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El juez. Lo dejamos en un collado, junto a un riachuelo de agua transparente. A él y uno de los delaware. Nos dijo que rodeáramos la montaña y que volviéramos a aquel lugar pasadas cuarenta y ocho horas. Descargamos todas las cosas en el suelo y nos llevamos los dos caballos y él y el delaware empezaron a tirar de los cuévanos y las alforjas riachuelo arriba. Me los quedé mirando y me dije que no volvería a ver nunca a aquel hombre.

Tobin miró al chaval. Nunca más. Pensé que Glanton le abandonaría. Seguimos adelante. Al día siguiente nos topamos en la montaña con los dos tipos que habían desertado. Colgaban boca abajo del mismo árbol. Los habían desollado, y te aseguro que eso no le favorece a nadie. Pero si los salvajes no lo habían adivinado aún, ahora lo sabían seguro. Que no teníamos ni una pizca de pólvora.

No íbamos a caballo sino que los guiábamos a pie, procurando que no resbalaran en las rocas, apretándoles el hocico si resoplaban. Pero en esos dos días el juez lixivió el guano de la cueva con agua del arroyo y ceniza de leña y lo hizo precipitar y luego construyó un horno de arcilla donde quemó carbón; de día apagaba el fuego y al caer la noche lo volvía a encender. Cuando los encontramos, él y el delaware estaban sentados en cueros en el riachuelo y primero pensamos que estaban borrachos pero a saber de qué. Toda la cresta de la montaña estaba repleta de apaches y él allí sentado. Se levantó al vernos llegar y fue hasta los sauces y volvió con un par de alforjas y en una había como ocho libras de cristales puros de salitre y en la otra unas tres libras de buen carbón de aliso. Había triturado el carbón en el hueco de una roca, se podría haber hecho tinta con aquel polvo. Cerró las bolsas y las puso a cada lado del arzón de la silla de Glanton y él y el indio fueron a por sus ropas, cosa que me alegró porque yo no había visto nunca un hombre adulto sin un pelo en el cuerpo y encima pesando ciento cincuenta kilos, que es lo que pesaba entonces y pesa ahora. Y puedo afirmarlo porque yo mismo sumé las pesas con mis propios ojos y sobrio en una balanza de pesar ganado en la ciudad de Chihuahua aquel mismo mes y año.

Fuimos montaña abajo sin batidores ni nada. A lo bestia. Estábamos muertos de sueño. Era de noche cuando ganamos el llano y una vez que los caballos descansaron hicimos recuento y montamos para seguir adelante. La luna estaba tres cuartos llena y creciendo y parecíamos jinetes de circo, tan silenciosos, los caballos como sobre cáscaras de huevo. No teníamos manera de saber dónde estaban los salvajes. El último indicio que habíamos tenido de su proximidad eran aquellos pobres imbéciles desollados en el árbol. Nos dirigimos al oeste a través del desierto. Doc Irving iba delante de mí y brillaba tanto que casi le podía contar los pelos de la cabeza.

Cabalgamos toda la noche y de amanecida cuando la luna ya estaba baja encontramos una jauría de lobos. Se escabulleron y volvieron al rato, haciendo tan poco ruido como el humo. Se desperdigaban y atajaban y rodeaban a los caballos. Con todo el descaro del mundo. Nosotros les arreábamos con las trabas y ellos se escabullían, no se oía otra cosa que su respiración, a no ser que lanzaran quejidos o dieran dentelladas. Glanton se detuvo y las alimañas giraron en redondo y se largaron y volvieron otra vez. Dos delaware desandaron un trecho torciendo un poco a la izquierda (son más valientes que yo) y allí encontraron la pieza. Era un antílope, un macho joven muerto la tarde anterior. Estaba medio consumido y nos lanzamos sobre él con los cuchillos y nos llevamos la poca carne que quedaba y nos la comimos cruda montados a caballo. Era la primera carne que probábamos en seis días. Teníamos unas ganas locas de probarla. Buscando piñones en la montaña como si fuéramos osos y lo contentos que nos poníamos si encontrábamos. A los lobos les dejamos poco más que los huesos, pero yo nunca mataría a un lobo y sé que hay otros que sienten como yo.

