El juez fue el primero en llegar al borde del cono pese a su enorme corpachón y se quedó mirando en derredor como si hubiera ido a contemplar la vista. Luego se sentó y empezó a descamar la roca con su cuchillo. Uno a uno fuimos llegando mientras él permanecía sentado de espaldas a aquella sima y nos dijo a todos que hiciéramos lo que él. Era azufre vivo. Una roncha de azufre todo alrededor del cráter, amarillo intenso con algunas escamas pequeñas de sílice que brillaban, pero en general puras flores de azufre. Nos pusimos a rascar las rocas y fuimos desmenuzando el azufre con los cuchillos hasta que reunimos un par de libras y entonces el juez cogió las alforjas y fue hasta un hueco en las rocas y derramó el carbón y el nitro y lo mezcló todo con la mano y luego echó encima el azufre.
Llegué a pensar que nos pediría que derramáramos nuestra sangre allí dentro como francmasones pero no hubo tal. El juez siguió amasando con las manos hasta dejarlo aquello bien seco y mientras tanto los salvajes en el llano cada vez más cerca y cuando volví la cabeza el juez estaba de pie, ese inmenso patán sin pelo, se había sacado la picha y estaba meando sobre la mezcla, meando con aires de desquite, y entonces nos exhortó a que hiciéramos otro tanto.
De todos modos estábamos medio locos. Nos pusimos en fila. Los delaware también. Todos salvo Glanton y había que ver la cara que ponía. Sacamos nuestros miembros y allá que empezamos a mear y el juez de rodillas amasando con los brazos desnudos y la orina le salpicaba y él venga a gritar que meáramos, joder, que meáramos por nuestras almas o es que no veíamos a los pieles rojas. Y a todo esto sin dejar de reír y convirtiendo aquella masa en un asqueroso mazacote negro, un batido diabólico a juzgar por lo mal que olía y no es que él fuera el pastelero del infierno, digo yo, y entonces sacó su cuchillo y empezó a allanar la cosa sobre las rocas que miraban al sur, extendiéndola a capas finas con la hoja del cuchillo y observando el sol por el rabillo del ojo y todo manchado y apestando a orines y azufre y sin dejar de sonreír y blandiendo el cuchillo con tal destreza que parecía como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Y cuando terminó se volvió a sentar y se limpió las manos en el pecho y observó a los salvajes y todos hicimos lo mismo.
Habían llegado al malpaís y tenían un rastreador siguiendo todos nuestros pasos por las rocas desnudas, volviendo cuando no había camino para avisar a los demás. Yo no sé qué rastro seguiría. El olor quizá. Al poco rato los oímos hablar un poco más abajo. Entonces nos vieron.
Solo Dios sabe lo que pensaron. Estaban desperdigados por la colada y uno de ellos señaló hacia arriba y todos miraron. Atónitos, sin duda. Imagínate ver a once hombres encaramados en el borde de aquel atolón escaldado como aves desorientadas. Se pusieron a parlamentar y nosotros pensamos que tal vez mandarían un grupo a buscar nuestros caballos pero no lo hicieron. Su codicia pudo con todo lo demás y empezaron a subir hacia el cono trepando como posesos por la lava para ver quién llegaba primero.
Teníamos, calculo yo, una hora. Observamos a los salvajes y observamos aquella masa infecta secarse en las rocas y observamos una nube que se dirigía hacia el sol. Poco a poco nos olvidamos de las rocas y hasta de los salvajes porque la nube parecía ir derecha al sol y habría necesitado casi una hora para cruzar por delante y esa era la última hora que nos quedaba de vida. Pues bien, el juez estaba sentado haciendo anotaciones en su cuaderno y vio la nube igual que todos los demás y dejó el cuaderno y observó y lo mismo hicimos todos. Nadie decía nada. No había nadie a quien maldecir ni nadie a quien rezar, solo mirábamos. Y la nube alcanzó una esquina del sol y siguió pasando y no hubo sombra sobre nosotros y el juez cogió su librillo y siguió con sus entradas como antes. Yo le observé. Poco después bajé a tocar con la mano un trozo de aquel mazacote. Despedía calor. Rodeé el borde del cráter y los salvajes subían por los cuatro costados pues no había una ruta que facilitara la ascensión en aquella pendiente pelada. Miré si había piedras que pudiéramos arrojarles pero no había ninguna más grande que un puño, solo gravilla y placas de escoria. Miré a Glanton y vi que estaba observando al juez y parecía haber perdido el juicio.
