la compañía hizo otro tanto. Los jinetes silenciosos siguieron avanzando. Cuando estuvieron a un centenar de metros se detuvieron también y todos se pusieron a especular en silencio acerca de aquel encuentro.
¿Quiénes sois?, gritó Glanton.
Amigos, somos amigos.
Cada grupo estaba contando los efectivos del otro.
¿De dónde vienen?, dijeron los desconocidos.
¿Adónde van?, dijo el juez.
Eran ciboleros procedentes del norte y traían sus caballos cargados de carne seca. Vestían pieles cosidas con ligamentos de animales y por su forma de estar sobre sus monturas se adivinaba que raramente iban a pie. Portaban lanzas con las cuales cazaban los búfalos salvajes de la llanura y dichas armas estaban adornadas con borlas de plumas y paños de colores y algunos portaban arcos y otros fusiles de chispa con tapones empenachados en la boca del cañón. La carne seca iba empaquetada en pellejos de animal y aparte de las pocas armas que tenían eran tan ajenos a todo artilugio civilizado como los más toscos salvajes de aquella región.
Parlamentaron sin desmontar y los ciboleros encendieron cigarrillos y explicaron que se dirigían a los mercados de Mesilla. Los americanos habrían podido canjear algo de carne pero no llevaban consigo mercancía equivalente y la disposición al trueque les era extraña. Y así los dos grupos se separaron a medianoche, cada cual en la dirección por la que había venido el otro, buscando transformaciones sin fin en los trayectos de otros hombres como acontece a todo viajero.
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Tobin - Escararnuza a orillas del Little Colorado
La katabasis - De cómo apareció el sabio
Glanton y el juez - Nuevo rumbo
El juez y los murciélagos - Guano - Los desertores
Salitre y carbón de palo - El malpaís
Huellas de cascos - El volcán - Azufre
El molde - La matanza de los aborígenes.
El rastro de los gileños desapareció en días sucesivos a medida que se adentraban en las montañas. Encendieron lumbres con madera de acarreo pálida como el hueso y contemplaron en silencio cómo las llamas hacían guiñadas en la brisa nocturna que ascendía de aquellas pedregosas cañadas. El chaval estaba sentado con las piernas cruzadas remendando una cincha con un punzón que le había pedido prestado al ex cura Tobin y el secularizado le miraba trabajar.
Ya habías cosido alguna vez, dijo Tobin.
El chaval se frotó la nariz pasándose con vigor la manga grasienta de su camisa y dio vuelta a la correa sobre su regazo. Qué va, dijo.
Pues se te da muy bien. Más que a mí. El Señor no reparte sus dones equitativamente.
El chaval levantó la vista y luego volvió a su labor.
Es verdad, dijo el ex cura. Mira a tu alrededor. Fíjate en el juez.
Ya lo he hecho.
Puede que no sea de tu agrado, es lógico. Pero ese hombre es mañoso en todo. No le he visto ponerse a hacer nada sin que se le diera muy bien.
El chaval pasó el hilo engrasado por el cuero y tiró de él.
Habla holandés, dijo el ex cura.
¿Holandés?
Sí.
El chaval miró al ex cura y siguió remendando.
Lo habla porque yo le he oído. Cerca del Llano nos topamos con un grupo de peregrinos locos y el viejo que iba en cabeza se puso a hablar en holandés como si estuviéramos todos en su país y el juez le respondió en el mismo idioma. Glanton por poco se cae del caballo. Ninguno sabíamos que hablaba holandés. ¿Sabes lo que dijo cuando le preguntaron que dónde lo había aprendido?
¿Qué dijo?
Que de un holandés.
El ex cura escupió. Yo, ni con diez holandeses habría podido aprenderlo. ¿Y tú?
El chaval negó con la cabeza.
No, dijo Tobin. Los dones del Todopoderoso son repartidos en una balanza que le es peculiar. Sus cálculos no son equitativos y estoy seguro de que él sería el primero en reconocerlo si uno se atreviera a plantearle la cuestión.
¿A quién?
Al Todopoderoso, hombre. El ex cura meneó la cabeza. Dirigió la vista hacia donde estaba el juez. Ese coloso sin pelo. Viéndole no pensarías que es capaz de bailar mejor que el mismísimo diablo, ¿verdad? Pues es un bailarín consumado, eso no se lo quita nadie. Y encima toca el violín. Es el mejor violinista que he oído nunca y no hay más que hablar. El mejor. Sabe buscar atajos, disparar un rifle, montar a caballo, seguir la pista de un ciervo. Ha recorrido medio mundo. Él y el gobernador estuvieron hablando hasta la mañana y ahora era París y luego Londres y eso en cinco idiomas distintos, valía la pena pagar entrada para verlo. Y eso que el gobernador es un hombre muy culto, pero el juez…
El ex cura meneó la cabeza. Oh, quizá sea ese el modo en que el Señor muestra la poca importancia que concede a los hombres cultos. ¿Qué puede significar para quien todo lo sabe? Dios siente un amor desmedido por el hombre común y la sabiduría divina está presente en las cosas más pequeñas, de manera que acaso la voz del Todopoderoso habla con mayor hondura en aquellos que viven inmersos en el silencio.