En todo este tiempo el juez apenas había abierto la boca. Amaneció y nos encontrábamos al borde de un extenso malpaís y su señoría fue a tomar posiciones sobre unas rocas volcánicas que había allí y empezó a soltarnos un discurso. Fue como un sermón, pero no un sermón cualquiera. Más allá de ese malpaís había un pico volcánico y el sol que acababa de salir lo teñía de muchos colores y unos pequeños pájaros oscuros flotaban en el viento y el viento agitaba el viejo sobretodo que el juez llevaba puesto y luego señaló a la solitaria montaña y se embarcó en una oración cuyo objeto todavía desconozco y concluyó diciéndonos que la madre tierra, como la llamó, era redonda como un huevo y contenía dentro de sí todas las cosas buenas. Luego llevó de las riendas al caballo que había estado montando por aquellas escorias negras y vidriosas, un terreno tan traicionero para el hombre como para la bestia, y nosotros detrás del juez como discípulos de una nueva fe.

El ex cura hizo una pausa y golpeó la pipa apagada contra el talón de su bota. Miró al juez que estaba con el torso desnudo hacia las llamas como tenía por costumbre. Se volvió y miró al chaval.

El malpaís. Era un laberinto. Subías a toda prisa un pequeño promontorio y de repente te veías rodeado de grietas tan profundas que no te atrevías a saltarlas. Los bordes de cristal negro y puntiagudo y abajo puntiagudas rocas de sílex. Guiábamos a los caballos con el máximo cuidado y aun así les sangraban los cascos. Nuestras botas estaban destrozadas. Trepando a aquellos viejos rellanos resquebrajados comprendías cómo habían ido las cosas, las rocas derretidas habían quedado arrugadas como un budín viejo, la tierra se había hundido hasta su núcleo líquido. Donde que nosotros sepamos está localizado el infierno. Pues la tierra es un globo en el vacío y en verdad no tiene un arriba y un abajo y en esta compañía hay hombres aparte de yo mismo que han visto pequeñas huellas de patas hendidas en la piedra tan claras como el ir y venir de una cervatilla, pero ¿qué cervatilla ha pisado jamás rocas derretidas? No pretendo refutar las Escrituras pero es posible que haya habido pecadores tan rematadamente malos que el fuego del infierno los expulsara de su seno y no me cuesta imaginar que en tiempos pasados fueron pequeños diablos los que traspasaron con sus horcas ese vómito incandescente a fin de recuperar aquellas almas que por error habían sido escupidas de su lugar de condenación hacia los confines del mundo. Sí. Es solo una idea, nada más. Pero en el orden del universo ha de haber un punto en donde los dos mundos se toquen. Y algo dejó aquellas marcas de pezuñas en la lava pues yo las vi con mis propios ojos.

El juez, bueno, el juez no apartaba la vista de aquel cono de muerte que se elevaba en pleno desierto como un enorme chancro. Nosotros le seguíamos solemnes como búhos y cuando volvió la cabeza se echó a reír al ver las caras que traíamos. Llegados al pie de la montaña, lo echamos a suertes y enviamos dos hombres por delante con los caballos. Les vi alejarse. Uno de ellos está ahora mismo aquí y yo le vi alejarse con esos caballos por la escoria como si fuera un condenado a muerte.

Y no es que nosotros no estuviéramos condenados. Cuando levanté la vista él iba ya cuesta arriba, me refiero al juez, con su zurrón al hombro y el rifle a modo de alpenstock. Y lo mismo hicimos todos los demás. No habíamos cubierto la mitad de la ascensión cuando divisamos a los salvajes en la llanura. Seguimos trepando. Yo pensaba que, a malas, nos arrojaríamos al cráter, todo menos dejarnos atrapar por aquellos desalmados. Creo que era mediodía cuando por fin llegamos arriba. Estábamos rendidos. Y los salvajes a menos de quince kilómetros. Miré a mis compañeros y la verdad es que no se les veía muy aguerridos. Habían perdido toda dignidad. Tenían todos buen corazón, y lo tienen aún, y no me gustaba verlos así y pensé que el juez había caído sobre nosotros como una maldición. Pero resultó que yo estaba equivocado. Al menos en esa ocasión. Ahora tengo otra vez mis dudas.