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Observó al chaval.

Ocurra lo que ocurra, dijo, Dios habla por boca de sus más humildes criaturas.

El chaval pensó que se refería a los pájaros o cosas que reptan pero el ex cura, que le observaba con la cabeza un poco ladeada, dijo: Nadie puede sustraerse a esa voz.

El chaval escupió al fuego y volvió a su remiendo.

Yo no oigo ninguna voz, dijo.

Cuando deje de sonar, dijo Tobin, sabrás que la has estado oyendo toda tu vida.

¿En serio?

Sí.

El chaval giró el cuero sobre su regazo. El ex cura le observó.

De noche, dijo Tobin, cuando los caballos pacen y la compañía duerme, ¿quién les oye pacer?

No les oye nadie, ya que están durmiendo.

Claro. Y si dejan de pacer, ¿quién es el que se despierta?

Todo el mundo.

Exacto, dijo el ex cura. Todo el mundo.

El chaval levantó la vista. ¿Y el juez? ¿Esa voz le habla también a él?

El juez, dijo Tobin. No respondió.

Yo ya le conocía, dijo el chaval. Le vi en Nacogdoches.

Tobin sonrió. No hay nadie en la compañía que no afirme haberse encontrado a ese pícaro redomado en alguna parte.

Tobin se frotó la barba contra el dorso de la mano. Nos salvó a todos, eso debo reconocerlo. Veníamos del Little Colorado y no nos quedaba una sola libra de pólvora. Ni una pizca. Y allí estaba él sentado en una roca en mitad del mayor desierto que hayas visto nunca. Subido a aquella roca como quien espera la diligencia. Brown pensó que era un espejismo. Le habría pegado un tiro si hubiera tenido algo con que disparar.

¿Y cómo es que os quedasteis sin pólvora?

La habíamos gastado toda con los salvajes. Aguantamos nueve días metidos en una cueva, perdimos casi todos los caballos. Eramos treinta y ocho hombres cuando partimos de Chihuahua y solo quedábamos catorce cuando el juez nos encontró. Hechos mierda, huyendo. Hasta el último de nosotros sabía que en aquella región dejada de la mano de Dios habría un barranco o un callejón sin salida o tal vez solo un montón de rocas y que allí nos tocaría resistir con nuestras armas vacías. El juez. Sí, al diablo lo que es del diablo.

El chaval se quedó con el hilván en la mano y el punzón en la otra. Miró al ex cura.

Habíamos estado en el llano toda la noche y parte de la mañana. Los delaware se detenían a cada momento y se apeaban para escuchar mejor. No había sitio donde esconderse. No sé qué diablos esperaban oír. Sabíamos que esos malditos estaban allí y eso para mí era información más que suficiente, no necesitaba más. Todos pensamos que no sobreviviríamos a aquella mañana. Estábamos todos pendientes del rastro que dejábamos a nuestra espalda, no sé hasta dónde se veía. Tal vez treinta kilómetros.

Fue hacia el meridiano de aquel día cuando nos topamos con el juez subido a su roca más solo que la una en mitad del páramo. Y es que no había otra roca que aquella. Irving dijo que el juez se la había llevado puesta. Yo le dije que era como un mojón para señalar su ubicación en mitad de la nada. Tenía al lado ese mismo rifle que usa ahora, todo engastado en plata alemana y el nombre que le había puesto incrustado en hilo de plata debajo de la quijera, en latín: «Et in Arcadia ego.» En alusión a su carácter letal. Es corriente que uno bautice a su escopeta. He conocido Dulceslabios y Oídme desde la Tumba y toda clase de nombres de mujer. Él es el primero y único que sé que le puso una inscripción sacada de los clásicos.

Y allí estaba. Sin caballo. Simplemente él y sus piernas cruzadas, sonriendo al ver que nos acercábamos. Como si nos hubiera estado esperando. Tenía una vieja mochila de lona y un viejo sobretodo de lana colgado del hombro. En la mochila había un par de pistolas y un buen surtido de monedas, de oro y plata. Ni siquiera tenía cantimplora. Era como… Parecía una aparición. Nos dijo que había viajado con una caravana y que había decidido seguir solo.