Entonces el juez cerró su cuaderno y cogió su camisa y la extendió sobre el hueco en la roca y nos dijo que le subiéramos la cosa aquella. Todos sacamos los cuchillos y nos pusimos a raspar y él nos previno de que no sacáramos chispas a aquellos pedernales. La amontonamos encima de su camisa y él se puso a cortarla y desmenuzarla con su cuchillo. Entonces gritó: Capitán Glanton.
Capitán Glanton. ¿Te imaginas? Pues eso dijo, y luego: Cargad ese cañón giratorio y veamos qué es lo que tenemos aquí.
Glanton se acercó con el rifle y llenó el cargador a tope y preparó los dos cañones y asentó dos balas y cebó el arma e hizo ademán de acercarse al borde. Pero no era eso lo que el juez quería.
Al fondo de esa cosa, dijo, y Glanton no puso ninguna pega. Bajó por el borde interior de la sima hasta llegar el final de aquel horroroso humero y agarró el arma y apuntó hacia abajo y amartilló y disparó.
Ni en un día entero de viaje oirás semejante ruido. Todavía me da temblequera. Disparó los dos cañones y nos miró a nosotros y luego al juez. El juez se limitó a hacer un gesto con la mano y siguió moliendo la masa y luego nos gritó a todos que llenásemos los cebadores y las cofias y así lo hicimos, por turnos, rodeando al juez como comulgantes. Y cuando todos hubimos pasado él llenó su cebador y sacó sus pistolas y se puso a cebarlas. El primero de los salvajes estaba ya a menos de doscientos metros cuesta abajo. Nos disponíamos a lanzarnos sobre ellos pero tampoco era eso lo que el juez quería. Hizo fuego hacia la caldera, espaciando los disparos, y agotó las cinco cámaras de cada pistola y nos dijo que no nos dejásemos ver mientras recargaba las armas. Todo aquel tiroteo había dado que pensar a los salvajes pues ellos creían que nos habíamos quedado sin pólvora. Y entonces el juez va y se acerca al borde y llevaba consigo una camisa de buena tela blanca que había sacado de su zurrón y la agitó para que la vieran los pieles rojas y les gritó algo en español.
Si le hubieras oído se te habrían saltado las lágrimas. Todos muertos excepto yo, gritó. Tened piedad. Todos muertos. Y venga a agitar la camisa. Dios, eso los hizo subir chillando por la cuesta y el juez se volvió a nosotros con esa sonrisa suya y nos dijo: Caballeros. Eso fue todo. Tenía las pistolas metidas en el cinto por la parte de atrás y cogió una con cada mano y el juez es ambidestro como una araña, sabe escribir con las dos manos y lo digo porque yo le he visto hacerlo, y se puso a matar indios. No hizo falta que nos animara a imitarle. Dios, qué carnicería. En la primera descarga matamos a una docena y no paramos. Antes de que el último pobre diablo llegara al pie de la cuesta ya había cincuenta y ocho salvajes muertos entre los cascajos. Patinaban por la pendiente como paja por una tolva, unos caían hacia acá, otros hacia allá, formando una cadena al pie de la montaña. Apoyamos nuestros rifles en el reborde de azufre y matamos a nueve más que corrían por la lava. Como en una caseta de tiro, ni más ni menos. Incluso hacíamos apuestas. El último al que disparamos estaba casi a un kilómetro de la boca de nuestras armas y encima corriendo a matar. Todos los tiros fueron certeros, ni un solo error con aquella pólvora misteriosa.
El ex cura se volvió y miró al chaval. Y esa fue la primera vez que vi al juez Holden. Es un caso a estudiar.
El chaval miró a Tobin. ¿Y de qué es juez?, dijo.