Davy quería dejarle allí. No le cayó bien su señoría y todavía no le cae bien. Glanton se limitó a observarlo. Habría hecho falta un día entero para saber qué opinaba de aquel personaje. Y aún hoy lo ignoro. Hay un secreto comercio entre ambos. Un convenio terrible. Qué sé yo. Te demostraré que llevo razón. Pidió que le trajeran las dos bestias de carga que nos quedaban y les cortó las cinchas y dejó caer los sacos y el juez montó y él y Glanton cabalgaron juntos y al momento estaban conversando como hermanos. El juez montaba a pelo como los indios y lo hacía con su mochila y su rifle apoyados en la cruz del animal y miraba a su alrededor con la mayor satisfacción del mundo, como si todo hubiera resultado como él había previsto y el día no hubiera podido salirle mejor.

Llevábamos poco rato cabalgando cuando él nos marcó un nuevo rumbo unos noventa grados al este. Señaló a una cordillera que estaría como a cincuenta kilómetros y nos dirigimos hacia allí y nadie preguntó con qué objeto. Glanton le había dado ya los detalles de la situación en la que se había metido por voluntad propia pero si le preocupaba en lo más mínimo estar desnudo de armas en medio del desierto con media nación apache pisándole los talones el juez se lo guardó para sí.

El ex cura hizo una pausa para encender de nuevo su pipa alargando la mano hacia e1 fuego para coger un carbón como hacían los exploradores indios y devolviéndolo después a las llamas como si allí estuviera mejor.

A ver, ¿qué crees tú que había en esas montañas?, ¿cómo se enteró él?, ¿cómo encontrarlo?, ¿cómo sacar partido de esa información?

Tobin pareció formularse las preguntas a sí mismo. Estaba contemplando el fuego y chupando su pipa. Llegamos a las estribaciones a media tarde y subimos por un arroyo seco y seguimos subiendo creo que hasta la medianoche y luego acampamos pero sin leña ni agua. Cuando se hizo de día los vimos a unos quince kilómetros de distancia en la llanura que se extendía al norte. Cabalgaban de cuatro y seis en fondo y no eran pocos y no tenían ninguna prisa.

Según dijeron los centinelas, el juez estuvo en vela toda la noche. Observando los murciélagos. Subía por la ladera y hacía anotaciones en un cuaderno que llevaba y luego volvía a bajar. Parece que estaba muy animado. Dos hombres habían desertado aquella noche y por tanto solo quedábamos doce y el juez trece. Yo me dedicaba a estudiarlo con calma, al juez. Entonces y ahora también. A ratos parecía un demente y a ratos no. De Glanton, en cambio, sé que está totalmente loco.

Partimos con la primera luz hacia un barranco arbolado. Estábamos en la vertiente norte y en la roca crecían sauces y alisos y cerezos, árboles pequeños. El juez paraba a hacer de botánico y luego nos alcanzaba. Lo juro por Dios. Iba metiendo hojas entre las páginas de su cuaderno. Yo nunca había visto nada igual, y todo el rato con los salvajes perfectamente visibles allá en el llano. A mí hasta me dio tortícolis de tanto mirarlos, y piensa que había un centenar de ellos.

Fuimos a salir a un terreno de pedernal donde todo eran enebros y continuamos sin más. No hubo ningún intento de despistar a sus rastreadores. Cabalgamos todo aquel día. No volvimos a ver a los salvajes porque se habían puesto al socaire de la montaña y estaban en las cuestas de más abajo. Tan pronto atardeció y los murciélagos empezaron a salir el juez alteró de nuevo el rumbo, montado en su caballo con la mano encima del sombrero mientras veía pasar a los animalitos. Acabamos desperdigados entre los enebros y hubo que parar para reagruparse y dejar descansar a los caballos. Nos sentamos casi de noche, nadie dijo nada. Cuando el juez volvió, Glanton y él conferenciaron en voz baja y luego nos pusimos en marcha.

Guiábamos a los caballos a pie. No había vereda, solamente rocas abruptas. Cuando llegamos a la cueva algunos pensaron que el juez era un papanatas si pretendía que nos escondiéramos allí. Pero no, era el nitro lo que buscaba. El nitro, entiendes. Dejamos todas nuestras pertenencias en la entrada de la cueva y llenamos nuestros cuévanos y mochilas y alforjas con tierra de la cueva y partimos al rayar el alba. Cuando llegamos a lo alto del promontorio que había más arriba y miramos hacia atrás vimos que los murciélagos entraban a chorro en aquella cueva, miles y miles de ellos, y siguieron haciéndolo durante cosa de una hora o más pero para entonces ya casi no podíamos verlos.